Ni la sombra del espinillo quedaba. Bajo el sol calcinante, la sangre seca dibujaba figuras en el arenal. Tampoco estaba su víctima, a la que había dejado ondeando como un títere al soplo del viento caliente. ¿Qué había ocurrido? ¿Quién se habría atrevido a descolgarla?
El verdugo dio dos pasos hacia atrás, tambaleante. Pensó que aquella ejecución sería como las otras, que no lo perseguiría en sueños la mirada del reo. ¡Cuán equivocado estaba!
- - Malhaya mi suerte – masculló, y sus ojos vagaron por la tierra ondulada buscando la pista de aquel misterio. Y el perdón, sobre todo el perdón. Cayó de rodillas y cubrió su rostro curtido con manos acostumbradas a matar.
- - ¡Llora! – gritaba el viento.
- - ¡Llora! – clamaron los teros en vuelo rasante.
Y las lágrimas del verdugo enjugaron la sangre escurrida entre las rocas. Ojalá así de fácil pudiese borrar su pecado...Porque no es sino pecado segar la vida del que ha curado a un hijo. ¡Su hijo! El verdugo rememoró las palabras que sacudieron su espíritu.
- - Con mi sangre curarás a un inocente.
El hombre entendió luego que aquella frase póstuma le estaba dirigida, lo comprendió al regresar y encontrar a su esposa llorando junto al lecho donde su mitaí agonizaba. En su desesperación volvió al lugar, buscó bajo el espinillo la sangre de aquel reo y con ella untó la frente del niño. Y el pequeño sanó. El primer milagro estaba cumplido.
Faltaba obtener el perdón.
El verdugo iba y venía entre los pajonales, en vano. ¿Sería que había resucitado? Imposible, él hundió el facón hasta el fondo de su gaznate, la sangre brotó a chorros, y los ojos que lo perseguían continuaron mirándolo desde abajo, recordándole la deuda que había contraído sin saberlo. Recogió ramas secas de algarrobo y fabricó una cruz. La clavó justo sobre un montículo, muy cerca del árbol fatídico. Eso fue todo. Y prometió contar lo sucedido a quien quisiera oírlo.
En el horizonte el sol se curvaba, tiñendo de rojo los pastizales. Llegaba como un eco aturdidor el bullicio del pajarerío alborotado. El verdugo se quitó el pañuelo del cuello y secó su frente sudorosa. Lo anudó de nuevo y emprendió el regreso, sin sospechar que aquel pañuelo se había vuelto tan rojo como la sangre del hombre que ajustició bajo el espinillo.
La leyenda comenzaba.
Nota de la autora: la muerte del gaucho desertor Antonio Mamerto Gil, sobre el que pesaban habladurías y se tejían misterios, dio nacimiento a una leyenda. Desde aquel 8 de enero de 1878, las historias y los milagros se sucedieron, desatando una devoción popular que lo convirtió en "santo", y a aquel lugar cercano al Pay Ubre de donde el gauchito era originario, objeto de peregrinación.
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