Gerardo Rozín: dar en la tecla
Estudió música de chico; hace dos años compró un piano, del que disfruta junto a sus hijos o en los momentos de soledad
Cada vez que Gerardo Rozín andaba por la zona de Rodríguez Peña y Corrientes se paraba frente las vidrieras de los negocios que venden pianos. Como de chiquilín, los miraba de afuera. Pero un día, hace dos años, entró en uno de ellos y consultó los precios. La respuesta le trajo una certeza: de algún modo, el momento que había estado esperando desde muy chico había llegado. Podía afrontar el costo de un piano decente y además, ahora que vivía en un departamento de hombre solo, le sobraba espacio donde ponerlo. No lo pensó dos veces y se dio uno de esos gustos que requieren inspiración y coraje en medidas parejas. En su piso de Palermo, contra la pared que divide el living de la cocina, debajo de un cuadro de Isol, hoy descansa un artefacto que en su interior guarda sonidos capaces de reproducir, por ejemplo, los Impromptus de Schubert. Es un Breyer vertical de madera oscura. Impone respeto, como todos los de su especie.
“El sonido del piano es algo extraordinario. Y es muy lindo generarlo. Presionás una tecla y ya estás haciendo música”, dice Gerardo, mientras levanta la tapa del instrumento. Uno sospecha que va a apretar una tecla, cualquiera, para probar lo que acaba de decir, pero en cambio afloja los dedos y llena el aire con la melodía de una sonata de Muzio Clementi. Es la memoria de la mano, que recuerda aquello que aprendió hace 40 años. “A los 7 años empecé a tomar clases con una profesora de barrio, Filomena Rinaldi, en un instituto con cierta reputación en Rosario. Pero en casa no había piano. Me levantaba al alba para pasar por el instituto a estudiar media hora antes de ir al colegio. A las 6.45, la profesora me abría la puerta y volvía a la cama a dormir. Y yo me dormía después, sentado frente al piano. Pero así duré dos años.”
Contra todos los pronósticos, esa melodía de Clementi aprendida entre el sueño y la vigilia sobrevivió las rebeldías de la adolescencia, los desvelos del periodista profesional y las responsabilidades de la edad adulta, siempre escondida en el hueco de su mano. De allí se escapaba hasta hace poco durante los cortes de sus programas de TV, cuando Rozín, sin que nadie lo advirtiera (a veces ni siquiera él mismo), se acercaba al piano circunstancial de la banda invitada y apoyaba la mano derecha sobre las teclas.
Esa melodía lo conecta con la infancia, cuando su amor por la música nace con el disco de Pedro y el Lobo y las canciones de Pipo Pescador. Gerardo creció de golpe en el 83, con la vuelta de la democracia, que fue también el gran regreso del rock nacional. Prefería por entonces el García de Yendo de la cama al living al más críptico Spinetta. Pero todo llega. “Al Flaco no le encontraba la vuelta, hasta que un día me descubrí llorando con aquello que no entendía. Escuchaba mucho a la trova rosarina, Fandermole y Abonizio. El trío instrumental de Vitale, Baraj y González me abrió las puertas del jazz. Me gustan mucho los pianistas, claro. Jarret, Corea, Iaies.”
La música lo acompañó siempre. Pero, ¿qué significa la irrupción de este piano en su vida? ¿La oportunidad de retomar una vocación postergada? Nada de eso. Su única asignatura pendiente es producir una serie a partir de alguno de los guiones que escribió. El piano es otra cosa: ensayar unos acordes mientras Pedro, su hijo de 16 años, le responde con su guitarra; contarle un cuento a Elena, su hija de 6, mientras juega a dramatizarlo con sonidos. Es, también, abrirse al tiempo vacante. O a la necesidad de él, después de pasar el día entre mucha gente, dedicado a la tele. Y disfrutar, en una casa que suele tener mucha vida, de los momentos de soledad: “Estar tocando el piano es una linda manera de estar solo”, dice Rozín. Pulsa una tecla cualquiera y se abandona a la maravilla del sonido