Gérard Depardieu: “El mundo regresa hacia un nacionalismo extremadamente peligroso”
Detesta la política, pero admira a Putin y dice que “sólo en los EE.UU. un personaje como Trump puede llegar a presidente”. Antes de su actuación en el Teatro Colón, el enorme actor francés elogia, sí, la creatividad de los argentinos..., pero critica el malbec: “Una especie de mermelada”, opina
PARÍS
El hombre está forjado de contradicciones. El actor es colosal. Quienes lo conocen, confirman: Gérard Depardieu es un ogro que, más que comer, devora la vida alternando entre dos bocados, sorpresivas carcajadas y afirmaciones definitivas, pronunciadas con una conmovedora hesitación en la cadencia. Su bonhomía se frota contra su orgullo hasta producir chispas. Es maestro de lo cómico, de la ironía, de la cólera, de los silencios y de los abismos de tristeza.
Hijo del pueblo, incorrecto, alérgico a la educación, un poco delincuente, heredero de nadie, bocón, actor de Duras, Ferreri, Truffaut, Berri, Godard, Pialat… Depardieu nunca fue un personaje consensual. Estos últimos años, sus declaraciones atronadoras sobre la “imbecilidad” de los dirigentes franceses, las ventajas fiscales de Bélgica o la “grandeza de Vladimir Putin” nos hizo perder de vista la inmensa mesura del intérprete. Ese mismo que, después de 180 films, desde Les valseuses (Los rompepelotas o Las cosas por su nombre) en 1974, pasando por Cyrano de Bergerac en 1990 o La vida de Pi en 2012, continúa haciéndonos vibrar.
A los 68 años, Depardieu sigue embistiendo su arte con la misma bulimia que la existencia. En su equipaje siempre hay varios proyectos a la vez. El encuentro con La Nación revista es en su espectacular mansión construida en 1820 por el barón Chambon, en el corazón de París, días antes de viajar nuevamente a la Argentina. Esta vez, para presentarse el sábado y domingo próximos en el Teatro Colón, donde se pondrá en la piel de sus personajes más emblemáticos, sobre todo de su célebre Cyrano. En octubre había estado en Buenos Aires filmando Sólo se vive una vez, opera prima del hispano-argentino Federico Cueva, junto con Santiago Segura, Peter Lanzani y la China Suárez, entre otros.
Hace casi 30 años que el actor no visitaba el país y parece cautivado por la energía de su joven cine contemporáneo.
–Tengo la sensación de que el país cambió enormemente. Difícil de decir con precisión por qué casi no salí en esos días. Pero ese gigantesco “río grande” que tienen frente a Buenos Aires es magnífico. El sector del cine es extremadamente creativo. Renace con un sentido agudo de los problemas del mundo, que los jóvenes creadores son capaces de tratar en comedias, como el film que acabamos de hacer. Es muy gratificante vivir entre argentinos, que son encantadores y parecen muy felices. Aunque alguien me dijo que las jóvenes prefieren a los españoles para casarse…
¿Se lo dijo un español?
Sí, ¿cómo sabe? (risas).
Leí en alguna parte que había decidido vender las 2,3 hectáreas de malbec que tenía en Mendoza…
Se las vendí a mi amigo Bernard Magret, con quien las habíamos comprado. La verdad es que, a pesar de su calidad, encuentro los vinos argentinos un poco pesados. Son vinos rústicos, cosechados cuando llegan a maduración. Me encantan los vinos rústicos, están de moda. Pero uno termina bebiendo una especie de mermelada. Hubiera querido encontrar en la Argentina una suerte de chardonnay liviano, a 12°. Es difícil hallar actualmente esos vinos fuera de Francia.
Hablemos de su carrera. Después de casi 200 films y cuatro décadas de actuación, ¿qué lo sigue motivando? ¿Por qué acepta una película y no otra?
Una película… no tengo idea. En realidad no es por el film. Es por la gente con quien voy a trabajar. Por los temas que me van a permitir decir cosas. Por ejemplo, la película que acabo de filmar en la Argentina muestra a un ganadero que lucha por mantener la carne libre de productos químicos. Aquí (en Francia) acaba de estrenarse Tour de France, que trata de la relación improbable entre un cantante de rap de origen árabe y un albañil francés y racista. Esas cosas me motivan.
En otras palabras, cuando escoge hacer una película y no otra, usted hace política, aunque diga que la política no le interesa.
No. Detesto la política. La verdad es que cada vez hago menos cine. Le hago favores a gente joven, como en el caso de Federico Cueva. Hicimos un film que quiere decir algo, sobre un problema que concierne el planeta, donde hay esa especie de grupo que se autoriza a traficar ese alimento esencial. Era necesario hacer ese film. Pero, además, hay que tratar de preservar la identidad cultural. Ese es el caso de la Argentina, precisamente, donde existe una relación muy fuerte con la cultura francesa.
La cuestión de la identidad cultural parece preocuparlo…
Mucho. Porque, cuando se pierde o se olvida esa identidad, se abre la puerta a todos los miedos, que llegan de la mano de los nacionalismos. Pero hablando de cultura en su país, me sorprendió la mala calidad de la televisión. Creo que es la peor televisión que vi en mi vida. En realidad, no es televisión: es pornografía. En los diez días que estuve nunca la pude mirar más de cinco minutos.
¿Por qué razón dice que cada vez hace menos cine? ¿Se refiere al cine comercial?
Porque tengo casi 70 años y prefiero ayudar a las nuevas generaciones. El cine es un instrumento apasionante, aunque cada vez exista menos. Está siendo reemplazado por las series de televisión.
Justamente, según usted el cine ha dejado de existir.
Exacto. En los Estados Unidos hacen reality shows. Cine de efectos especiales. E incluso eso está siendo reemplazado por series, que suelen ser buenas, pero no terminan de convencerme. La mejor que vi hasta ahora es House of Cards. Por esa razón me siento obligado a hacer cine con jóvenes autores que quieren seguir manteniéndolo vivo.
¿Qué tipo de actor es usted para dirigir: colérico, tranquilo, dócil?
Soy muy fácil de dirigir. Cuando se está en una película y se comienza a rodar, no hace falta dar su opinión porque para lo único que sirve es para perder el tiempo. El cine es como cuando se sube a un taxi. ¡Hoppp!, se pone el taxímetro y comienza a contar. Cuando se empieza a discutir el itinerario —“Ah no, es por aquí o por allá”—, se termina pagando una cuenta gigantesca.
¿O sea que nunca interviene, ni en el montaje ni al ver el resultado final?
No. Si estoy decepcionado, mala suerte. Y no necesito esperar que la película esté terminada para saber que me metí en una merde. Mala suerte. Ser actor es lo que me alegra la vida. Es absurdo llegar a la filmación con el miedo a fracasar. Soy actor por casualidad. No soy un misionero. Si la historia me gusta, si lo que defiende me conviene, perfecto.
Y en su vida personal, ¿qué es lo que le interesa?
La verdad es que me siento más interesado por la vida de la gente simple. Por ejemplo de aquellos que trabajan la tierra sin plantearse demasiadas preguntas. Es entonces cuando me doy cuenta de que lo que veo en Francia y en Europa es que la mayoría de la gente está completamente perdida. Han dejado de saber dónde están.
¿Quiere decir que sigue enojado con sus compatriotas franceses?
No con ellos. Estoy enojado con el gobierno. No entiendo por qué incurre en errores como el que acaba de cometer François Hollande, que se apresuró a lanzar una advertencia a Donald Trump, apenas conocidos los resultados de la elección presidencial en los Estados Unidos.
El encono con el actual presidente socialista data de 2012. Indignado, Depardieu decidió instalarse en Bélgica después de que el gobierno francés anunciara la creación de un impuesto especial para aquellos cuyas ganancias excedieran el millón de euros anuales. El actor, cuyo patrimonio fue evaluado ese año por The Wall Street Journal en unos 120 millones de dólares, compró una casa en la localidad de Nechin, a pocos kilómetros de la frontera francesa y se fue. Al mismo tiempo, puso en venta su mansión parisina donde se realiza nuestra entrevista.
De 1800 metros cuadrados habitables, la vivienda es contigua a la casa donde vivió el verdadero D’Artagnan, que inspiró a Alexander Dumas para escribir su famosa novela Los tres mosqueteros. La fastuosa propiedad –que aún no pudo vender– cuesta unos 50 millones de euros, según una estimación realizada por una agencia inmobiliaria de ese sector de París. Además de un cuerpo principal, con ascensor y piscina, posee un jardín interior, terrazas y un segundo edificio.
Su exilio fiscal provocó una auténtica indignación en los franceses, sobre todo teniendo en cuenta que los ingresos anuales de Depardieu suelen superar los tres millones de euros. Pero Gégé –como lo llaman sus compatriotas–, no le teme a la polémica. Entre sus accidentes de moto en París, su consumo excesivo de alcohol incluso en la vía pública, su loca idea de orinar en una botella frente al resto de los pasajeros en un avión o su exilio fiscal, sus excesos son legión. Después del altercado con el gobierno, devolvió su pasaporte francés y renunció a su seguridad social. Y, en enero de 2013, aceptó la ciudadanía rusa otorgada por decreto directamente por su amigo Vladimir Putin.
¿Qué ve en Putin?
Veo alguien extremadamente valiente, que si no estuviera ahí, todo sería un caos absoluto.
Pero no es fácil vivir el Rusia.
Es mucho más fácil con Putin. Sería peor con un oligarca cualquiera. Putin fue quien los echó, aunque todavía quedan algunos. El problema es que el sistema soviético favoreció la corrupción a todos los niveles. Putin trata de resolver la corrupción practicada por los grandes oligarcas. Logró mucho, aunque todavía falta. Pero, como sucedió con la Argentina durante las décadas peronistas, después de 50 años no se puede borrar de un día para otro la ideología de la corrupción.
¿Y qué piensa de Trump?
Nada. No pienso nada. Creo que sólo en los Estados Unidos un personaje como Trump puede llegar a presidente. Es un país tan alejado de lo que conocemos en Europa. Cuando voy a trabajar a Nueva York, en esa ciudad solo hay herederos, gente con sumas de dinero exorbitantes. Pero si uno se aleja un poco hacia el Bronx, hay muchísima gente que vive con 10.000 dólares al año. Esa es la gente que me interesa. Esa gente que vive en sus casas rodantes, en cabañas de madera. Gente desesperada, mujeres maltratadas. Todos beben muchísimo. Y, a pesar de todo, esa gente sigue viviendo. Eso es lo que me interesa. No la política.
Pero usted, ¿no teme que toda esa gente que votó a Trump por desesperación termine viviendo peor que ahora?
No es que creyó en Trump, es que están mal informados. Los medios de comunicación del mundo van siempre en un solo sentido. Siempre en dirección del dinero. Los medios no quieren contar la miseria. Tampoco es su trabajo. Son los poetas, los escritores quienes tienen que contar esa miseria.
Y en Europa, ¿cree que las elites políticas son igual de sordas y ciegas a la situación actual?
Es evidente que hay un nacionalismo cada vez más preocupante. Pero nadie pone el dedo en la desesperación de la gente. Eso lo hacían Chéjov o Dostoievski… Ya no más. Ahora, con la mundialización, todo el mundo regresa hacia un nacionalismo extremadamente peligroso. La única cosa que nos puede salvar de ese nacionalismo es la cultura. Hay que rescatar nuestras raíces olvidadas, que han sido escamoteadas en forma desvergonzada por ciertos medios de comunicación, por el dinero. Hoy necesitaríamos un Balzac para recordarnos quiénes somos o cuáles son los peligros que nos acechan.
¿Hay demasiados Rastignac en Europa?
Si, todos los jóvenes políticos que nos prometen la felicidad eterna. El ejemplo perfecto es Emmanuel Macron (ex ministro de Economía de Hollande). Un perfecto Rastignac descrito por Balzac. Pero son todos iguales, jóvenes o viejos: prometen y prometen, y después no hacen nada.
¿Ni siquiera su amigo Sarkozy?
Pero mi pobre amigo Sarkozy fue atacado de todos lados. Pasó más tiempo defendiéndose que hablando de lo que quería hacer.
Tiene razón, antes que nada fue atacado por sus propios amigos.
No. Antes que nada lo atacaron los medios. Cuando yo viajo por el mundo, lo único que veo es que Sarkozy es escuchado y tomado en serio.
Después de aceptar la nacionalidad rusa, ¿votará en las presidenciales de 2017?
Yo no voto en Francia. Voté sólo dos veces. La primera, en 1981, por François Mitterrand. Y publiqué una página en un diario llamando a votar por él. Después voté por Sarkozy por la misma razón. Fui a un meeting y me dije: "este hombre sabe de lo que habla, yo no comprendo a la prensa". Siempre me pasa lo mismo: me pongo del lado del más débil.
Volvamos al cine. ¿Cuáles son sus límites? ¿Hay cosas que se niega a hacer?
No. El cine es sobre todo seguir una historia. Hay cosas que detesto hacer: encarnar un político o un dictador, aunque interpretar a Stalin fue una excelente experiencia, sobre todo por el aspecto freudiano del personaje. También estuve muy decepcionado con el tratamiento que Abel Ferrara le dio a mi personaje de DSK [en Welcome to New York, basada en el caso de violación protagonizado por el ex director del FMI, Dominique Strauss Kahn]. Tendríamos que haber tratado con más sutileza la personalidad de ese hombre que se perdió por su sexo.
Entusiasmado por la conversación, distendido, Depardieu nunca termina una frase sin una interminable digresión histórica o literaria. Todo desfila, desde el Génesis hasta las primeras poblaciones de América, pasando por sapiens, los hunos, los zares rusos y Napoleón. En su vertiginoso viaje vienen a ayudarlo Victor Hugo, Balzac, Erasmo, Tosltói… Todo encadena con una precisión de orfebre y una memoria de Funes. La conclusión se resume invariablemente en una frase: “Los débiles son siempre víctimas del fanatismo, que engendra la brutalidad”.
Es bastante excepcional. Leí que cuando comenzó a actuar tenía dificultades para retener sus textos, y ahora es capaz de acordarse de los más mínimos detalles de la historia universal. ¿Cómo hace?
Nunca tuve problemas para memorizar textos. De lo contrario, no podría haber hecho Cyrano. Ahora ya no tengo más ganas. Tenía, por el contrario, problemas de locución. Yo caí dentro de esta profesión para hablar.
¿Y cómo hace uno para hablar?
Entre los 13 y 15 años perdí el uso de la palabra. Sólo me expresaba con onomatopeyas. Debía ser mi hiperemotividad. Tuve que hacer un trabajo de recuperación del lenguaje, palabra por palabra, frase por frase. ¿Cómo se hace? Leyendo en voz alta, aun cuando no se comprende lo que está escrito. Y después, cuando eso se transforma en música, toca el cerebro de la gente y se vuelve inteligible. Es como el canto. Si en una coral hay uno que tiene un mal pensamiento, la coral se desequilibra. Se trata de estar siempre atento.
¿Esa voracidad por la lectura también tiene que ver con la música de la que habla?
Por supuesto. Todo es música. Mi padre no sabía leer ni escribir. Sin embargo, era capaz de garabatear mensajes con signos en función del sonido de las palabras. Pero tampoco hay música posible sin silencio. El silencio fue también lo que me permitió recuperar el habla. La música nos hace bien porque resuena en nuestro propio silencio. El problema es que la gente no quiere más el silencio, le da miedo.
Depardieu nació en el seno de una familia pobre como Job, en un anodino pueblo del centro de Francia, un helado día de invierno de 1948. Tercer de siete hermanos, el pequeño Gérard creció con esa tribu en un minúsculo dos piezas insalubre de Chateauroux a la merced de un padre obrero, alcohólico, violento y ausente.
–Éramos tan pobres que siendo adolescente tuve que ayudar a mi madre a parir a mi hermana menor– suele recordar.
Ni televisión ni libros ni vacaciones. Librado a sí mismo, tuvo una infancia digna de Dickens o de Zola. Prácticamente analfabeto, tartamudo, desde los 8 años paseaba su desesperanza y su desazón por la calle, se peleaba y deambulaba con los GI de una base norteamericana cercana. Apenas adolescente se salvó de milagro de terminar en la cárcel para jóvenes delincuentes.
Educado a la dura entre chacras y fábricas de esa Francia rural, donde enriquecerse todavía no era considerado un pecado, aprendió a observar la iniquidad de la gente. De ahí su carácter, donde la angustia se mezcla con el hedonismo.
–Es difícil ser humano. Es extremadamente triste estar vivo y solo. Es terrible encontrarse solo sin bagaje cultural, dependiendo de elites que uno no tiene ganas de escuchar–, reflexiona.
Un día de 1965 les anunció a sus padres que acompañaría a un amigo a París. Hasta entonces, jamás había abierto una novela de Balzac, pero un Rastignac también dormitaba en él. Gérard confiaba en su país, “donde todavía alguien podía partir de la nada, ser hijo de nadie y llegar a la cumbre”.
Su vida no tardó en cambiar, cuando el bien llamado Teatro Nacional Popular (TNP) le abrió sus puertas: “Por entonces ya tenía todo: la fuerza, la sensualidad, la locura y la desesperanza”, recordará Claude Régy, el primero que lo hizo actuar.
Más que cualquier otro actor de su generación, Gérard Depardieu proyecta su personalidad en todos sus roles. Él es como actúa y actúa como es. Cuando habla, los vanidosos, los idiotas, los avaros y los alucinados cobran vida.
“La diferencia es que Gérard hace flotar en torno de cada uno de esos personajes un halo de comprensión y de compasión”, dice su amigo Jean-Paul Scarpita, que estará con él en su viaje por la Argentina.
Como en las arenas un día de corrida, hay en este autodidacta genial un lado de sombras y otro de sol. Virtudes y vicios asoman a flor de piel. En su mirada, lo irónico sucede a lo voluptuoso, la cólera a la ternura. Es justamente lo que no soportaba su hijo, muerto en 2008, que le reprochaba estar demasiado presente, es decir, completamente ausente. A la desaparición trágica de Guillaume se sumó desde entonces un sentimiento difuso de culpabilidad, que aumenta su ciclotimia.
¿Después de todo el camino recorrido, tiene algún remordimiento?
No. No hay remordimientos. Con el tiempo, la vida nos hace ver nuestra torpeza. ¡Nuestras enormes torpezas! Pero ya está hecho. Es imposible lamentarlo. Lo único que se puede hacer es tomar conciencia y tratar de que no se vuelva a repetir. Decir: “Dios mío, si algo parecido me vuelve a suceder, que sea capaz de no repetir los mismos errores”. Pero no se pueden cambiar las rayas de la cebra. La naturaleza humana no se puede cambiar. Y yo, soy monstruosamente humano.
1948
Nace el 27 de diciembre en Châteauroux, en una familia pobre de siete hermanos
1970
Se casa con la actriz Élisabeth Guignot. Tendrán dos hijos, Guillaume (1971-2008) y Julie (1973)
1974
Se destaca en Les valseuses (Las cosas por su nombre). Actuaría luego en más de 180 películas
1990
Es nominado al Oscar a Mejor actor por su interpretación en Cyrano de Bergerac
1992
Nace Roxane, hija de su relación con la modelo Karine Silla. En 2006 tendrá a Jean con la actriz Helène Bizot
1997
Gana el León de Oro en el Festival de Venecia por su trayectoria. Lo recibe junto con Stanley Kubrick y Alida Valli
2012
Decide mudarse a Bélgica cuando se lanza un impuesto para quienes ganan más de un millón de euros anuales
2014
En Welcome to New York, interpreta a Dominique Strauss Kahn. Luego se arrepiente de haber participado
2016
Protagoniza el thriller político Marseille, primera producción propia europea de Netflix
El futuro
Los días sábado 17 y domingo 18 próximos actuará en el Teatro Colón. En 2017, se lo verá en Sólo se vive una vez, que filmó recientemente en Buenos Aires junto con Santiago Segura, Peter Lanzani y la China Suárez
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