Hace exactamente 30 años, Mario Fendrich se llevaba 3,2 millones de dólares del tesoro... su historia inspiró libros y una película
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Si había algo que lo caracterizaba a Mario César Fendrich como subtesorero de la sucursal Santa Fe del Banco Nación y en la vida misma era la prolijidad. Y hasta cometiendo un delito no perdió esa virtud. Por eso aquel viernes 23 de setiembre de 1994 se sentó en su escritorio, sacó su lapicera Parker de tinta azul y redactó con su muy buena letra cursiva en una hoja A4 que extrajo de la bandeja de la máquina fotocopiadora: “Gallego, te va a faltar guita, me llevé tres millones”, aludiendo al apodo cariñoso de su colega bancario de tantos años, el tesorero Juan José Sagardía.
Si bien le gustaba leer, era curioso y le despertaban mucho interés las noticias que hablaban de estadísticas y superar marcas, en especial cuando el protagonista era su amado Colón y vencía a Unión, su clásico rival de la provincia, no se enteró que cuando decidió apropiarse y llevarse 3 millones de pesos (con el dólar “1 a 1″) y 200 mil dólares de la bóveda de la sucursal se convertiría en protagonista del libro Guiness. Porque no existían antecedentes de un hurto de semejante cantidad de dinero realizado por una sola persona sin armas, sin disparos, sin derramamiento de sangre, sin agredir ni lastimar a nadie.
Marito, como lo llamaban indistinta y cariñosamente los vecinos y amigos del barrio Sur había nacido en Reconquista, Santa Fe. Esa mañana le dijo a Mirta, su mujer, que se iba a pescar. Ella pensó que se había tomado el día, como de vez en cuando lo hacía para distraerse en el río tirando la caña. Pero no fue ese el destino. Antes de ir al banco pasó a comprar una juguera, cuya caja luego usó para llevarse el botín sumada a otra de madera que ya llevaba.
Luego siguió camino con su Duna Weekend rojo, estacionó, entró a la sucursal bien temprano cuando no había llegado nadie y se dirigió al tesoro con su llave y una copia que tenía de la de Villalba, el gerente del Banco. Rápido desconectó todas las alarmas -que sabía activar y desactivar como nadie porque cumplía con ese proceso desde hacía años-, separó los fajos de billetes en pesos y dólares y los repartió en las mencionadas cajas. Luego programó la apertura de la puerta del tesoro a través del reloj trigonométrico para el martes. Eso le daría tiempo para la fuga.
El lunes pegó el faltazo. En el banco lo esperaron con ansiedad porque su presencia era imprescindible para poder abrir. Pero fue en vano: ni en su casa sabían dónde se encontraba. Y luego, sencillamente, desapareció.
Sus allegados imaginaron que lo encontrarían en el río encarnando sus anzuelos en busca de sábalos. El tesorero Sagardía dijo ante la policía que primero pensaron fue que se había ido a pescar a San Javier como era su costumbre, pero después confirmaron el faltante en la sucursal.
De un día para otro pasó de ser un tipo común, vecino reconocido del barrio, el clásico empleado bancario de años, a un delincuente millonario prófugo. Y alcanzó otro récord sin que muchos se dieran cuenta: mantenerse en el anonimato durante más de tres meses y medio, algo muy difícil de lograr para una persona que no está vinculada con el mundillo del hampa, ya que para permanecer oculto hace falta además de dinero muy buenos contactos que proporcionen alto grado de protección.
El tema ya se había desinflado en los medios de comunicación cuando, mágicamente, apareció. Fue el 9 de enero de 1995, al día siguiente de la muerte de Carlos Monzón, que había causado gran conmoción allí en Santa Fe y en el resto del país y el mundo. Llegó barbudo y se entregó a la policía con el pelo teñido al estilo de aquellos cantantes de tango de antaño, demostrando que bajo esos tonos logrados con Kolestone se había camuflado. Fue a parar con la cabeza gacha a la cárcel de Las Flores, donde también cumplió condena el propio Monzón, luego de ser condenado por el homicidio de su pareja, Alicia Muñiz.
En el juicio oral inventó una historia tan fantástica como poco creíble para los jueces. Argumentó que lo habían raptado y sus captores lo obligaron a cometer el atraco bajo amenaza de cortarlo a él en pedacitos y matar también a su mujer y a sus hijos, como suele ocurrir en las películas de mafiosos. Pero sus palabras no surtieron efecto, no tenían ningún sustento ni pruebas. Así, el 12 de noviembre de 1996 llegó la condena: ocho años de prisión por peculado (la figura legal para el “robo de caudales públicos por quien los custodia o administra”), pese a que sus abogados Antonio Ciaurro e Ivan Raimundi hicieron una labor muy profesional para que la sentencia fuera por hurto simple, cuya pena máxima es de dos años, y por lo tanto, excarcelable.
Volvió resignado y con la cabeza gacha a la prisión a continuar realizando las tareas que le habían asignado en la biblioteca, la cocina, la despensa... Hasta trabajó de camarero en el casino de oficiales. Lejos de su hobby de la pesca, se entretenía jugando al truco, al tute cabrero y al ajedrez. También hizo yoga y hasta meditación.
Mientras tanto, la Justicia no encontraba ninguna pista que la acercase al dinero robado. Se supo luego que en uno de los procedimientos estuvieron a punto de desenterrar las tumbas del cementerio privado administrado por un amigo de Fendrich, “Parque de la eternidad”, porque sospechaba que el botín estaba enterrado ahí.
Dentro del penal, su conducta era ejemplar. Fue muy bien aceptado por el resto de la población carcelaria, que siempre le repetía la misma pregunta: “¿Dónde encanutaste la tarasca?”. A lo que Marito, o “El viejo”, como también lo llamaban cuando resurgieron sus canas post tintura, jamás respondía, pero siempre insinuaba una leve sonrisa.
Las salidas transitorias para Fendrich llegaron en agosto de 1999, con condicionamientos. Debía completar un curso especializado en MOV Computación, academia ubicada en 9 de Julio al 2300, en pleno centro de la ciudad de Santa Fe. Y también podía ir de visita a su propia casa para ver a Mirta, su esposa, e Iván y Federico, sus hijos.
En lo poco que andaba por la calle, porque debía volver a la cárcel, conocidos y curiosos le hacían la misma consulta: “Marito, ¿dónde está la plata?”. Mario tenía una estrategia para eso. Primero hacía como que no escuchaba y si insistían demasiado contestaba con un lacónico “quién sabe”. Estaba ansioso por alcanzar la libertad condicional, beneficio que recibió cuando cumplió los dos tercios de la condena, lo que ocurrió hacia fines de dicho año.
Mientras tanto, las especulaciones crecían. E iban en todas direcciones. Hubo quienes sostenían que Fendrich había sido parte de una banda criminal que le hizo poner la cara y que pasado un tiempo le darían su parte del botín. Pero el extesorero siguió haciendo vida de hombre sencillo. ¿Dónde estaban los millones de dólares? También se dijo que que lo habían amenazado si abría la boca. La cuestión fue que, a poco de salir de prisión, ya ni auto tenía. Y tuvo que rebuscárselas atendiendo al público en un local de quiniela.
Hasta que allá por 2018 un amigo lo vio demasiado caído y lo invitó a hacer una excursión turística por La Habana, Cuba, un destino que siempre quiso visitar. Pero allí, en pleno paseo sufrió un colapso que se convirtió en un ACV y derivó en un ataque al corazón y una muerte inevitable. Tenía 77 años. Estaba lejos de su mujer y sus hijos, a quienes siempre le pidió disculpas de todas las manera posibles por haberse convertido en un vulgar ladrón que no dimensionó la magnitud de que había cometido lo que los medios calificaron como “El Robo del siglo”. Su historia inspiró la película Tesoro mío, estrenada en el 2000, dirigida por Sergio Bellotti, escrita por Daniel Guebel y protagonizada por Edda Bustamante, Déborah Warren, Victoria Onetto y El Puma Gabriel Goity, quien lo interpretó como un humilde y deprimido empleado de banco que se convirtió en un ladrón de guante blanco.
El dinero jamás apareció.
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