Gatopardismo. Los cambios que no son tales en la moda de hoy
Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie. Hacía ya mucho que, sin explicitarlo, la moda aplicaba esta misma fórmula con éxito constante cuando Giuseppe Tomasi di Lampedusa la puso en boca de uno de los personajes de Il Gattopardo, su novela publicada póstuma en 1958.
Gatopardismo se llama desde entonces a aquellas tácticas de distracción y engaño que apuntan a crear la impresión de una renovación radical o al menos profunda de determinadas estructuras políticas, sociales, culturales, cuando lo que en realidad se está ejecutando es una vasta y vistosa operación cosmética, una llamativa transformación de las apariencias de las cosas que deja intactas sus esencias.
La moda mantuvo activo de década en década su poder de persuasión gracias al mecanismo perturbador de las tendencias, el encadenamiento incesante de cambios de apariencia al que hoy escapa solo una minoría de personas. No hay nada reprobable en el deseo de verse diferente, en la inclinación por el adorno y la buena pinta. Eso es comedia. El drama está en que la moda, artífice de esas seducciones, se vea convertida en una de las tres industrias más contaminantes del planeta y una de las más injustas y abusadoras.
Cabía esperar que la catástrofe sanitaria y las cúspides de violencia que marcaron el 2020 provocaran una movida múltiple de quienes hacen la moda global, una pausa de reflexión introspectiva, un inicio de reconocimiento de los excesos y errores y unas señales claras de una verdadera voluntad de recomenzar sobre otras bases, sanas. Hubo, en cambio, una cuantiosa producción de barbijos y vestuario médico y millones de euros y dólares. Pero, generosidad o no aparte, fue frívolamente desperdiciada la ocasión de pensar por fuera de la burbuja y proyectarse hacia un futuro que ha comenzado. Ni la experiencia novedosa de los desfiles virtuales ni el retorno al show de las modelos en vivo satisficieron ni a propios ni a ajenos. Ningún think tank pareció interesado en revivir, y con razón, los fashion films. Tampoco se encontró quien supiera dar al remanido desfile un formato en consonancia con el momento presente. Salvo el equipo de creación de Issey Miyake que, con imaginación y poesía, sigue celebrando la vida, los cuerpos y el placer de vestirlos.
Nada ilustró mejor el desfasaje entre la alta moda y las realidades de nuestro mundo que el show digital de Prada, subido a redes el 24 de septiembre, primer fruto de la colaboración entre Miuccia Prada, cabeza pensante de la casa milanesa en franco declive desde hace temporadas, y Raf Simons, el diseñador belga cuyas aspiraciones artísticas lo llevaron a errar de Jil Sander (2006) a Dior (2012) a Calvin Klein (2016/18). Esperada por la prensa adicta como la portadora de una nueva verdad afashionante, la colección se vió como un cuadro sinóptico de todas las señales gráficas emitidas por Miuccia y Raf desde sus respectivas bases, a partir de los accesorios de nylon que hicieron conocer a Prada al borde de los 80. Un mix de autoreferencias cruzadas, disfrazadas de conversation, palabra a la moda.
Nada nuevo y todo realizado según métodos de producción obsoletos, negativos. Lo nuevo, si viejo, dos veces viejo. Aunque el gatopardismo 2020 haya querido hacernos creer lo contrario. Buen año el 21 para empezar de cero.
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