A los 45 años, cuando llevaba casi dos décadas al frente de Staff, uno de los estudios de arquitectura más importantes de la Argentina, Olga Wainstein tuvo una suerte de epifanía. Una revelación que la obligó a parar la pelota, analizar y evaluar retrospectivamente su carrera. Hasta ese momento, había proyectado cientos, miles, de viviendas de uso social. Imponentes conjuntos habitacionales, como el barrio Ejército de los Andes (1968, popularmente conocido –"y mal llamado", aclara ella– como Fuerte Apache), Soldati (1978), Florencio Varela (1978), Cañuelas (1987), Pilar (1987), y Río Grande, Tierra del Fuego, entre muchos otros. Más de dos millones de metros cuadrados obtenidos, en su gran mayoría, por concursos y licitaciones. Y así podría haber seguido. Pero con el regreso de la democracia, la convocaron desde la UBA, donde se había formado a fines de los 50 y principios de los 60, para dirigir el Centro FADU-UBA-OEA. El mismo que desde 1999 se llama CEHyV, Centro de Estudios del Hábitat y la Vivienda, y que todavía dirige.
"Nosotros, con el Estudio, tuvimos un crecimiento muy rápido. Empezamos a presentarnos a los concursos cuando yo tenía 25 y, al año siguiente, ya estábamos construyendo sin parar. Yo no tenía ninguna experiencia –recuerda Olga, con una energía y una lucidez que aparentan mucho menos que los 80 que marca el calendario, sentada en un bar de Belgrano–. Y, cuando volví a la Universidad, me di cuenta de que los jóvenes iban a repetir los mismos errores que habíamos cometido nosotros, entonces me dije: «Paremos y veamos qué estamos haciendo, investiguemos para entender que funciona o no y por qué»".
Olga Wainstein dirige el Centro de Estudio del Hábitat y la Vivienda de la UBA (CEHyV), desde donde se animó a poner en duda su propio trabajo y las políticas estatales respecto a las viviendas sociales.
Cuando asumió la dirección del centro, si bien puso el foco en su área de mayor interés, la vivienda social, decidió ampliar el campo de batalla. "En ese momento teníamos un apoyo muy grande de la OEA, y eso nos permitió hacer estudios en profundidad. Convocamos, por ejemplo, al INTI para que estudiaran los edificios de los Grandes Conjuntos, en los que habían empezado a aparecer problemas constructivos", recuerda. "Por ese entonces se me ocurrió ampliar el equipo con urbanistas, abogados y sociólogos. Es decir, sumar otras miradas, superadoras de la arquitectura".
Olga y sus equipos descubrieron, entonces, que si bien esos problemas tenían que ver con la arquitectura, mucho más tenían que ver con cuestiones sociales. "O sea, si la gente no tiene trabajo, o su vivienda no tiene valor de mercado y, por ende, no la puede vender, estamos frente a dificultades importantes. Te puedo nombrar montones de falencias. Por ejemplo, si hacés un conjunto de viviendas y ponés ascensores, tenés que contemplar que debe haber un encargado que se ocupe del mantenimiento. En esos grandes conjuntos, nunca se constituyó una organización en consorcios. Y si no lo hicieron fue porque, entre otras cosas, nunca les dieron el título de la propiedad. La consecuencia de ese error es que el deterioro es gigantesco. ¿Cómo van a pasar 50 años sin mantenimiento?".
La experiencia personal de Olga fue fundamental en aquel momento seminal de su nuevo rol como directora. Y, aunque sus investigaciones estaban dirigidas a todos los conjuntos habitacionales, lo cierto es que muchos habían sido proyectados por ella y su estudio. "Si bien nos llamaron para hacer viviendas solamente, nosotros teníamos el convencimiento de que un conjunto tan grande, donde iba a vivir tanta gente, no podía estar aislado. No te olvides de que en ese momento estaban en medio de la nada. Entonces debían tener locales para comprar cosas, sitios para el esparcimiento de los chicos, patios de juegos, una cancha de fútbol… Eso lo proyectábamos y nunca se hacía porque los fondos provenían del BID y del Banco Mundial, y eran para el uso exclusivo de viviendas", se lamenta.
Los gobiernos no pensaban en la gente. Su obsesión era decir: «Entregué tantas viviendas». Y, en realidad, las entregaban sin terminar, prácticamente.
Olga sostiene que buena parte de esas problemáticas fueron responsabilidad de los distintos gobiernos. "No pensaban en la gente", asegura. "Su obsesión era decir: «Entregué tantas viviendas». Y, en realidad, las entregaban sin terminar, prácticamente. Además, nunca quedó claro si los espacios comunes y las áreas que rodeaban a las construcciones pertenecían a las viviendas o eran propiedad del Estado. Y terminaban siendo tierra de nadie. Salías a caminar por los barrios y todo era de terror. Los recolectores de basura no entraban a los barrios, y se generaban enormes basurales".
Los cimientos
En 1964, apenas egresó de la FADU, Olga, junto con sus socios Jorge Goldemberg y Ángela Teresa Bielus, fundaron el Estudio Staff. Aunque tenían en mente el aspecto social de la vivienda, en esas instancias no pensaban que se especializarían, como nadie en el país, en esa rama de la arquitectura. "Las cosas se fueron dando sobre la marcha. Nosotros formamos un estudio pequeño, y no teníamos idea de cómo venía la mano.Entre 1966 y 1972 hubo muchos concursos de arquitectura destinados a vivienda social, parte del Plan de Erradicación de Villas de Emergencia [PEVE, un proyecto gubernamental destinado a solucionar el problema de la vivienda para las clases humildes y marginadas], y nuestro fuerte como equipo fue ganar esos concursos".
Sin embargo, tuvieron que pasar de cuatro a cinco presentaciones hasta alinearse con las expectativas de la época. "Éramos lo suficientemente jóvenes como para creer que podíamos cambiar el mundo, y como proponíamos algo distinto a esas viviendas que parecían cajas de zapatos, nos presentábamos en los concursos, pero nos eliminaban siempre".
Hasta que un día, después de esa sucesión de fracasos, los socios del flamante estudio recibieron un llamado de la Secretaría de Vivienda. Querían saber por qué se empecinaban en presentar propuestas que estaban fuera de concurso. Ellos sostenían que el concurso tenía que ser mucho más libre. "Sentíamos que nos estaban atando a un modelo muy rígido. Y había otras formas de hacer viviendas sociales". Las autoridades de la Secretaría aceptaron, entonces, recibir una propuesta libre. "Y, a partir de ese momento, empezamos a ganar –celebra–. Fueron como 30 concursos seguidos, y te aseguro que no estábamos acomodados, y los proyectos se publicaban afuera: en Japón, en Estados Unidos, en muchos lados".
El primero que ganaron fue para diseñar 800 viviendas en Morón. "Se hacían viviendas transitorias para la gente que vivía en la villa hasta tanto se construyeran las nuevas", evoca Olga. "La empresa constructora que ganaba la licitación debía emplear a la gente del barrio en la obra. Se trataba de involucrar a los futuros propietarios para que trabajaran en algo que, en definitiva, era para ellos. Además, estaba involucrada gente de la Facultad de Ciencias Sociales, hasta que llegó el gobierno de Onganía y cortaron ese vínculo porque querían evitar que se empoderaran esos grupos. Era una lástima, porque el objetivo era que los padres no tomaran alcohol, que los chicos fueran a la escuela. Eso les daba puntajes para ser los primeros en entrar a la vivienda".
Olga recuerda, también, que el plan empezó desordenado. "A la gente la mudaban directamente con camiones del Ejército. No les preguntaban, los mudaban. En un principio, las viviendas no tenían placares, ni tenían terminación en los baños y la cocina. Eso se fue mejorando, porque suponer que la gente que tiene pocos recursos puede ir completando su casa es una idea bastante particular".
Acceso y seguridad
En muchos de los proyectos, las viviendas se conectan de un lado al otro con escaleras abiertas o con puentes que permiten la conexión entre edificios. A mediados de los 60, arquitectos estadounidenses tenían serias dudas con respecto a los problemas de seguridad que planteaba ese diseño. "Ustedes están locos, ¿cómo circula la gente?", cuestionaban a Olga y a sus colegas. "Claro, en ese momento, acá no pasaba nada. Después empezaron a pasar las cosas. Pero en el 66, a mí ni se me ocurría que podía haber una violación, un asalto o cualquier cosa, en el pasillo de circulación que unía un monoblock con el otro. En cambio, en Estados Unidos, ese tipo de cosas eran muy comunes. Cuando cambió la cuestión de seguridad, todo empezó a ser distinto. Pensá, por ejemplo, en conjuntos como el de Ciudadela, con seis mil y pico de viviendas. Cuando en un lugar concentrás un conglomerado de tantas familias en la misma situación económica, cuando la situación está mal, está mal para todos y los problemas se potencian".
A mediados de los 60, arquitectos estadounidenses tenían serias dudas con respecto a los problemas de seguridad que planteaba el diseño. Nos decían: Ustedes están locos, ¿cómo circula la gente? ""
Olga señala varias contras de las construcciones alejadas de la ciudad. "Llegar hasta ahí con los servicios tiene un costo enorme, una incidencia gigante sobre la vivienda. Y eso lo paga el Estado. Muchas veces, los gobernantes de turno especulaban con quedarse con los terrenos intermedios, suponiendo que iban a subir su valor. "Para mí, es importante construir en la ciudad porque, aunque hagas viviendas sociales, la gente se mezcla y se crea el verdadero derecho a la ciudad. Hay que evitar los guetos, los de la pobreza y los de la riqueza".
Esta situación era similar a nivel internacional. En Francia y en Inglaterra se hicieron, originalmente, los grandes conjuntos. Y, a pesar de que el presupuesto era muchísimo mayor (unos US$1000 por metro cuadrado contra los 100 del ámbito local), también fracasaron. El problema se generó cuando llevaron a los inmigrantes del norte de África a vivir en un departamento pequeño, sin balcón ni un lugar para poner algunas plantas. "Imaginate –dice Olga–, se sentían completamente aislados, separados del resto de la ciudad".
Una mirada política
Hace 10 años, cuando cumplió 70, Olga ganó una beca para la maestría vinculada a las ciencias políticas: una en Desarrollo Local (Unsam) y otra en Desarrollo Económico Local (Universidad Autónoma de Madrid). "Fue una experiencia muy enriquecedora que integró, permanentemente, desarrollo y crecimiento, temas que se vieron reflejados en toda mi actuación profesional posterior", dice. Pero el posgrado, sobre todo, la ayudó a terminar de entender muchas cosas. "Comprendí, definitivamente, que ninguno de estos conjuntos, en ninguna parte del mundo, van a funcionar si realmente los políticos no entienden que la gente tiene que tener trabajo, educación y salud y no vivir en guetos que los marginen", se lamenta.
Ninguno de estos conjuntos van a funcionar si los políticos no entienden que la gente tiene que tener trabajo, educación y salud y no vivir en guetos que los marginen.
Celebra, en cambio, que en el Centro de Investigación, recientemente, se empezaron a incluir proyectos de investigación de otras cátedras. "Es una mirada totalmente distinta de la vivienda social. Para mí, la vivienda social es que las personas tengan una vivienda digna. No se pueden seguir achicando los espacios. Y menos porque es caro. Si antes el mínimo era de 50 metros cuadrados y ahora es de 30, en cualquier momento van a hacer dormir a la gente parada. ¿Cómo es la cosa? Los mínimos de habitabilidad son los mismos para todo el mundo, tengas dinero o no lo tengas. El índice es para el ser humano. Eso no se puede discutir".
–¿Dirías que Buenos Aires es una ciudad inclusiva?
–Para nada. Lo de ponerles las rejas a las plazas, por caso, es totalmente enfermo. ¿Vos sabés la cantidad de gente mayor que va a tomar aire a las plazas a la noche? Pero no, a las ocho o nueve las cierran, con la teoría del vandalismo. Pero si el problema es el vandalismo, hay que trabajar sobre ese tema en vez de cerrar las plazas. Están cerrando todo, incluso en los Bosques de Palermo hay rejas, rejas, rejas.
–¿Y en qué otros aspectos dirías entonces que la ciudad no es amable?
–Con los precios de lo que cuesta un inmueble o un alquiler en Buenos Aires. La mayor parte de la gente que viene a trabajar a la ciudad vive en las afueras. Y vivir en las afueras les implica un gasto enorme de viáticos y tiempos perdidos.
–¿Podés mencionar algún modelo ejemplar en Latinoamérica?
–Hace un tiempo fui a Medellín. Allí se trabajó con el derecho a la ciudad. Lo que nos llamaba la atención es que las paradas de los teleféricos estaban impecables. Llenos de carteles que decían: "Este lugar es tuyo, cuidalo". En todos lados había bibliotecas móviles. Cuando leés cómo fue el salto que hicieron con el transporte, descubrís que fue un trabajo de 10 años con la gente, explicándoles qué era lo que iban a hacer, qué les iba a significar, cómo les iba a cambiar la vida. Porque los que estaban arriba (en los cerros), y nunca llegaban abajo [a la ciudad], ahora suben y bajan como si nada. Pero para que estas cosas funcionen tiene que haber educación.
Proyectábamos salones para los jóvenes, guarderías, anfiteatros. El dinero que tenían era solo para viviendas. Pero un gobierno con cabeza, aprovecha y hace una escuela o lugares de esparcimiento. Espacios comunitarios. Les insistíamos para que lo hicieran, pero nos decían que no tenían dinero.
–¿Hubieras hecho algo distinto en tu carrera como arquitecta?
–Nosotros, por ejemplo, planteábamos un ascensor que paraba cada tres pisos, que es lo que estaba permitido en vivienda social: subir o bajar un piso. De todos modos, hoy no lo haría así. ¿Por qué lo hicimos? Con lo que ahorrábamos con ese diseño, teníamos para darles más espacio a las viviendas. Por ejemplo, todas las que hicimos siempre tenían un balcón con terraza grande. Para poner una mesa, una silla, la bicicleta. Priorizábamos otra cosa. Tampoco usaría los sistemas premoldeados, porque este es un país que no está preparado para ello. Muchas veces teníamos que entregar las obras en un plazo perentorio. Utilizábamos escalones prefabricados que se atornillaban, y no contábamos con que se aflojaban, y costaba mantenerlos. El tema del mantenimiento no es un detalle menor.
Pero creo que hicimos un aporte importante. Es decir, pusimos en el tapete el tema de la vivienda social. Nunca transábamos con las superficies mínimas. Planteamos la problemática social, pero después no la entendían. Proyectábamos salones para los jóvenes, guarderías, anfiteatros. El dinero que tenían era solo para viviendas. Pero un gobierno con cabeza, aprovecha y hace una escuela o lugares de esparcimiento. Espacios comunitarios. Les insistíamos para que lo hicieran, pero nos decían que no tenían dinero. Ahora, justamente, estoy escribiendo un artículo que se llama "De la academia a la práctica". Lamentablemente, podemos pensar y aportar ideas y experiencia, pero la realidad de la política pasa por otro lado.
–¿Cómo medirías tu trabajo al frente del CEHyV en estos 35 años?
–Para mí, la Universidad es un semillero de ideas. Muchos de nuestros alumnos se han destacado por sus logros académicos y profesionales, y fueron reconocidos en nuestro país y en el exterior. Haber colaborado con consultores externos y expertos en otras disciplinas nos permitió incorporar al equipo de investigación una visión más integral de los problemas. Como nuestra tarea se relaciona con políticas públicas, desde la Universidad aportamos ideas que tienen que ver con la inclusión y la sustentabilidad. Lamentablemente, los valores desde la política no siempre coinciden con nuestras propuestas.