Georg Miciu: el pintor de la Patagonia
Se volcó al arte de muy joven y viajó por el mundo con sus pinceles a cuestas. Pintó el sur argentino durante casi 40 años y hoy, establecido junto a su familia en San Martín de los Andes, cosecha los logros de una carrera atípica
Cuando Georg Miciu Nicolaevici llegó a París, una crítica de arte, directora de una importante revista, le devolvió una carpeta con muestras de su obra y exclamó: "Qué lástima, tanto talento desperdiciado". ¿Por qué?, preguntó el joven pintor. "Porque la vida no es bella", fue la respuesta.
–Al principio no la entendí –cuenta Miciu–. Después nos hicimos amigos y visité su casa, uno de esos típicos áticos parisinos, donde vivía sola con dos hijos de mirada triste. Era escultora y me mostró su obra, de mucho morbo. Bien, esto es lo que ella vive y lo transmite con valentía, me dije. ¿La vida es bella? Sí, pero hay que vivirla como la vivo yo.
Semejante afirmación puede resultar políticamente incorrecta en ciertos círculos, pero Miciu siempre supo cómo quería vivir. Eso se advierte apenas se ingresa en su casa de las afueras de San Martín de los Andes, donde vive con su mujer y sus nueve hijos: el piano en el centro del living, varias guitarras ordenadas, las paredes tapizadas con sus cuadros y más allá su atelier, un ambiente amplio con fondo vidriado que disuelve el límite entre el adentro y el afuera, entre la intimidad de la casa y el bosque.
Todo eso –ese mundo en armonía– es paciente construcción, el final de un camino en el que el artista puso a prueba su resistencia (para nadar contra la corriente) y su convicción (para superar la indiferencia y hasta el desdén). "Tenés que independizarte de los galeristas", le había advertido su padre, Konstantino, también pintor. Miciu siguió el consejo y no resultó fácil, pero siempre vivió de sus pinceles. Hoy es tenido como el pintor de la Patagonia, y su casa es visitada por muchos turistas –especialmente extranjeros– que llegan a San Martín y se interesan por su obra, en la que la naturaleza, el trabajo del hombre y sobre todo la luz condensan momentos fugaces que el artista plasma con espátula y generosas manchas de óleo.
–Cuando me preguntan si tengo premios yo digo que sí, casi uno por mes, porque de otra manera no comemos –dice–. En la Argentina no se puede vivir de la pintura; vivimos por la gracia de Dios. Vendiendo cuadros, sí, pero eso es un detalle.
Aprendizaje
Miciu nació en 1946 en Bludenz, Austria, y llegó al país a los cuatro años junto a su familia. Iniciado por su madre en la música, apenas salido del secundario se inscribió en el Conservatorio de La Plata, donde tuvo como maestro a Adalberto Tortorella. Después de cinco años abandonó el estudio del piano para volcarse de lleno a la pintura, pero había aprendido algo.
–Tortorella me enseñó a usar la técnica en función del arte, y no al revés –cuenta–. En la pintura fui autodidacta. Salía al parque Pereyra Iraola a pintar y mi padre nunca me daba una lección formal, pero sí consejos. El mejor: que no tirara ninguna obra. Eso me ayudó a respetar lo que iba saliendo, a veces algo que mi prejuicio no me permitía apreciar. Me dijo que no trabajara en el atelier sino afuera, como los impresionistas. Pero, al contrario de los impresionistas, yo andaba solo, huraño. En los veranos me echaba al hombro el equipo de acuarelas y me iba de mochilero a los bosques del Sur. Ahí, en los bosques, me dije: así es como quiero vivir, después veremos cómo hacer esto rentable.
Los viajes fueron su escuela. Con los pinceles a cuestas, recorrió América latina a dedo. Después viajó por Estados Unidos, donde pintó más de cien óleos de todo el país, la enorme mayoría al aire libre. "Paraba en casas de familia, por recomendaciones, y mi forma de pago era hacer retratos de los hijos; desarrollé así la técnica del retrato a la acuarela, rápido y fresco."
Después de recorrer Europa durante un año, Miciu se casó, a los 29, con Nelly Dowhun, a quien había conocido cuando pintaba en el parque Pereyra Iraola. Se estableció en Granada por ofrecimiento de un marchand, que le organizó una treintena de exposiciones en toda España; mientras tanto, llegaban los primeros hijos y él pintaba al campesino andaluz y perseguía el esquivo verde-gris de los olivares. Es curioso: Miciu no distingue los lugares donde vivió por el clima o la idiosincrasia de la gente, sino por la cualidad de la luz. "Tengo la teoría de que en Andalucía el aire tiene polvo en suspensión que los vientos traen del Africa, del Sahara –dice–. Eso hace más densa la atmósfera; por eso el paisaje allí es tan plástico."
Algo parecido encontró en Villa Giardino, Córdoba. Hacia allí enfiló con su familia cuando, en 1980, volvió de Europa y su obra no tuvo eco en las galerías porteñas. En plena sierra, en un paraje donde sólo había un matrimonio de artesanos hippies, invirtió en dos hectáreas y a pulmón fue construyendo la casa. Cuando hubo que pensar en la movilidad, no dio más que para un sulky, al que decoraron con luces y campanitas. Los turistas les sacaban fotos cuando pasaban camino del pueblo.
–Allí fuimos el segundo clan de hippies –dice Miciu, y cuesta poco imaginarlos como una especie de familia Ingalls más numerosa–. En la sierra se produce lo que se llama la luz de la sombra. Las nubes dejan pasar la luz del sol, pero al mismo tiempo los reflejos rebotan en ellas y así la luz cae también dentro de la sombra, enriqueciendo los colores; algo muy atractivo para un pintor.
Miciu volvió a empezar de abajo exponiendo en lugares alquilados, en bancos, y con quien considera un galerista atípico: Carlos Fader, sobrino nieto del pintor. Hasta que se hizo de un nombre. "La gente empezó a llegar hasta el atelier, arriba de las sierras. Entonces abrí una sala permanente con mi obra, por la invasión. La mía había empezado a ser una casa muy concurrida."
Pero, claro, los chicos crecieron y empezaron a dejar las sierras para desparramarse por las ciudades vecinas. Habían pasado allí más de diez años y Miciu y su mujer decidieron que era hora de mudarse. ¿Dónde? El Sur, viejo amor, donde sobra naturaleza y donde los chicos tendrían a mano una universidad. Buena parte de ellos, sin embargo, heredaron la inclinación artística de su padre, que alrededor de la casa principal construyó pequeñas cabañas para albergar los talleres de Emaús (pintor), Eliseo (fotógrafo) e Isaías (hace marcos y dorado a la hoja).
–¿Por qué nombres bíblicos para los hijos?
–Las teorías que tenía para educarlos se fueron cayendo. Pero encontré una guía en la Biblia, en el libro de los Proverbios, que es como un manual de instrucciones.
–¿Sigue alguna religión en particular?
–Huyo de las religiones. Mi padre fue educado como ortodoxo griego y después pasó al protestantismo, pero yo me he salido de cualquier religión. Trato de ser cristiano, pero eso es una vivencia, no una doctrina.
Desde el atelier, uno mira el bosque y supone que, para un pintor que eligió consagrar su arte a la naturaleza, aquél debe de ser el mejor de los mundos. Pero no es tan así. "Aquí el aire es tan límpido que el paisaje tiene colores fríos, azules, muy puros, y eso es interesante para un fotógrafo, pero no para un pintor. Yo busco unir los colores, no separarlos. Encontré la clave pintando la estepa, más allá de Junín y del río Aluminé. Aprendí a ver todo esto a través de un filtro cordobés o andaluz", se ríe.
Todo está en el ojo. Para entrenarlo, desde hace años Miciu se interna durante días en el bosque a pintar. Tiene una camioneta Dodge con un cubículo de plástico transparente –una especie de papamóvil– donde arma el caballete y pinta en pleno invierno sin que se le congelen las manos. Con esa suerte de casa rodante, y junto a sus nueve hijos, el último verano partió de viaje rumbo a Ushuaia por la mítica ruta 40 para devorar más de 6000 kilómetros llenos de aventura.
Salimos al providencial rayo del sol para las fotos. Cuando el cronista –como suele pasar en lugares así– sospecha que para vivir una vida bella hay que dejarlo todo y venir a respirar estos aires ingrávidos donde el color estalla, un comentario del pintor matiza tanto ese pensamiento como la afirmación que abre la nota: "Se viva en el bosque o en la ciudad, los problemas del hombre no cambian. Estamos todos hechos de la misma pasta".
Georg, el libro
"Este libro narra, en imágenes y palabras, mi trayectoria de artista, mis conclusiones respecto del arte y mi vida de hombre." Así define el pintor al libro Georg, que presentó en el Museo de Arte Decorativo en junio pasado y que lleva prólogo de Alberto Bellucci, director del Museo Nacional de Bellas Artes. Las páginas del volumen recorren todas las etapas del artista, con textos propios que indagan en el proceso creativo de muchas de las obras y comentarios de diversos críticos. Fruto de dos años de intenso trabajo, el libro también incluye obra del padre del pintor, Konstantino Miciu Nicolaevici; de su hermano Demetrio (pintor) y de sus hijos Emaús (pintor) y Eliseo (fotógrafo). "El libro es, al mismo tiempo, una rendición de cuentas y una ofrenda", dice Miciu. Más datos, en www.georg.com.ar