Georgina Barbarossa: melodías de noches sagradas
Son dos muñequitos con música adentro; con esas canciones de cuna, que todavía suenan, la actriz dormía a sus hijos cuando eran pequeños
Una de las primeras cosas que Georgina Barbarossa les dio a sus hijos fue la música. Tenía que hacer reposo para no perder el embarazo y todo lo que hacía era rezar y escuchar Radio Clásica, mechada con los Beatles y Pink Floyd. Cada tanto, apoyaba la radio sobre su panza. Cuando sus hijos nacieron, colgó de la cabecera de las cunas dos muñecos de plástico, con cajitas de música adentro. En la de Juan, un elefante celeste; en la de Tomás, un pajarito rojo. Hoy los mellizos tienen casi 30 años, pero ella tira del piolín de estos muñecos y vuelven a sonar las melodías de Mary had a Little Lamb y Lullaby, de Brahms. Tal como en las noches en que acunaba a sus hijos dedicándoles, a cada uno, una de sus manos y toda su paciencia.
Para dormirlos así, Georgina tuvo que conseguir, además de los muñecos, una casa donde vivir y tiempo para darles. No resultó fácil. Acababa de volver de Florianópolis junto a su marido, Miguel El Vasco Lecuna. Habían dejado sus ahorros en un negocio fallido y debían volver a empezar con lo puesto. Eso incluía el embarazo, aunque aún no lo supieran. Cuando se enteraron, ella se obstinó en conseguir casa en lo que hoy es Palermo Hollywood. Un año antes había grabado allí unos exteriores de Juana va con Carlos Carella y Pepe Novoa, y quedó enamorada de las calles adoquinadas del barrio, donde la gente tomaba mate mientras pasaban carros tirados por caballos. “Cuando tenga hijos quiero vivir aquí, para que puedan jugar en la vereda”, pensó. Lo que nunca pensó es que esos hijos llegarían juntos.
De eso se enteró al quinto mes. Recuerda la fecha de la ecografía como si se tratara de su propio nacimiento: 23 de julio de 1987.
–¿Es un varón? –quiso saber El Vasco.
–No –respondió ella–. Son dos.
Después, mientras se tocaba la panza, Georgina los presentaría así: un hijo bolche, el de la izquierda; y otro, el de la derecha, de la Ucedé.
Alquilaron casa en la calle Costa Rica, entre Bonpland y Carranza. Había sido taller mecánico y estaba deshabitada desde hacía años. “Era la casa de Los locos Adams. De tan abandonada, habían crecido plantas en la verja. «No te preocupes –le dije al Vasco–, yo la voy a dejar divina.» En la pared contra la que pusimos las cunas de los chicos pegué una gomaespuma y, sobre eso, una lona a rayas. Quedó muy bien.”
Juan y Tomás nacieron el 4 de noviembre. Para entonces, Georgina había puesto en suspenso sus proyectos de teatro y televisión. Ella misma llamó a Héctor Alterio, coprotagonista de El búho y la gatita, obra de Bill Manhoff que, con dirección de Víctor García Peralta, estrenaría al año siguiente en el Regina. También habló con Gustavo Yankelevich, por los bolos que estaba haciendo en Mesa de noticias. Los dos le dijeron que le diera prioridad al embarazo y los primeros meses de crianza.
Cuando la obra se estrenó, volvía del teatro a su casa corriendo, para darles la teta a sus hijos. Los amamantaba pintada como una puerta, más cerca de la prostituta Dolly, su personaje en El búho y la gatita, que de la madre que los chicos conocían. “Con esa obra compré el termotanque y más estufas para esa casa tipo chorizo, de habitaciones enormes.” Al año siguiente no hizo teatro. “La noche con los chicos era sagrada. Quería bañarlos, alimentarlos y dormirlos.”
De aquellas noches de las que Juan, hoy baterista, y Tomás, fotógrafo y chef, no tienen memoria, quedan estos dos muñecos. Fueron primero regalo de Susana, la mamá de Georgina. Fueron después compañía y arrullo que conduce al sueño. La música de una secreta intimidad. Hoy, liberados de su función, son otra cosa. Algo que resiste el paso del tiempo. Como las melodías que llevan dentro y vuelven a sonar una y otra vez cuando se tira de la cuerda.