García Uriburu en Venecia, medio siglo después
París, mediados de junio, cincuenta años atrás. Nicolás García Uriburu toma el tren en la estación de Lyon. Deja una ciudad revolucionada por las protestas de mayo de 1968 y se dirige hacia otro hito que marcará la historia del arte. Una acción sin precedente, en la que él será el protagonista.
Lo acompañan su esposa, Blanca Isabel Álvarez de Toledo, y la artista Raquel Forner. Esta última intenta disuadirlo de realizar un proyecto que podría llevarlo a la cárcel. Pero Blanca –futura madre de su hija Azul– no solo lo apoya sino que está dispuesta a tomar fotos para registrarlo todo.
En la frontera con Italia, mientras la policía revisa a los pasajeros con mayor atención que la usual, García Uriburu respira aliviado. Agradece haber decidido comprar en Milán la fluoresceína, un sodio fluorescente usado por la NASA para ubicar las cabinas de los astronautas que caen al océano.
La madrugada del 19 de junio, después de una noche sin dormir, el artista y su mujer no pueden ocultar el miedo. En el hotel All’Angelo se los ve pálidos, pero determinados, según recuerda el crítico Pierre Restany en su libro dedicado al artista argentino. Horas antes de que se inaugure la 34a edición de la Bienal de Venecia, García Uriburu se dispone a realizar su primera intervención en la naturaleza, el inicio de una serie que lo convertirá en uno de los pioneros del land art y del arte ecológico a nivel mundial.
Según Restany, para entonces García Uriburu ya había sido asesorado sobre la extensión del Gran Canal, la profundidad del agua y los horarios de las mareas por Memo, el más famoso de los gondolieri, que además de cantar muy bien era un pintor aficionado.
A las ocho de la mañana, hora de pleamar en que el agua se expande hacia todos los canales, el artista argentino se sube a una góndola con treinta kilos de polvo rojo, que se convertirá en verde apenas toque el agua. La mancha de color flúo comienza a expandirse por los tres kilómetros del Gran Canal, que quedará "pintado" hasta bien entrada la tarde.
"Todo el mundo habla de eso –escribe Restany–. Venecia está agradecida a Uriburu por este adorno suntuoso y efímero que le ha regalado por un día: un momento de paz y de belleza en el contexto caótico y turbio de la protesta", extendida desde Francia hacia otros países, que provocará el cierre anticipado de esa edición de la bienal.
El artista argentino será detenido, interrogado y liberado antes de que termine el día, una vez que se haya comprobado que el colorante no es tóxico. Por la noche se encuentra con el crítico francés y se muestra "agotado y feliz", por haber podido demostrar en Venecia "que la obra de arte puede desarrollarse al aire libre, fuera del aire viciado de las instituciones".
Ha logrado, además, otro propósito: llamar la atención mundial sobre la degradación del medioambiente, como consecuencia de la acción destructiva del hombre. Un mensaje que continuará a lo largo de toda su carrera, siempre con el color verde como símbolo, y con coloraciones similares realizadas en ríos de Nueva York, París y Buenos Aires, y en fuentes y puertos de todo el mundo.
En 1981, durante la Documenta de Kassel, coloreó el Rin y plantó 7000 robles junto con el mítico artista alemán Joseph Beuys. Y al año siguiente plantó 50.000 árboles en las calles de Buenos Aires, acción que repitió en varias ocasiones.
Ya en el siglo XXI, también en la Argentina, liberó humo verde desde las terrazas del Congreso de la Nación, a las que había llegado de incógnito con activistas de Greenpeace para denunciar un envío de desechos tóxicos al país desde Australia.
"Yo hice mis obras antes de que la ecología se volviera moda y falsa moda", dijo a LA NACION en octubre de 2015. Un año antes de morir, recordaba con orgullo aquella histórica coloración en Venecia que había marcado "un antes y un después" en su exitosa carrera.
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