Viaje a una tierra muy trabajada, donde llueve seguido y todavía circulan leyendas de hadas y brujas. Un lugar en el noroeste de la península ibérica entre el Cantábrico, el Atlántico y Portugal. Hay ciudades y pueblos con cascos medievales, se come el pulpo más delicioso y también es la primera patria de muchos abuelos argentinos.
Desde que llegué a la tierra de mi abuelo llueve y llueve. Algunos días no es lluvia sino orballo, agua leve y persistente. Si es más fina, se llama poalla, de polvo, y a veces, también puede llover a caldeiros. Eso es mucho, muchísimo. En Galicia llueve tanto que hay más de 40 términos para nombrar la lluvia. Ahora paró el agua, pero sigue nublado. Todavía no es mediodía y el micro se detiene en Carnota. La dispersión es una característica del pueblo gallego: hay aldeas para donde uno mire.
Se escuchan campanas, me imagino que anunciarán una misa. El sonido, cada vez más alto, me guía hasta la iglesia. En la puerta hay hombres reunidos, por lo menos veinte. Unos parados, otros sentados en una balaustrada. Conversan o miran a la lejanía. Sólo hombres, ninguna mujer. Le pregunto al guía qué habrá pasado y me responde que un muerto.
El campanario debe ser un buen lugar para sacar fotos, salgo hacia allá. No registro que entro a una iglesia de hace varios siglos hasta que la escalera se vuelve cada vez más estrecha, sucia, con piedras ásperas. Hay telarañas y pichones muertos en los zócalos. Trato de mirar lo menos posible y de no pensar en ratas. Sólo sigo subiendo escalones gordos. Las campanas ya son un ruido atronador, no alcanza con taparme los oídos con las manos. Parece que el ruido viniera de adentro mío. Como un latido de campanas. A mitad del ascenso pienso en volver, pero ya avancé demasiado. Entonces sigo y llego al campanario, un cuadrado ínfimo dominado por dos campanas de bronce y un campanero de espaldas. Le grito para que no se asuste si me ve. No responde. Vuelvo a gritar: "¡Hola!". Nada. Al fin se da vuelta y cuenta que se ha muerto una mujer del pueblo, que por eso toca cuatro campanas; para los hombres son tres. Habla sin dejar de mover las cuerdas que tiene enrolladas en las manos y hacen sonar cuatro campanas. Silencio. Cuatro campanas. Desde arriba se ve Carnota desde otra perspectiva. Algunas casas nuevas bien pintadas y con malvones rosas en el jardín, más allá parches de bruma sobre los bosques de castaños, el verde fresco que nace después de la lluvia, un ambiente ideal para que crezcan hongos y leyendas de fadas (hadas), meigas (brujas) y hechizos de raíz celta. Se ve un hórreo larguísimo, después me enteraré de que es el más grande que existe, con casi 40 metros de largo. El hórreo es un recinto para acopiar cereales, muy usado en Galicia y en Asturias. Como un pequeño silo, rectangular o cuadrado, con la forma de una casita elevada. Se ve en todos los pueblos. Los hórreos son de piedra o madera, con patas altas que terminan en una rodaja de granito para que no suban ratas, y aireados así se seca el cereal. El maíz, que vino de América. Cuatro campanas. Silencio.
Al bajar paso por la iglesia y ahí están las mujeres, rezando y también conversando. Con falda, vestidas de negro y bien peinadas. Recordarán a la muerta, hablarán de comida, de sus maridos.
A la salida me cruzo con el cajón que avanza por un costado de la iglesia, acarreado por parientes que se nota que no son del pueblo. Son jóvenes y están vestidos de ciudad. Me ubico cerca de un hombre que mira la escena desde abajo de la copa de un árbol. Me cuenta que la que murió era una anciana que había emigrado a América –no se acordaba si a Venezuela o a Estados Unidos– en la época mala y después de muchos años regresaba a Galicia. A los ocho días de estar en su tierriña, como dicen por acá, murió.
La escena de Carnota me hace pensar en que Galicia es esto y aquello. Galicia es en estas verdes colinas y costas escarpadas y también es en Buenos Aires, Montevideo, Venezuela, Perú, América en general. En las últimas elecciones de la comunidad, los votos de Buenos Aires fueron fundamentales para definir el resultado. Galicia no llega a los tres millones de habitantes pero son cinco millones relacionados con esta comunidad, la mayoría en América.
Aguafuertes gallegas
No conocí a mi abuelo. Como muchos otros abuelos vino de Galicia. Huía del hambre de la primera posguerra, mil novecientos veintipico. De una familia de catorce o quince –nunca supe bien– hermanos. Supe que llegó a Montevideo y desde allí en barco a Buenos Aires, de polizón cree mi padre. En Buenos Aires hizo su vida, se casó con una catalana, tuvo hijos, una fábrica de pastas. Como muchos otros abuelos, siempre extrañó Galicia y nunca pudo volver.
Por la familia da vueltas una carta que él mandó a los hermanos que se habían quedado allá y en un viaje de mis padres se la dieron. Cuenta de Buenos Aires, pero sobre todo evoca rincones de su pueblo, se pregunta cómo estarán, si habrán cambiado. Le dedica una poesía a un amor de juventud que dejó a los 16 años, cuando partió en barco a lo desconocido. Escribe con tono soñador y con morriña. La morriña es como la saudade. Y aunque se diga en diminutivo esconde una melancolía feroz. Seguramente, mi abuelo escribía esas cartas con una nostalgia parecida a la que sentían Carmiña y Mimí en el libro Mamá de Jorge Fernández Díaz, que tan bien retrata el destierro. La morriña del emigrado. Morriña por la vida en la aldea, por los afectos, el paisaje gallego de montañas suaves, campos de berzas y patatas, por la dulzura del idioma galego, por el pulpo, la muiñeira (baile tradicional), la vaquiña en el establo, el mollete (pan artesanal) y el caldo de grelos.
Cuando supo que viajaría a esta tierra, una colega me recomendó que leyera las Aguafuertes gallegas y asturianas de Roberto Arlt. Lo encontré en la librería Losada. Ya convertido en columnista estrella del diario El Mundo, Arlt viaja a España en 1935 y cuenta lo que ve con su estilo directo. Recorre Pontevedra, Santiago de Compostela, La Coruña, Vigo. En su viaje, el periodista y escritor porteño recuerda a los gallegos de Buenos Aires:
"Sé hasta qué profundidad tienen metido el amor de su Galicia, en los tuétanos; y el paisaje hermoso, en vez de serme agradable, se traduce en emoción, me siento gallego, pero gallego no en España, sino en Buenos Aires, dependiente de almacén, peoncito de panadería, o gran señor comerciante, que para todos es lo mismo.
El tren corre a orillas del Miño y entrecierro los ojos, me acuerdo del paisaje gallego que está a un paso de mi cuerpo, y me represento el sufrimiento de esta raza heroica y concentrada, en tierras extrañas, y me digo que el gallego que abandonó sus montañas debe sufrir bárbaramente. Porque en Galicia el paisaje no es independiente del hombre. No es un decorado donde la vida se desliza con prescindencia de la naturaleza. En Galicia, el hombre y la naturaleza forman una soldadura racial".
El interior de Galicia es verde y muy parcelado. No hay tierras en venta porque la gente está apegada a su quinta. Tiene sus patatas, sus vides, su maíz. Los pueblos están llenos de viejos que todavía trabajan la tierra, van al bar a jugar a las cartas y a las máquinas tragamonedas, a tomar un café o una queimada (aguardiente). Hay viudas vestidas de negro y mujeres que tienden la ropa al sol y sacuden las almohadas por la ventana. Como un precepto, los pueblos tienen hortensias, begonias, malvones, hórreos y cruceiros, una cruz alta, de granito. Se usaban para cristianizar porque Galicia era una tierra que veneraba la idolatría celta, dioses del mar y la montaña y ritos paganos. En las aldeas todavía existen brujos sanadores y las embarazadas suelen buscar xuncos de bem parir (yuyos para parir bien) en San Andrés de Teixido, un santuario en las Rías Altas. Cuando camino hacia la iglesia, me llaman la atención tantos micros de jubilados. Entonces una señora de anteojos grandes que sostiene un paraguas naranja me dice:
–Es que tenemos que aprovechar ahora que podemos. Porque ya lo sabe usted, a San Andrés de Teixido vai de morto quen no foi de vivo.
Si el día está nublado algunos llevan un paraguas enganchado del cuello, y si se larga el chaparrón estiran la mano hacia atrás con un movimiento similar al del arquero que busca una flecha. Otros más tecnológicos consultarán la app creada por un gallego. Se llama Chove? y permite saber si lloverá en los próximos minutos.
La bruma se enreda en los robles, carballos en gallego. El paisaje se vuelve místico y me imagino el sonido de gaitas y trovadores medievales. Dentro de unos días, en la tardes de Santiago de Compostela escucharé la queja de gaitas entre las piedras gastadas de siglos y siglos.
Las rías, esos brazos de mar
Galicia tiene casi 1.500 km de costa y más de 700 playas. Está dominada por rías o brazos de mar que entran en el continente. Las Rías Altas están más cerca de Asturias y llevan los nombres de las ciudades que tocan, todas con cascos medievales: Ría de Viveiro, de Betanzos, de Ortigueira, de Ferrol, de La Coruña.
Por aquí está la temida Costa de la Muerte, que se llama así por las aguas bravas que hicieron naufragar más de 60 barcos. El último fue el Prestige, en 2003, que se partió al medio y provocó el derrame de su carga, más de 70 toneladas de petróleo que causaron un desastre ecológico y social para esta comunidad.
La Costa da Morte termina en Finisterre, el punto más occidental de España y el antiguo finisterrae o fin de la tierra adonde muchos peregrinos viajaban para ver con sus propios ojos uno de los confines del mundo conocido. Más allá, nada de América, sólo incertidumbre. Hoy, Finisterre forma parte del Camino de Santiago, el producto turístico estrella de Galicia, un camino de unos 800 km desde el límite con Francia hasta Santiago de Compostela. Se ven peregrinos con mochila y capa de lluvia. Después de caminar diez y quince días, un mes o más, llegan a Santiago, y los que todavía tienen pies y ánimo continúan hasta Finisterre para abandonar su calzado en este punto último. La niebla de esta tarde tapa el horizonte. Abajo, las olas grandes rompen como si alguien las dinamitara con contra las rocas.
El mar es el otro gran recurso gallego. Hay 80 variedades de pescado y más de doce de crustáceos. Mandan congrio seco a Noruega, son el segundo exportador de mejillones después de China y tienen el principal puerto pesquero del país y uno de los más importantes de Europa: Vigo.
A ciertos cangrejos –nécoras, grandes como una mano– se los devoran, y les encanta el bogavante, un pariente de la langosta de pinzas redondas y gordotas. Las lonjas o mercados de pescado, en las ciudades o pueblitos, son un buen lugar para aprender. En la de Santiago de Compostela conozco las navajas o longueirones, un bivalvo con una caparazón larga que visto de lejos podría ser un arma de 007, y los percebes, que parecen pezuñas de pez prehistórico. Los mejores están donde el mar se bate más.
Los gallegos también son campesinos del mar, su vida depende de las mareas y las rías protegen los cultivos de los temporales. Las rías, y Santa Bárbara, patrona de las tormentas.
–Todo lo que nada nos lo comemos, salvo los buzos y sólo porque tienen boya de colores.
Habla Gabriel Calvo, guía turístico y dueño de una agencia de viajes en Santiago de Compostela. Tendrá unos 50 años y a veces también siente morriña, una morriña al revés porque su madre emigró a Montevideo y él nació allá y tiene primos y amigos. Sí, Galicia es esto y aquello.
Esto es el pulpo, el pulpo a feira, el de la feria, el más rico que existe, tierno y uno de los más baratos. Se hierve, se corta con una tijera afilada, sal gruesa, un poco de pimentón, aceite de oliva extra virgen y unos cachelos (papas) si alguien quiere.
Todos los meses hay ferias del pulpo en los pueblos gallegos. Los bichos se cocinan en inmensas ollas y se comen en algún salón popular con una taciña (tacita) de Ribeiro o Albariño, dos vinos blancos con Denominación de Origen gallega.
Mi abuelo nunca pudo volver a Galicia, pero mi tía Carmen vivió más años y cuando era vieja regresó a La Coruña para cobrar su pensión y para morir allá. Hace muchos años, de mochilera por Europa, la fui a visitar. Ella toda contenta me invitó a un gran restaurante de pescado. Hubo varias entradas y después un plato de abadejo. Era un manjar, un manjar enorme que no pude terminar. Entonces tía Carmen, que había pasado hambre y penurias, me miró seria y dijo:
–Come pescado, Carolina, que el pescado se va rápido.
Aparecen recuerdos de la geografía humana cuando un descendiente recorre la geografía física de Galicia.
Con productos tan nobles, la nueva gastronomía gallega crece y crece. Hace algunos años se formó el Grupo Nove que actualmente reúne más de 20 cocineros que renovaron la cocina de nuestros abuelos. El restaurante A Estación queda en Cambre, frente a una vieja estación de ferrocarril. Está a cargo de Xoán Crujeiras y Beatriz Sotelo, y desde hace tiempo tiene una estrella Michelin. Es un lugar distinguido. Hoy comen unos empresarios que se gastarán más de 500 euros, y bien podría estar sentado Amancio Ortega, el dueño del imperio Zara que tiene su casa en La Coruña y su yate en la exclusiva playa de Sanxenxo. O Slim, el hombre más rico del mundo.
Cocina simple, cuidada, de temporada, de mercado, los dueños de A Estación trabajaban, se esmeraban. Cuenta el maître que un día se presentó un tipo taciturno que hablaba gallego cerrado y tenía un acento que no parecía de ningún lugar en especial. El tipo pedía recomendaciones, pero siempre ordenaba algo distinto a las sugerencias del maître. ¿Y qué postre aconseja?, preguntó cerca del final. Entonces, el maître, en broma le dijo que para qué le preguntaba si le había llevado la contra durante todo el almuerzo. Se rieron, y ahí sí, el hombre comió el lemon pie sugerido. Cuando pagó, su tarjeta mostraba un nombre distinto al de la reserva. Todo era raro. Antes de partir, el tipo taciturno pidió conocer a la chef y reveló que era de la guía Michelin y que después de su visita el restaurante pasaría a tener una de las preciadas estrellas.
Mujeres de Almodóvar
Cuánta felicidad junta. En el Parador de Bayona hay tres casamientos al mismo tiempo. Una de las novias lleva un vestido etéreo con lazo y ramo de flores frescas. El novio es alto, con frac y cara de buen tipo. Se sacan fotos en la muralla, una antigua muralla que formó parte de la fortaleza de defensa que se empezó a construir en el siglo XI. Enfrente se ve la Isla San Martiño y más allá, las Islas Cíes, donde hay montañas, un parque nacional y una playa que se llama Rodas y entra en los listados como una de las mejores del mundo.
Paradores de España es es una red de alojamientos en edificios históricos, antiguos palacios, pazos en gallego y fortalezas. Se creó en 1928 bajo la tutela del rey Alfonso XIII y cuenta con 85 paradores. En Galicia hay once y dos de los más emblemáticos son éste de Bayona y el de los Reyes Católicos, en Santiago de Compostela, que se construyó unos años después de que Colón descubriera América como un hospital para los peregrinos.
Ahora que escribo Colón, me vienen dos apostillas.
Una: acá abajo, en el puertito de Bayona hay una réplica de La Pinta. A este puerto de las Rías Baixas arribó la carabela de Pinzón después de meses de navegación, con la bodega cargada de maíz, yuca y mucho oro. En este lugar circuló por primera vez la noticia de que existía un Nuevo Mundo. Hace 520 años.
Dos: este comentario posiblemente esté más anclado en el terreno del deseo, pero anda dando vueltas. Afirman algunos que Colón no sería genovés sino un señor feudal ¡gallego! Hay un libro escrito y un documental; se habla de vínculos familiares, de peritajes caligráficos, de topónimos gallegos y de que no bautizó ningún lugar con nombres de su patria genovesa.
La otra novia tiene un vestido con aire de túnica romana y un hombro descubierto. Por todos lados hay mujeres con trajes largos de tafeta y looks de película de Almodóvar. Los invitados de las fiestas se mezclan con los clientes de toda la vida, como Filomena, una andaluza con la cara pintada del color que uno podría tener si se pasó una semana en Cuba. Hace 30 años que viene de vacaciones a este parador. Le gusta porque en Galicia no hace tanto calor como en Andalucía, aquí uno puede respirar y no es tan caro y después consulta con el marido cuántas pesetas les costó el viaje. No dice euros, dice pesetas.
También hablan en pesetas los viejos en los pueblos del interior de Galicia, y seguramente de España entera. No cuando se trata de comprar un kilo de patatas, sí para referirse a la venta de una casa. Ahí, se pueden escuchar grandiosas cifras de millones de pesetas que sólo ellos entienden.
Los pueblos que visito en este viaje están llenos de gente de 70, 80 y más años. Gente que vivió la guerra, el destierro, los años de Franco, las carencias, el trabajo en el campo en inviernos de nieve y sin telas inteligentes. Gente que hoy se encuentra en la taberna o en las calles y tiene ánimo de conversar y contar. Me pregunto qué pasará cuando esos viejos ya no estén. Seguramente seguirá el turismo, la ruta por las iglesias románicas y los mejores cruceiros. Pero sin ellos los pueblos se van a convertir en decorados, escenarios sin alma. Conclusión: hay que ir a Galicia ya mismo.
Ha dejado de llover y el sol asoma en la tarde tibia. En una placita interior, dos señoras con batón de flores sacaron sillas a la puerta. Están rodeadas de macetas. Son hermanas y viven juntas. Permanecen un rato así, en silencio, con el cuerpo al sol frente a una buganvilia rosa. Hasta que una dice:
–Ya entró o verao.
La hermana se acomoda el poco pelo hacia un lado y responde:
–Hombre, tempo era.
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