Géraldine Schwarz: "Nadie imaginaba a mi abuelo como un monstruo"
En Los amnésicos, la escritora franco-alemana indaga en la complicidad de sus abuelos con el régimen nazi. En un año en el que abundaron los libros sobre el Holocausto, esta obra se destaca, en su búsqueda de recuperar la memoria, por contar cómo muchos civiles se beneficiaron del horror.
En la familia de Géraldine Schwarz siempre se habló de las primeras vacaciones de la abuela, de aquella vez en la que Lydia se embarcó en un crucero para conocer los fiordos noruegos. Para la Oma, que había perdido a su madre cuando tenía 12 años, que vivió en la pobreza, que luego vio morir a seis hermanos y cuyo único viaje había sido a la Selva Negra para pasar un año con unas monjas que la prepararon a los 15 en las sagradas tareas del matrimonio, aquel barco con restaurantes, pileta y hasta una peluquería no solo fue un lujo. Fue una promesa, la sencilla muestra de que la vida podía ser mejor. ¿Sirve entonces la anécdota como fundamento de la simpatía que sentía la abuela por el Tercer Reich? ¿Llegó a entender Lydia que el führer, aquel hombre que le regaló cinco días en ese coloso a ella y a otros miles de alemanes, fue un monstruo? Y, acaso, ¿es lícito juzgarla por no hacerlo?
Géraldine Schwarz creció escuchando esa historia, pero a medida que pasaban los años estas preguntas comenzaron a sonar en su cabeza, hasta que su formación como periodista las volvió prácticamente inevitables. Fue así como decidió meterse con un tema para nada sencillo, algo que podríamos caracterizar como la dimensión social o civil del Holocausto. Tal es uno de los principales ejes de su último libro, Los amnésicos, recientemente publicado en Argentina por Tusquets, en el que desanda su historia familiar con un relato que, sin embargo, trasciende esa biografía. Recurriendo a todo tipo de datos y escenas cotidianas, este ensayo plantea cuestiones tan complejas como la institucionalidad que tejió el nacionalsocialismo para construir su aparato criminal y el consenso social que logró, culminando con la revelación de un secreto familiar, el de la verdadera historia de sus abuelos.
"Definiría este libro como una pequeña contribución, una contribución a recordar y entender por qué es importante recordar", desliza Géraldine a través de la pantalla, desde Berlín –donde vive actualmente–, en un inglés con perfecto acento francés, esa especie de muticulturalismo que lleva en la sangre y del que habla inmediatamente. "Hay algo que me atraviesa de esa historia. Yo soy hija de franceses y alemanes, con lo cual soy hija de una reconciliación, soy hija de esa Europa. Pero eso es posible solo a partir de la memoria, no del olvido".
-¿Eso explica un poco la idea de cómo nació el libro?
-En realidad, estaba escribiendo sobre otro tema en 2016, y ahí comencé a pensar que había otra prioridad, la necesidad de recuperar una memoria. Para entonces sentía que el mundo y la idea de democracia bajo los cuales había crecido, sus valores como la libertad, el humanismo o la tolerancia, estaban en retroceso, a pesar de que eran respetados por la mayoría. Es decir, comenzaban a aparecer como un sinónimo de debilidad a la mirada de una gran mayoría, frente al crecimiento de un modelo autoritario y de los populismos de derecha. Es justamente hacia fines de ese año que Donald Trump es elegido. También tuvimos el Brexit, en mi opinión un símbolo de que estábamos en vías de olvidar por qué creamos Europa y por qué debemos seguir luchando para mantenerla.
-¿Y cómo comienza ese revisionismo familiar?
-Yo sabía que mi abuelo de la parte alemana había pertenecido al partido nazi. Pero en medio de la investigación descubro que no solo fue miembro del partido, sino que compró durante ese período su empresa a una familia judía a un precio muy bajo. La compra se realiza en 1938, momentos donde la situación de los judíos en Alemania era ya complejísima. Lo que expone cómo había gente que se beneficiaba de esa situación, de la desesperación. Y esto me condujo a otra pregunta acerca de cuánta responsabilidad les podemos adjudicar a quienes se beneficiaron. ¿Cuál fue la responsabilidad de la población alemana, de la gente común, en ese contexto? Muchos contribuyeron con esos crímenes sin mancharse las manos. Mi abuelo tenía un perfil muy común, nada que resaltara. Él podía ser cualquiera, no era un monstruo.
-La banalidad del mal…
-Nadie se lo imaginaba a mi abuelo como un monstruo. Él tenía su vida, con su familia, no era un [Josef] Mengele. Y creo, de hecho, que esa imagen de la monstruosidad no nos aporta lo suficiente si queremos aprender de la historia. La historia no solo se construye con los dirigentes o actores con poder.
-¿Y con qué sentimientos te has enfrentado ante ese hallazgo?
-Bueno, yo hasta ahí sabía que él había formado parte del partido nazi y que no era obligatorio, es decir que había sido su decisión. Pero cuando encuentro lo de la compra me pareció aun peor, porque el hecho de ser parte del partido también lo podía interpretar como una decisión estratégica en una situación muy difícil. De hecho, sabía que él no era un convencido. Con esto quiero decir, no que fuera algo de lo cual me deba enorgullecer, pero era algo con lo que podía lidiar. Pero ese hallazgo realmente cambió mi mirada sobre él… Sacar beneficio de esa situación. A esa altura creo que era lo suficientemente consciente de que lo que hacía era bastante inmoral, a pesar de que fuera completamente legal. Porque se había creado una estructura para esa compra de empresas judías, incluso los nazis habían impuesto esos valores muy por debajo del mercado. Pero los alemanes se resguardaban en esa legalidad, y creo que es un punto muy interesante para revisar hoy, como parte de los mecanismos utilizados para legalizar la criminalidad. ¿Qué pasa cuando lo criminal se vuelve legal? ¿Cómo medir la responsabilidad en estos casos?
-Es una pregunta compleja. Nadie puede cuestionar la arquitectura penal de los juicios de Núremberg. Sin embargo, ¿hasta dónde se aplicó el principio de justicia?
-Es muy complejo. Pero el trabajo sobre la memoria en Alemania no se basó en el castigo, en enjuiciar a esas generaciones como la de mi abuelo. Más bien apuntó al futuro… En el caso particular de mi abuelo, se sumó encima que una vez terminada la guerra él recibe una carta firmada por el único sobreviviente de esa familia judía donde le reclaman por esa compra. En realidad, son varias cartas, yo las encuentro en el altillo de su casa. Mi abuelo no solo había conservado las que recibió, sino también las copias de las que él había escrito. Y pude ver en su tono a la hora de responder cómo no aceptaba su responsabilidad. Para mí eso lo hizo más culpable. Recuerdo que algo similar le pasaba a mi papá…
-¿Qué?
-Él siempre decía que lo que lo mortificaba no era tanto que hubiera levantado el brazo aquellos años [se refiere al saludo nazi], porque probablemente él hubiera hecho lo mismo por temor, sino que después no reconociera su responsabilidad. Tal vez, como yo no conocí a mi abuelo personalmente, para mí fue más sencillo.
-¿Y se puede hablar de un interés en Alemania por revisar esta dimensión?
-Creo que sí. Durante los primeros años, Alemania había decidido olvidar porque era lo más conveniente. Nadie quería asumir ningún tipo de responsabilidad. El argumento era que se habían respetado órdenes, la obediencia pasó a ser el mayor fundamento. Y creo que de alguna forma fue porque todos reconocían que en parte algo habían tenido que ver con ese régimen. En cambio, la revisión empieza con la generación de mi padre, hacia los años 50 y 60. Allí nace la convicción de que era importante recordar para no repetir esa experiencia. La demanda entonces no es vertical, sino más bien surge desde abajo, de los hijos acusando a sus padres. El centro de esa memoria son los Mitläufer, el actor central en el que me detengo en el libro, aquellos que "siguieron la corriente" y que ponen en juego, justamente, la cuestión de la capacidad de elegir. Fue a través de la discusión de estas nociones que en Alemania se pudo construir una democracia sólida.
-¿Cuál fue el rol de la educación en ese proceso?
-Yo fui a una escuela alemana en Francia, y me atrevería a decir que –a diferencia del francés– el sistema alemán se preocupaba por formar a los chicos políticamente, en un sentido filosófico. ¿La mayoría tiene siempre razón?, me acuerdo que era un tópico que siempre discutíamos. O cuándo se puede desobedecer la ley… Es decir, no pasaba tanto por la enseñanza de determinados contenidos de historia, sino más bien por este tipo de debates éticos que ilustran esa historia. Y este camino ha hecho que Alemania, por ejemplo, sea tomada como modelo en Europa para la educación en memoria. Por el contrario, otros países como Italia se escondieron tras los crímenes nazis –porque los crímenes nazis fueron tan horribles que comparados con ellos parecía que los otros regímenes fascistas no hicieron nada– y en algún punto pueden pagar las consecuencias.
-¿En qué sentido?
-Sin historia, hay vacío, y la demagogia explota ese vacío escribiendo su propia historia. Creo que ese es el mensaje que busco dejar con el libro…
-¿Cuál?
-Que la mejor escuela de la democracia es la memoria.
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