En su libro River para Félix (Planeta), el autor explora –desde su experiencia personal– el universo de las relaciones filiales atravesadas por un cuadro de fútbol. Aquí, un fragmento.
En los días siguientes al 9 de diciembre de 2018, al regresar de Madrid después de haber nadado en las aguas de nuestro río sagrado, el 3-1 a Boca en el Santiago Bernabéu, me habría encantado subirme a otro tipo de viaje, uno hacia el futuro. Quería que Félix, mi hijo que entonces tenía 2 años, creciera para transmitirle la experiencia que acababa de vivir, la de una definición de Copa Libertadores que atravesará generaciones. Así como puedo recordarme a mis 10 u 11 años con los ojos bien abiertos delante de mi viejo, prestándole atención como si fuera un anciano de la tribu riverplatense cada vez que me decía que había visto jugar a La Máquina –nuestra fabulosa delantera de los años 40–, me imaginé contándole a mi hijo detalles de la noche española en que la Máquina del siglo XXI, la del Muñeco Gallardo, ganó una final que no solo nos hará un poco más felices el resto de los días a los hinchas de River: también ayudó a encastrar relaciones entre padres e hijos.
Quería que Félix, mi hijo que entonces tenía 2 años, creciera para transmitirle la experiencia que acababa de vivir, la de una definición de Copa Libertadores que atravesará generaciones
Sin que supieran que desde hacía dos años me dedicaba a este libro sobre paternidades y equipos de fútbol, algunos amigos me relataron sus historias domésticas alrededor del 9 de diciembre. Diego Bruno, un querido gallina que conocí en los días de la B, me contó que los abrazos que se dieron con su viejo Mario tras la corrida del Pity Martínez no fueron los más grandes ni los más sentidos, sino los primeros que se estrecharon en sus vidas. Uno con 70 años y el otro con 36, los dos seguían llorando enfrente del televisor cuando Mario, en admirable pelea contra un cáncer de vejiga, balbuceó además una de esas confidencias que solo soltamos desde las profundidades: "Ahora puedo morirme en paz". Aunque a primera vista parecía decirlo por nuestro triunfo de todos los tiempos, hay frases que cargan un significado secreto y Mario seguramente se refería a la verdadera cuenta saldada, a la concreción de ese abrazo ausente durante décadas. A falta de palabras, River había sido su ventrílocuo. Diego me habló de aquella redención a un mes del 9 de diciembre, durante una cena de festejo por el triunfo en la final, y yo sentí que su historia podría haber sido la mía: River también fue mi puente con mi viejo, Darío, por quien me hice gallina, cuando tuvimos que reacondicionar una conexión austera.
Alba Piotto, colega y excompañera de redacción, me comentó que siguió el 3-1 por radio en el hospital Piñero, donde acompañaba la internación de su madre de 87 años, Sara. "Mi vieja sufría una hemorragia interna muy intensa y estaba «ahí», groggy, entre irse y quedarse –me dijo Alba, cuarenta y cinco días después del partido–. Le hacían transfusiones, sospechaban de un cáncer, los estudios se retrasaban. El domingo de la final durmió casi todo el día y no almorzó. Yo tenía el corazón en dos lugares, así que me puse los auriculares y terminé escuchando la radio en un patio interno del hospital, hecha un bollito, cayéndome al piso. Cuando el relator empezó a decir «River campeón de América, River campeón de América», corrí agitando los brazos, subiendo y bajando escaleras, y aunque entré a su habitación con cuidado porque en la cama de al lado había una señora muy complicada, sacudí a mi vieja para despertarla. Con los puños apretados le dije: «Mami, mami, ganó River, ganamos, somos campeones» y no sé qué cara me habrá visto, pero sonrió y las dos nos pusimos a llorar".
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River también fue mi puente con mi viejo, Darío, por quien me hice gallina, cuando tuvimos que reacondicionar una conexión austera.
El fútbol no es exclusivamente un lugar de padres e hijos o de madres e hijas, pero se le parece bastante. A veces, incluso, desde lo simbólico: mi viejo se enfermó cuando River se estaba yendo a la B y Félix, mi primer y único hijo, nació en pleno Gallardismo, la explosión vital que nos llevaría hasta el mayor triunfo posible, el de Madrid, la cruz que le faltaba a la iglesia gallina.
A falta de estadísticas o estimaciones del porcentaje de hinchas que adoptamos el club de nuestros papás –o mamás, en menor medida–, en junio de 2019 propuse una encuesta informal desde mi cuenta de Twitter. Escribí la frase "Se hicieron hinchas de su equipo por…" y ofrecí tres opciones para completarla: "Influencia paterna o materna", elegida por el 68% de los votantes; "Tíos, hermanos, otros familiares", seleccionada por el 21%; y "Amigos, vecinos, otros", que sumó el 11%. Los participantes también agregaron, en los comentarios, influencias que calzaban en el "otros" de la tercera alternativa, como por ejemplo "el chico que me gustaba", "el color de la camiseta", "zona geográfica", "decisión propia", "influencia de un gran futbolista" y "lectura de revistas" –un listado de equipos campeones, la foto de un goleador colgado al alambrado–, pero el resultado mayoritario estaba claro: siete de cada diez ritualizamos el cuadro de nuestros padres.