George Steiner, la cultura no humaniza
A los 71 años, el filósofo judío franco-norteamericano, de padres austríacos, que estudió en Nueva York, enseñó en Princeton y Cambridge, y escribió obras eruditas, se muestra implacable. Lejos de caer, su indignación ha crecido
¡Adiós, entonces, y sin pesar! No echaremos de menos, por cierto, a este siglo que por fin ha terminado. Y que fue, en todo el transcurso de la historia, aquel en el que el hombre se ha mostrado más salvaje, más abominable con respecto a sus semejantes. Si al mismo tiempo podemos acreditarle los avances más formidables del conocimiento y de la forma de vida, eso no implica contradicción alguna, sino más bien un interrogante: ¿debemos convivir con la idea de que el ser humano, a pesar de su apariencia de progreso, sigue encarcelado en su naturaleza profundamente bestial? ¿Que se trata de un hombre que, a pesar de la ampliación de su cultura, no es en realidad civilizado? El escritor y filósofo George Steiner ha convertido ese tema, desde siempre, en su objeto privilegiado de reflexión. Se lo podrá calificar de oscuro, pesimista, desazonante. Lo es. Pero, en este momento, ¿acaso tenemos otra opción fuera del pensamiento trágico?
-Abandonamos un siglo XX del que lo menos que podemos decir es que fue atormentado. Usted, que se ha pasado décadas observando a sus contemporáneos tomando como parámetro de análisis la cultura clásica, ¿qué panorama tiene del siglo que acaba de terminar?
-Ha sido el siglo más asesino de la historia humana... Las cifras son tan altas que resulta difícil comprenderlas. Los historiadores nos dicen que entre agosto de 1914 y mayo de 1945, perecieron 70 millones de seres humanos en las guerras, los campos de concentración, por tortura, deportación, hambre; y han hablado de 100 millones de víctimas del estalinismo... La barbarie no se desencadenó en Gobi ni en Arizona, sino entre Moscú y Madrid, entre Oslo y Palermo, y las dos guerras llamadas mundiales fueron ante todo guerras civiles europeas.
-¿La barbarie, entonces, fue en cierto modo hija de Europa?
-Las ideologías totalitarias, utopías de la muerte, que fueron el nazismo y el leninismo-estalinismo, tienen sus raíces en la historia de Europa. La cristiandad comienza con las grandes masacres de Renania, las cruzadas, la aniquilación de judíos y musulmanes. ¿Acaso eso debía conducir al Holocausto? Afirmarlo sería dar muestras de un determinismo un tanto ingenuo. Pero, a partir de ese momento, la masacre fue tema del pensamiento, fue conceptualizada... Todo eso es Europa. Posiblemente haya sido olvidado, pero fue Bélgica la que desencadenó la gran masacre del Congo belga (los especialistas hablan de 10 millones de víctimas). La tecnología de la limpieza racial, incluyendo el indecible horror de las mutilaciones sistemáticas, ya estaba en germen en esas primeras atrocidades perpetradas sobre el rey Leopold II. Pol Pot y Ruanda ya estaban anotados en el calendario. Voy a decirlo con solemnidad: este siglo nos ha hecho llegar al límite de lo que había de humano en la humanidad. Ahora sabemos de qué es capaz el hombre.
-¿Antes no lo sabíamos?
-Al ver las carnicerías de Paschendaele, en 1917, y la del Somme, en 1916, tendríamos que haber empezado a entenderlo. De todos modos, estoy convencido de que el número de personas que sabía lo que estaba ocurriendo en Auschwitz era muy reducido. No, no se sabía que era posible escuchar Schubert a la noche y torturar a un ser humano la mañana siguiente. Sólo algunos espíritus de la sombra, como Dostoievski, lo habían presentido. Al final de su vida, Sartre dijo: "¿Saben quién quedará de todos nosotros? Céline". Y en efecto hay, en la infamia de Céline, esa mirada: él también lo sabía. Nadie más quería emprender ese Viaje al fin de la noche.
-Esa derrota de la Europa civilizada es para usted la derrota de la cultura.
-Sí. La educación, la cultura filosófica, literaria, musical, no lograron impedir el horror. Buchenwald está a algunos kilómetros del jardín de Goethe. Parece que en Munich, durante la Segunda Guerra Mundial, desde la entrada de la sala de concierto donde se ofrecía un soberbio ciclo de Debussy, se alcanzaban a oír los gritos de los deportados que eran embarcados en los trenes que los conducirían a Dachau, situado muy cerca. No se vio a un solo artista que se pusiera de pie y dijera: "No voy a tocar, porque sería un ultraje para mí mismo, para Debussy y para la música". Y ni por un instante decayó el nivel de la interpretación. ¡La música no dijo que no!
-¿La bella idea de cultura nacida de la Ilustración, no sólo fracasó en su cometido de humanizar el mundo, sino que además lo alejó de esa meta?
-Exactamente. Al final de mi vida, ésa es mi pesadilla. Humanizar al hombre por medio de la cultura era la gran promesa de la Ilustración. "A medida que decaigan las creencias religiosas -afirmó Voltaire-, los odios se disiparán." Pero el fin de las creencias resultó ser un proceso mucho más peligroso que las previsiones de los filósofos. A falta de infierno, hemos aprendido a edificarlo y a hacerlo funcionar en la tierra. No sólo sufrimos una crisis de la cultura, sino también una renuncia a la razón. La promesa de la Ilustración no se cumplió. Las bibliotecas, los museos, los teatros, las universidades, pueden prosperar perfectamente a la sombra de los campos de concentración. Ahora lo comprendemos: la cultura no nos vuelve más humanos. Incluso puede insensibilizarnos a la miseria humana.
-Y justamente usted es quien lo afirma... ¡Usted, que consagró su vida a estudiar y enseñar humanidades!
-Para mí, la función humanizante de las ciencias humanas debe ponerse seriamente en duda. Las humanidades, las letras humanas... ¡Qué palabras tan soberbias! ¡Qué ironía! ¿En qué se han convertido esas humanidades? Cuando yo era estudiante en el liceo de Janson-de-Sailly, un profesor nos leyó esta frase de Alain: "Toda verdad es el olvido del cuerpo". ¡Eso les enseñamos a los chicos! Sé perfectamente que Alain utilizó esa frase como un exceso ultraplatónico, pero esa doctrina se insinuó en mí, y desde la infancia me dejé invadir por el vértigo de la abstracción. Debo decirlo: cuando me pasaba el día estudiando Rey Lear o Las flores del mal y volvía a la noche todavía bajo el influjo de esa trascendencia... bien, no escuchaba para nada los gritos de la calle. En la alta cultura hay una fuerza tal que las verdaderas miserias humanas, triviales, vulgares, caóticas, tienen menos poder. Las lágrimas de Cordelia son más inmediatas, más reales que los gritos de la calle. La estética, la belleza, una página de Shakespeare, de Kant, de Descartes, de Hegel o de Bergson hacen que se bata en retirada una parte de la realidad cotidiana. Entonces, después de haber enseñado durante cincuenta y dos años, me pregunto ahora: ¿sabía lo que hacía? ¿Podemos establecer verdaderamente un nexo entre la alta cultura y una conducta más humana? Me planteo sin cesar esa pregunta.
-¿Y tiene una respuesta?
-En el transcurso de mi vida, me he encontrado con cinco o seis estudiantes más dotados que yo, más creativos. Un día, en Cambridge, una de mis estudiantes, la primera de la promoción, me dijo: "Me horroriza todo lo que me ha enseñado, detesto todo lo que usted representa, no quiero volver a escuchar hablar de cultura nunca más, y me marcho a China como médica". Unos años más tarde, fui invitado a Pekín, y el embajador de Gran Bretaña me dio noticias de esa mujer. Efectivamente era médica en una aldea que no tenía electricidad ni agua corriente. Y, bueno, probablemente ella haya sido mi único éxito.
-¿Qué lo condujo a esa toma de conciencia?
-Uno de los hitos fundamentales fueron los acontecimientos de Camboya. Por televisión nos anunciaron que Pol Pot había enterrado vivas a 100.000 personas. Aquel día, en Estados Unidos, en Rusia, en Israel, en Francia, todos tendríamos que habernos puesto de pie y decir: "¡No! ¡Treinta y cinco años después de Auschwitz, no podemos volver a mirarnos al espejo si permitimos esto! ¡Qué importan los intereses jurídicos o geopolíticos de esa bolsa de gatos que es Camboya, debemos detener esto porque somos seres humanos!" Decir eso tal vez hubiera cambiado la historia del hombre. Pero no. Nada de eso. Escribí a gente influyente de Israel, para movilizarlos. Nada. Y mi querida Gran Bretaña siguió vendiendo armas subrepticiamente al Khmer rojo. Es posible que actualmente el sufrimiento se perciba de manera diferente, porque es inmediatamente conocido, visto, oído. Hoy estamos mejor informados que nunca. Los medios nos convierten en testigos. Pero de ser testigos hemos pasado a ser cómplices. Toleramos lo insoportable.
-En el transcurso de la historia, algunos han sabido decir no.
-Los grandes no a la barbarie han sido dichos por la gente que llamamos simple. "La gente simple, que no lo es jamás", ha dicho Bertolt Brecht. Algunos individuos magníficos percibieron la enorme dimensión del abismo: Simone Weil, que tuvo la alucinación de la verdad, como un rayo de sol, o más bien de noche, sobre el cerebro humano; Robert Antelme, Primo Lévi... Pero eso no detiene las masacres en los Balcanes ni la aniquilación de niños.
-¿Entonces debemos enterrar, junto con el siglo, la Ilustración y la idea del progreso salvador?
-¿Acaso no es ésa nuestra deuda después de lo que acabamos de hacerle al hombre? ¿Podemos seguir como si nada hubiera pasado? El salto que ha dado la ciencia, la tecnología, la medicina, es sin duda considerable. Pero la historia ya no es una progresión. Ahora estamos más amenazados que nunca, nosotros, hombres y mujeres del Occidente civilizado, desde fines del siglo XVI. Debemos retomar las bases fundamentales de la tradición occidental, reconstruir nuestro sistema de valores. No hay nada más difícil que luchar contra el salvajismo humano revelado por Freud, Nietzsche, Kant. "Todas las civilizaciones son mortales", dijo Valéry. Y yo agregaría: y también todas las éticas.
-¿Qué ética, aunque sea efímera, podríamos reconstruir para el nuevo siglo?
-La que reafirmaba nuestra alta cultura era la teología. Finalmente, la hipótesis de Dios reforzaba los valores, incluyendo los estéticos. Pero si la gente es cada vez menos creyente, habría que encontrar una moral del hombre, una moral sin Dios, sin decálogo, para auxiliarnos. Habría que decir: "Estamos solos sobre la tierra, con los animales; eso es todo lo que nos queda". Si no hay vida después de la vida, ¿podemos crear una ética secular? Otra vez son los grandes escritores quienes nos enseñan el camino. Al final de La condición humana, de Malraux, uno de los dos comunistas, que sufrirá una muerte atroz, le pasa la píldora de cianuro al otro para evitarle sufrimientos. Actúa en nombre de una moral que afirma que el hombre es responsable de su dignidad última. Tenemos las bases, entonces, pensadores de la soledad del hombre sin Dios, los grandes filósofos clásicos ateos.
-¿Una nueva moral atea, que sería esclarecida por las infamias del siglo XX?
-Malraux dijo: "El siglo XXI será religioso o no será". Me atrevo a contradecirlo: me temo que, si este siglo es religioso, no será nada. Espero que haya hombres para pensar nuestra condición humana, no nuestra condición trascendente. ¡Que el fanatismo ideológico se convierta en el pecado original! Estamos adelantados al lenguaje humano, afirma Heidegger, todavía no hemos empezado a aprender a pensar y a hablar.
-¿De dónde se podría tomar esa nueva moral?
-Tuve la oportunidad de vivir en la Universidad de Princeton y en la de Cambridge, rodeado de príncipes de las altas ciencias. En las letras, engañamos de la mañana a la noche. En ciencias, nada de engaños: si alguien finge está acabado. Comparada con la anatema del mundo científico, la excomunión medieval no era nada. Creo que en las ciencias se puede encontrar una moral de la verdad, una poética del mañana, un sentido del porvenir que podrían ser los gérmenes de ciertos criterios de excelencia humana.
-La ciencia siempre termina por hacer todo lo que puede hacer. Pero podemos temer que, al igual que la música, no sepa decir que no.
-¡Usted es aún más pesimista que yo! Es cierto que algunos investigadores piensan que el Nobel bien vale una misa. Pero algunos que yo conozco demuestran poseer un alto nivel de inquietud y de rigor. ¿Y cómo hablar de cultura, hoy, sin científicos? ¿Cuándo estamos a punto de poder reemplazar las partes de la corteza cerebral, de qué sirven el yo, el ego? Finalmente, Rimbaud regresa en toda su gloria: "Yo soy otro". En 1993, cuando el matemático Andrew Wiles resolvió el gran teorema de Fermat, mis colegas, ebrios de excitación, me dijeron: "¡Es tan bello! Ha elegido el enfoque más bello". Para los matemáticos, la palabra belleza tenía un sentido concreto que yo no podía entender.
-Está usted muy alejado de sus queridas humanidades...
-A los 71 años, uno trata de plantearse las preguntas esenciales. Ese es, por otra parte, el propósito de la práctica judía: interrogarse, con frecuencia encontrarse culpable y tratar de ser un peregrino de la vida. Tenemos, me parece, la responsabilidad, dura y triste, de preguntarnos: "¿En qué fallaron las cosas?", un poco como la autopsia que se hace después de un tratamiento inadecuado. Allí donde nos fallaron los sistemas filosóficos, la ciencia sigue activa. Nos enfrentamos a tres grandes desafíos: la creación de la vida in vitro, que va a cambiar la jurisprudencia; la política; la filosofía; el análisis de la conciencia humana en tanto mecanismo neuroquímico, y finalmente la teoría del universo de Stephen Hawking y sus colegas. Comparado con eso, ¿qué es un premio Goncourt? ¿Qué es el posestructuralismo o la posmodernidad? Volvemos a aquella gran frase terrible: "El resto es literatura".