Gilda y el triunfo de los subestimados
Hace un par de días circuló ese video que mostraba a unos pasajeros del subte B bailando al ritmo de "Fuiste", el hit de Gilda, en la versión de un trío ambulante de guitarra, violín y percusión. Es fácil ponerse cínico frente a este tipo de registros, pequeñas situaciones no ordinarias que en la actualidad adquieren carácter de contenido noticioso, pero yo venía de ver la película de Lorena Muñoz -Gilda, No me arrepiento de este amor- y me gustó toparme con ese grupo de gente que rompía con la inercia del fastidio, el aburrimiento o el Candy Crush y transformaba, por un par de minutos, un vagón chino en una cápsula de energía tropical.
Salí del cine -martes a la hora del almuerzo, unas siete personas en la sala- con la sensación de haber quedado inutilizado para el resto del día. No porque fuera una obra maestra, sino por lo emotiva que resulta la película, desoladora en un sentido que no es fácil definir. La tristeza de la historia no tiene que ver directamente con la tragedia final de la cantante, la muerte en la ruta junto a su madre, su hija y algunos de sus músicos en el momento más exitoso de su carrera. La propia mirada de Gilda, reinventada en esta biopic por una Natalia Oreiro irresistible, contiene una especie de mensaje cifrado, difícil de leer en términos literales, pero que parece hablarnos sobre la imposibilidad de ser felices, aun cuando hayas conquistado tus sueños y llegues a Disco de Platino sin que nadie apostara por vos.
Quizás influya la carga mística de su leyenda, pero "aura" es la única palabra que se me ocurre para entender eso que todavía envuelve a Gilda, y que se proyecta en esos videos en tonalidades VHS disponibles en YouTube, que tampoco son demasiados. Porque si bien Gilda llegó a disfrutar de ese amor popular que iba en aumento, aun sin prever la escala de santificación post mórtem, su fama no había penetrado del todo en el prime time. A diferencia de Rodrigo, el otro ángel caído de la movida tropical, la notoriedad de Gilda se jugaba principalmente en las bailantas, en la pantalla de Pasión de sábado, en los pasacasetes de los barrios. No fue, en vida, tapa de la revista Gente, no se sentó a comer con Mirtha Legrand. Casi todos recordamos dónde estábamos cuando murió Rodrigo, pero pocos recuerdan dónde estaban cuando murió Gilda.
¿Por qué su historia sigue siendo magnética, conmovedora y misteriosa? Primero hay que escuchar la voz, la alquimia rara de su registro melodioso en contraste con la orquestación merengada y el ritmo sintético de los teclados, una marca del tiempo en que la cumbia nacional empezó a sonar en las fiestas de todas las clases. En esa voz ya está expuesta la fragilidad que enuncian las letras de una heroína melancólica (como el tango, una tristeza que se baila), un corazón herido por estocadas invisibles. Esa es la Gilda que cuenta Muñoz y la que recrea Oreiro. Mucho más allá del jopo desflecado, tan noventista, de los tops y los jeans entallados, Oreiro conjura esa mezcla de candor y autoridad en la voz y la mirada de la cantante. Sabemos, desde el primer minuto, que será un rato de felicidad musical condenado a la desgracia, la naturaleza contradictoria de toda realización personal y, allá en el fondo, el triunfo agridulce, excepcional e incompleto de los subestimados.
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