En el flamante libro La final, historia de un partido que cambió dos vidas , el periodista Alejandro Prosdocimi reconstruye con precisión quirúrgica la mítica final de Roland Garros y revela algunas claves de su sorpresivo desenlace.
Eran como las tres menos diez de la tarde cuando ingresé al estadio y me ubiqué en un lugar no común para la prensa escrita, junto con el equipo de compatriotas periodistas bien cerca de la cancha, en una de las cabeceras, al lado del corralito de entrenadores y familiares, a escasas butacas del módico equipo de Gaudio (el entrenador Franco Davin, el preparador físico Fernando Aguirre, los managers Olindo y Patricio Apey junior y Martín Cetra, su amigo) y no mucho más lejos del más numeroso grupo de Coria, ubicado unos metros más a la izquierda, más hacia el lado del palco oficial. Ocupábamos asientos especiales, lejos del palco de prensa, reservados todos los años para los periodistas que pueden darse el lujo de ser compatriotas de los finalistas. Era la primera vez que nos tocaba.
[…]
Desde los primeros minutos viví el partido en estado de tensión. No me importaba realmente quién ganara. Me preocupaba, como un embajador de los protagonistas, que las cosas salieran bien, que los jugadores entregaran una performance perfecta, que la copa se la dieran al tenis argentino tras un partido memorable y que el mundo hablara de una pampa de campeones. En ese momento no tenía presente los beneficios que podría llegar a traerme la apuesta que había hecho por Gaudio. Como decía, me sentía un embajador o un vendedor de petisos de polo. Como si la final la jugaran un bife de chorizo contra un bife de lomo: no hay mejor que lo argentino, vean. Ustedes tendrán tecnología, desarrollo, recursos y grandes escuelas formadoras de talentos, pero en la pampa fértil proliferan naturalmente los mejores cortes y los grandes campeones. Carne argentina de calidad excepcional.
Ya dijimos que no debe haber sido fácil para ninguno de los dos encarar el día más importante y especial de sus carreras compartiendo la foto con un vecino del barrio con el que había tanto mar de fondo, tantas fotos viejas fuera de foco del otro lado de la red. París era la cima del mundo, pero tenía ese detalle que manchaba el momento sublime, que daba para que ambos pensaran: «Justo el día de la alfombra roja la tengo que compartir con este tipo tan asociado a recuerdos de los arrabales, de la mugre del tenis…». Después de un peloteo tenso y la presentación de los jugadores con los gritos descolgados de los hinchas argentinos alentando a uno o al otro (¡Vamo Guille! ¡Vamo Gato!) comenzó la función. La diferencia de nivel que percibí a partir de los dos o tres primeros peloteos fue inquietante. Coria entró en rollers a la cancha, como si llevara una hora y media jugando. Volaba. Su cuerpo flaco, elástico y afinado no iba detrás de la pelota, la atraía, anticipando cada destino, ejecutando un número de película absolutamente planificado, yendo de lado a lado con sus patitas de tero casi sin apoyar la suela por completo sobre el polvo de ladrillo y depositando los tiros por todos los rincones sin el menor esfuerzo, sin verse apurado o sorprendido, como si estuviese jugando la repetición del partido. Era impresionante. «He just floats around the court», se asombraba Frew McMillan, el legendario doblista sudafricano de los años setenta, exnúmero uno del mundo de la especialidad en 1977, que ejercía en ese momento como un atildado comentarista de tenis para la cadena de cable Eurosport. «Flota por toda la cancha.» Experto, con una mirada entre psicológica y filosófica del juego, McMillan ponía el foco en el aspecto cinético: los movimientos, lo ligero y liviano que era Coria, preguntándose ya de movida si habría habido en la historia un finalista y posible campeón de Roland Garros más flaco que Coria: «Porque Michael Chang tenía su misma altura, pero el doble de músculos».
Gaudio padecía el momento. Era lo opuesto al espabilado Coria: duro, un poco dormido, más clavado en los talones que en la punta de los pies. Como un trasnochado, con resaca, que necesitara un café doble. Los tiros se le quedaban cortos o se le iban muy largos, y el Mago lo paseaba.
Coria volaba y lo lastimaba con todos sus tiros, revés, drive y los drops. Estaba lúcido, alerta, intenso. Llegaba antes a la pelota y además dominaba el sonido de la escena con sus gemidos.
En lugar de pensar cómo jugar el siguiente punto, el tipo se había quedado duro pensando cómo corno no pasar a la historia como uno de los finalistas más bochornosos de Roland Garros. Arriesgaba de más, se iba a la red con pavadas y era humillado con passings y globos. Tuvo un 40-0 en el quinto game con su saque y se apuró para definirlo. Armaba juego con concepto, pero le faltaban precisión y paciencia para definir los puntos ante el mejor defensor del mundo. Con un drop largo o una volea poco esquinada traicionaba Gaudio un punto bien jugado desde el principio e invitaba a Coria a contragolpes ejemplares y humillantes. A veces, la impaciencia saboteaba el revés paralelo, su mejor tiro, y lo hacía apresurarlo, pegarlo mal afirmado, para fallarlo. Para colmo, en el repertorio de Gaudio no había golpes categóricos. Todo era armado y virtuosismo en la administración de recursos más relacionados con la precisión y la técnica que con la potencia. Un laborioso tejido que poco daño le hacía a su rival, porque lo estaba haciendo apurado, sin esperar el momento justo para atacar o presionar. «Es raro que te lo diga», confiesa Gaudio hoy en día, «pero en ese momento yo sentía que tenía la ventaja jugando contra él porque Guillermo era el gran favorito y arrastraba toda la presión. Yo sabía que no le gustaba jugar conmigo por muchos temas. Por eso pensaba que mi única chance era hacerle un partido lo más parejo posible para que él se complicara para definirlo. Por eso ese arranque mío fue trágico, estaba muy bajoneado porque ni siquiera me podía divertir».
Mientras se tomaba su tiempo con sus dilemas, quedó seis cero y dos cero abajo en un parpadeo. Coria volaba y lo lastimaba con todos sus tiros, revés, drive y los drops. Estaba lúcido, alerta, intenso. Llegaba antes a la pelota y además dominaba el sonido de la escena con sus gemidos. Sus exhalaciones imperaban, eran las de un jefe. Su lado de la cancha parecía mucho más chico que el océano de polvo que se lo tragaba a Gaudio en un laberinto de dudas. Recuerdo a Franco Davin con las manos haciendo corneta y recordándole vanamente un truco mental para relajarlo: «¡Como en el interclubes! Divertite, jugá como un sábado en el interclubes». Esa indicación, que parece alucinada, tiene mucho sentido para los que han jugado al tenis o a algún deporte individual de precisión (se me ocurre el golf también), pero no es tan fácil de decodificar para aquellos que no. Ocurre que cuando los nervios le ganan al pulso, el cuerpo se pone una pizca más lento, el aire no llega al diafragma y por lo tanto el sistema nervioso no activa la llamada respuesta de relajación del organismo. Como resultado de esto, las piernas no se afirman al piso, el brazo se contrae y las articulaciones se endurecen, lo que provoca que la técnica no opere tan limpia sobre los tiros porque en definitiva no se les está transmitiendo, por falta de soltura y coordinación, la misma energía y velocidad. Algo así como barajar un mazo de cartas con guantes de invierno. Todo transcurre más torpe y con menos agilidad, en un deporte que requiere estar fuerte para la reacción, los traslados y los apoyos del tren inferior pero liviano en las ejecuciones de los golpes. Los tiros de un jugador «atrapado» mentalmente son más erráticos y fáciles de alcanzar para el rival. Se genera menos efecto, no se lastima. Como asistir a un tiroteo con balas de fogueo.
Desde la parte técnica y psicológica se trabaja mucho en las rutinas para evitar estas zozobras. «Habíamos trabajado en la pretemporada rutinas de respiración y focalización entre punto para acomodarle la carga emocional a Gastón», recuerda el psicólogo Pécora, «porque a él le pasaba que competía de acuerdo a cómo se sentía, pero en ese comienzo de la final mucho no podía hacer porque la situación era única.» Se procura generar oasis mentales en el tenista, abstracciones placenteras –hay quienes las llaman visualizaciones– para que la presión de estar jugando por la gloria y tantos centenares de miles de dólares no lo abrume y lo consuma, como ocurría con Gastón Gaudio en ese fulminante 0-6 del primer set. De ahí que su entrenador intentara desesperado generar el flashback hacia una memoria más simple, despojada de drama, de estar jugando un partido de interclubes para buscar un punto de fuga de esa final tan angustiante. Pero no daba resultado. La condición emocional viajaría mucho más rápido que las respuestas físicas todo el partido. Y no solo para Gaudio. No se trataba solo de la final de Roland Garros. Sino de jugar la final de Roland Garros justo contra ese. El otro, el menos deseado.
En el segundo set Gaudio se afirmó un poco, se serenó, mejor dicho, y entró en un ritmo menos taquicárdico, intentando con un poco de paciencia armar los puntos. Construirlos en lugar de malgastarlos por atolondrado. Planteaba las jugadas sin tanta desesperación, evitando avances suicidas a la red en la tercera pelota para facilitar el festival de passings y globos del Mago. Al menos lo veíamos hacer el esfuerzo de no sacarse el partido de encima. Pero Coria no cedía. Se manejaba como pez en el agua y crecía con el quiebre emocional de su rival, como si disfrutara de una agonía lenta. Quebró el saque de Gaudio en el primer game, mantuvo el suyo en el segundo y el asunto quedó reflejado en un lapidario 6-0 y 2-0 en el tablero en 34 minutos. Resignado, Gaudio fue a sacar en el tercer juego con los hombros bajos y una actitud de evidente fastidio. Un rato antes le había ofrecido su raqueta a Davin ante una indicación del coach, como diciendo: «Bajá vos a jugar porque yo no sé qué carajo hacer». En ese trance desesperado, ganó su primer game y detuvo la hemorragia absoluta de pálidas al menos por dos minutos. Se puso 30-0 con dos primeros saques que provocaron devoluciones largas de Coria; 40-0 con un peloteo que terminó dominando sobre el drive de su rival y cerró el juego corriendo un drop sorpresivo de Coria y generando un rasante y perfecto contradrop para la ovación del estadio. Ahora sabemos que aquel no sería el último contradrop ni la última ovación para él en esa tarde.
Ese game resultó ser apenas un amague de reacción, pero la partitura siguió dominada por la varita de Coria, quien se paraba en el medio de la cancha y desparramaba una intensidad muy dominante, desde sus gritos hasta los saltitos para tomar el centro del campo. «¡¿Todas se me van hoy!?», bramó un Gaudio histérico tras tirar largo un revés –sí, su impecable revés– por segunda vez en un game. Volvió a apurarse y Coria a divertirse con globos perfectos ante esas subidas kamikaze de su rival. Después de todo, ganaba 6-0 y 5-1 en 49 minutos de juego: 24 para el primer set y 25 para lo que iba del segundo. Gaudio, que no paraba de enviar raquetas a encordar en el cambio de lado seguramente buscando con mayor tensión controlar un poco la pelota, fue a sacar con vergüenza, rendido, como cumpliendo con una obligación profesional y punto. Ese game, el número 13, lo jugó a un todo o nada, acelerado, como para acabar la agonía. Quedó 30-15 a favor y en el punto siguiente salió a pegarle desde la segunda pelota: un revés tremendo, y ante la defensa flotante de Coria, una volea de drive con top pegada desde atrás de la mitad de la cancha que le salió al medio, Coria lo invitó a volear y la volea de drive de Gaudio flotó medio metro más allá de la línea de fondo. La impotencia se reflejaba como nunca en esa jugada, donde Gaudio trataba de perforar a Coria con un estilo que no era suyo y unas elecciones muy poco propias. Como si disfrazándose de otro jugador fuese a lograr algo que jugando como Gaudio esa tarde le parecía imposible. En el siguiente punto siguió jugando como un juvenil recalentado, un tenis tartamudo, de eyaculador precoz: probó con saque y volea y terminó haciéndole la vista a otro globo maravilloso de revés con top spin de Coria. Estuvo, así, a un punto de quedar 6-0 y 6-1 abajo, y en el punto siguiente, en pleno peloteo, tiró un drop displicente, en la tercera pelota, para confirmar la catástrofe. Pero el Mago, tal vez relajado por la facilidad de las cosas, llegó y la tiró larga. Llamativo error.
La gente ya en su totalidad lo iba empujando de a poquito. «Fiú fiú fiú… Gaudió!; fiú fiú fiú… ¡Gaudió!», bajaba de las tribunas. Cuando logró conservar su saque con uno de los primeros peloteos largos y bien jugados que ganó en el partido y fue a sentarse a la silla, el cantito ya se propagaba y era una causa común entre los 15 mil espectadores que suplicaban algo así como «tenemos que empujar un poco a este muchacho o este partido se nos acaba en una hora y media».
[…]
Tras un cambio de lado con el aliento de la gente cayéndole como un refresco, Gaudio se afirmó y produjo su mejor tenis para quebrar por primera vez a Coria. Ahora se tomaba un segundo de más para armar la jugada y le volcaba el peso del cuerpo a la pelota para ir abriendo los primeros surcos a lo ancho sobre la defensa infalible de su elástico rival. Con el score 3-5 hizo una doble falta y quedó 0-30 cuando Coria le defendió de una manera difícil de creer, corriendo como una liebre de lado a lado, un punto que el Gato tuvo ganado dos veces. Quedó 0-40 con un revés apurado tirado largo sin forzar y perdió el segundo set, o mejor dicho Guillermo se lo ganó paseándolo por toda la cancha y terminando con un drop de drive paralelo que picó tres veces antes de que Gaudio pudiera llegar a la pelota. Un Coria brillante aplastaba a un Gaudio ausente. Cuenta la leyenda, aunque por supuesto todos lo niegan on the record, que cuando iba hacia el cambio de lado el Mago, amo y señor de toda la situación, se tomó un tiempo para mirar al banco de Gaudio y, cuando se produjo el contacto visual, dedicarle una visita de la mano izquierda a su entrepierna a su exentrenador Davin.
Porque claro, no alcanzaba con el partido de tenis. Había mar de fondo. En las primeras páginas decíamos que para poder hacer este libro era necesario que aquel que no podía ganar jamás ganara después de haber estado perdido, y que aquel que no podía perder jamás perdiera después de tener el partido ganado; hay que hacer un registro de las toneladas de carga anímica, el revanchismo, que terminarían copando la escena. La final se jugó con las tripas. Gaudio luchaba para escapar de su miedo y Coria, dominante, se inflaba y cargaba adrenalina ajustando algunas viejas cuentas. Dos tenistas encarnando el dramatismo y la flema nacionales. El autoflagelo argento, esa manera agónica de vivir las cosas que apenas deja respirar, llegaba a pleno a la final de Roland Garros, un escenario acostumbrado a duelistas mucho más civilizados y a pulseadas menos arrabaleras. La locura del «que esta tarde cueste lo que cueste…».
(…)
Se escurrieron los dos primeros sets de la final y los que disfrutaban a lo loco con la película eran Coria, su grupo numeroso y sus miles de hinchas en el país. A los que esperábamos un partido legendario, nos quedaba gusto a nada, porque Gaudio apenas había llegado a plantarse en los tres o cuatro últimos games del segundo set. Recuerdo que miré a la tribuna de periodistas del lateral, la que ocupábamos siempre, y me pareció ver a varios colegas italianos y alemanes reírse y salir caminando con gestos categóricos hacia la sala de prensa. Conocía la situación. Creían que el partido ya estaba liquidado y apuraban el trámite para ir a escribir las crónicas rápido mirando el tercer set, que parecía ser el último, en los monitores de la sala. Practicidad, compromiso lejano con los protagonistas y apuros de cierre para distintas partes del globo.
En el comienzo del tercero se notó que algo había cambiado. Coria se puso 1-0 pero en un game serio, que duró siete minutos, con ventajas de un lado y del otro. Gaudio, que había ido cambiando las raquetas hasta encontrar un encordado más tenso que le permitiera controlar la pelota y soltar los golpes en un día de mucho calor, empezó a ponerse a la altura de los peloteos y a generar algo de lo que habían hablado antes del partido con Davin: un duelo físico, con puntos largos y mucho desgaste en cada pelota. «A Guillermo no le gustaban los puntos largos y los partidos largos, porque nunca el fondo fue su fuerte. Era algo que traía desde chico, le gustaba guardarse físico», explica Davin, «por eso apuntábamos a hacer el partido más largo posible». Así Gastón sostuvo su saque en 15 acertando dos buenos primeros servicios, una volea y un drop perfecto, y estuvo a punto de quebrar a Coria en el tercer game cuando el Mago se recuperó de un 15-30 con mucha velocidad. Algo quedaba claro. Se habían acabado los regalos para Coria. Se acababa el jugueteo. Aparecía el rival y subía la vara. De ahí en más, tendría que pelear un clásico duelo de polvo de ladrillo para poder ganar el set y coronarse.
Esa claridad en el juicio, esa evaluación relámpago que acaban de leer me llevó unos catorce años hacerla. Tengo que confesar que la sensación del Gaudio que despega al comienzo del tercer set es puramente retrospectiva. Es la de una persona que mira el partido hoy en día, con un Campari y los pies arriba del sillón. En aquel momento, todos pero absolutamente todos los que estábamos en la tribuna a quienes consulté para escribir este libro veíamos a Gastón entregado, caminando a paso firme hacia la guillotina. Para la inmensa mayoría, la resurrección de Gaudio se produjo con la ola en el cambio de lado del 4-3 a favor de Coria. Viendo el partido varias veces y analizándolo con el microscopio, el cambio tenístico del Gato es anterior al anímico, y llega ni bien arranca el tercer set. Juega ese set completo, que para él acaso es el último, suelto y como perdido por perdido, para disfrutarlo. Ya es un jugador normal, si me permiten usar esa palabra que genera siempre tanta desconfianza. Antes de la ola y el mejor punto del partido se suceden games muy encarnizados. Tras el 1-0 de Coria, Gaudio mantiene su saque sin problemas en un game de lujo para él: dos primeros saques, un drop y un punto de fleje a fleje que define cómodo con una volea. El Mago aumenta la velocidad y se queda con su saque levantando un 15-30 para cambiar de lado 2-1 arriba. En el cuarto game vemos que Gaudio está cada vez más fino con la derecha para el ataque: 2-2. En el quinto, la mejora aún más para defender, y empieza a traerle todo a Coria en lugar de fallar en la tercera o cuarta pelota. A mi izquierda veo cómo Davin, vestido de rojo, aprieta los puños y le exige con la mandíbula rígida una actitud de no ceder un palmo. Es tan sólido su game que quiebra por segunda vez en el partido a Coria y se va al cambio de lado 3-2 arriba y saque. Su plan de generar un partido parejo parece concretarse pero… en el siguiente cambio de lado Coria acelera el que todavía es su caudal a favor, el mental, y recupera el saque perdido tras los dos primeros errores no forzados de su rival en el set, y mantiene el suyo para ir a sentarse 4-3 arriba. Estábamos seguros de que el título podía ser suyo en cinco minutos más. Debe haber sido el cambio de lado más largo de su carrera si lo medimos en niveles de ansiedad.
Gaudio detecta esa sutil anomalía sísmica, los nervios que le han ido comiendo a su rival algunos centímetros de precisión y ese pulso de verdugo, y entiende que es la situación que esperaba. Exigirlo en ese momento de la vida que no puede ser ensayado. Hay que improvisar. Las miles de horas de preparación ya no sirven para nada. Hay que controlar las pulsaciones. Es el momento del psicodrama y no lo va a dejar pasar. Sale a exorcizar su propio miedo y sus emociones incontrolables con desparpajo, se pone a jugar con la gente y transforma el evento en un show distendido e interactivo. Quiere descolocar a su rival, quien solo entiende el deporte como un acto de aniquilación, y la cancha, como un lugar de combate a muerte, una arena de circo romano en la que el menor descuido festivo, gesto de simpatía o compasión hacia el otro puede ser rápidamente resignificado por el rival como una debilidad. Pero estamos en épocas políticamente correctas, por lo que Coria debe reprimir ansiedades y sonreír ante el subibaja de la ola que comienza a dar vueltas al estadio mientras Gaudio se apresta a sacar.
Algo en la ciega determinación del asesino se desconcierta ante el parpadeo de satisfacción. 8…) De golpe, la máquina letal de Coria se detiene a punto de dar el tiro de gracia, hay una corriente de aire fresco que resbala desde la nuca y se da cuenta: se dejó estar por un instante y la vertiente de sudor frío se hizo sentir en su espalda. Va ganando 6-0, 6-3 y 4-3. Mientras trata de relajar las piernas y se apresta a recibir el saque, tratando de encontrar una idea fija con utilidad competitiva ante una tensión y unos desbordes imaginarios que empiezan a crecer por dentro en la inminencia de su consagración, la gente sigue con la ola. Es, por supuesto, otra reacción colectiva ante la inminencia del final rápido: es casi seguro que el partido se acaba, después de todo es una final de Roland Garros y hasta el momento ni fu ni fa, y sienten que algo del ritual masivo está faltando porque el partido no se impone con su importancia sobre los protagonistas. Me llega mi turno con la ola. Me paro.
«Me prendí en todo el show de la gente por lo menos para crear el ambiente de que algo estaba pasando. Pero en realidad no pasaba nada. ¡Era una paliza!», confiesa hoy Gaudio, «pero él se creyó que la gente y no sé qué más. Y yo seguía corriendo como loco en todos los puntos y ahí se creó la sensación de partido mental que yo había querido lograr desde el principio y no había podido. Quería que al menos le costara definir el tercer set para ponerlo en esa situación de duda, que él pensara que yo estaba en partido cuando en realidad no estaba en partido, era todo humo. Te repito: no pasaba nada, era una paliza». En septiembre de 2017, Coria contó en una entrevista radial en Perros de la calle, el programa de radio Metro, que curiosamente tiene como columnista a Gaudio, qué le pasó por la cabeza en ese momento fatal para él. «Ahí, en el cambio del 4-3 arriba yo, que le tocaba sacar a Gastón, pienso: "Puede ser el último cambio de lado". Y empecé a ponerme nervioso. Ya faltaba poco. Empecé a pensar. Yo estaba con mucha bronca adentro con los directivos de la ATP por lo que había vivido en el juicio por doping 2001», explica, «estoy con todas esas cosas en la cabeza y Gastón justo empieza con lo de la ola. Para el partido y empieza a jugar con la gente. Ahí empecé a ponerme cada vez más nervioso. Fue ciento por ciento psicológico, porque apenas iba una hora de partido. Empiezo a pensar que me acalambro y automáticamente en 5 minutos estaba todo acalambrado. Algo ya tenía en la cabeza porque la noche anterior al partido me llamó Gil Reyes y le dije que el único miedo que tenía era a acalambrarme».
[…] Como hemos dicho, la gente arrancó la ola porque estaba aburrida. Había pasado poco para un espectador neutral, y en ese cambio de lado se podía venir el final, un final muy rápido; y Gaudio, que hasta la cuarta o quinta vuelta de esa estruendosa marea alrededor de las tribunas se mantuvo esperando tranquilo en la línea de saque, con la vista al piso y picando la pelotita contra el suelo para comenzar el game, buscando foco y concentración, no la provocaba. Estaba más atento a sus rutinas que al circo. Hubo un momento en el que Coria, quien mientras todo esto sucedía había estado caminando ansioso de atrás para adelante por el fondo de la cancha como un felino enjaulado, levantó la raqueta como para que pararan, con cara de «¡basta! Córtenla de una vez que ya fue, se están poniendo pesados». Mientras se le sale un poco la cadena, la ola crece en intensidad y en aplausos mientras el umpire pide orden como cuatro veces sobre el murmullo general: «Attendez s’il vous plait. Merci!». Entonces sí, Gaudio se sumó. Apoyó la raqueta contra el piso y se puso a aplaudir durante diez segundos, siguiendo la ola con la vista. Coria volaba de bronca, pero debió seguir el show por cortesía. Abandonó por unos segundos ese estado de intensidad mental y diálogo interior tan propios de su estilo de competidor. ¿Se le fue la cabeza ahí o había sido en el cambio de lado?
Comienza el momento clave del partido. Terminados los aplausos, Gaudio consigue ponerse cuatro iguales ganando el game de su saque en cero. Pero atención a un detalle no menor, ayudado por dos errores no forzados de Coria impensables en los dos primeros sets: un drive a la faja de la red con la cancha libre para definir y un revés que se le va largo como respuesta a un drop decididamente malo y flotador de Gaudio. Hasta ahí, el Mago no había regalado una sola de esas bolas fáciles.
«Me prendí en todo el show de la gente por lo menos para crear el ambiente de que algo estaba pasando. Pero en realidad no pasaba nada. ¡Era una paliza!», confiesa hoy Gaudio.
En el game siguiente Coria se coloca 40-0 con un passing shot cruzado de revés a dos manos tallado con las muñecas, tras una volea torpe y poco esquinada de su rival. Es un game en el que Gaudio ha tratado de mantener la conexión con el público y su lugar de director de orquesta. Coria 40-15. Un punto después, viene lo mejor del partido, la jugada que realmente cambiaría la historia. Un turning point en toda la literalidad que le podamos encontrar a la expresión. Le pegaron a la pelota 24 veces. El Mago tuvo al menos tres oportunidades de quedarse con el punto, del que fue dominador casi todo el tiempo. Parado casi sobre la línea de fondo, sin retroceder un metro, lo paseó a Gaudio por todo el court central hasta dejarlo casi nocaut. Primero lo hizo correr a contrapié para la derecha con un revés paralelo increíble contra la línea, de esos que hacía con la muñeca. Cuando Gaudio le devolvió paralelo y para arriba para recuperar su posición en el centro de la cancha, dio un paso adelante, se tiró sobre la pelota y le metió un revés muy cruzado, tan abierto que a Gaudio no le quedó otra que ensayar una patinada y jugar un revés con slice bien defensivo y flotante al que Coria, subiendo a la red para cortarle camino a esa trayectoria, interceptó con una volea más bien de toque –ni fuerte ni del todo esquinada– hacia la derecha, a la que Gaudio a gatas llegó con otra soberbia patinada antes del segundo pique solo para pasar la pelota, con la raqueta abierta como una sartén mirando el techo, apenas paralelo. Coria pudo haber esperado esa corrida en la red para cerrar el punto con otra volea, pero algo lo llevó para atrás. Retrocedió y con la cancha abierta ejecutó un nuevo revés de sobrepique cruzado (aquí, tanto como con la volea anterior, le faltó decisión asesina: la volea flotó un poco y no fue del todo esquinada hacia la línea, y lo mismo pasó con este revés cruzado, no es del todo cruzado: el miedo de tirarla afuera es un arma de doble filo porque la víctima se fortalece toda vez que escapa de una situación límite), y Gaudio llega raspando con la tercera patinada consecutiva y la pone otra vez en juego, aunque sigue al borde del nocaut, arrastrado por toda la cancha, hasta que Coria, tras jugar una derecha cruzada hacia el otro lado que Gaudio devuelve exigido, tira un mágico drop paralelo a contrapierna, hacia el revés rival, de los que llevan su firma. Lo quiere hacer correr por todo París. Gaudio, ya en piloto automático por la carrera alocada y con la lengua afuera, llega, hace la pausa, y de revés le obsequia un fenomenal contradrop que apenas sortea la faja y llega a picar dos veces de tan militétrico. Ovación. Un grito volcánico francés, mezcla de oui y olé, explota en las tribunas: ouuuuooooeeeeeeéééé. El mayor festejo del torneo. Gaudio se encoje de hombros y quiebra las muñecas en un ensayo de reverencia al público. Y se ríe de la travesura. Está contento. La gente se rompe las manos aplaudiendo.
(…)
Pero la verdadera razón del cambio en el partido no es el punto en sí, sino lo que ocurre al final: en la carrera que Coria da para intentar alcanzar ese contradrop final, se queda con la pierna izquierda dura y la arrastra por dos o tres segundos, como si hubiera sentido un tirón. «Yo gano ese punto ridículo», apunta Gaudio, «pero igual no pasa nada porque el otro va dos sets arriba, 4-4 en el tercero y saca 40-30. ¿Qué problema había para él? Era yo el que seguía en el horno».
Coria tiene otro punto para ponerse 5-4, pero Gaudio ya es un frontón. Cambia la escenografía y empieza a jugar en todo sentido. Con los hombros relajados y el pulso más quieto, siente aflojarse los nudos del brazo y de repente sus tiros son más macizos y largos. El sublime revés explota y esa derecha semiplana empieza a correrle (un mejor impacto, con el cuerpo relajado, logra molestar más al otro con el efecto después del pique). «Mentalmente se lo gané ahí, cuando él se metió en esa trampa», asegura el Gato, «cuando se metió en eso, de querer agradar a la gente, se dio cuenta de que pasaban cosas que no podía controlar. El desafío psicológico se lo había ganado; independientemente del resultado, se estaba jugando por fin el partido que yo quería».
Alejandro Prosdocimi
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