No sabía que hacer con su vida, pero una vez que lo descubrió, no paró. Hoy su pan de masa madre y medialunas son un éxito.
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Cinco años atrás Francisco Seubert estaba perdido. No tenía idea de qué hacer con su vida. Sin dinero, acababa de volver de Rafaela (Santa Fe) para acompañar junto a sus hermanos a su madre enferma. Hoy la situación es otra. En apenas un lustro Francisco se convirtió en uno de los panaderos más reconocidos del país, creador de Atelier Fuerza, la panadería que revolucionó la escena porteña. Desde un primer y modesto local ubicado en una antigua ferretería, este panadero autodidacta pasó a ser parte de un creciente emporio culinario, con cinco locales distribuidos en la ciudad. Una historia de éxito pero también de obsesión enfermiza y devoción por las harinas.
Año 2015. Recién llegado a Buenos Aires, Francisco Seubert entró a trabajar en una secretaría de gobierno, donde armó un equipo de comunicación y community manager. “Era mi primera vez con un sueldo en blanco que me permitía vivir e incluso me sobraba algo”, cuenta. Con esos ahorros se anotó en el IAG para ser cocinero. “No terminé la carrera, pero ahí vi lo que era la composición del pan, el agua y la harina. Un día hicimos una brioche, me salió mal y cuando llegué a casa me puse a practicar. Investigando en Youtube de pronto me salta una receta de masa madre. No tenía ni idea de qué se trataba, pero como me gustan los desafíos empecé a probar”, cuenta.
Francisco es flaco, algo tímido; desde afuera parece despreocupado y tranquilo. Pero no: en su cabeza los pensamientos giran a velocidad vertiginosa. Comenzó a estudiar sobre masa madre sin libros: “No tenía plata para comprarlos”, dice. Durante un año cocinó más de mil panes, arrancando a las dos de la mañana en el horno de su casa, que tenía las perillas quemadas de tanto uso. Sus ahorros los gastaba en harinas y subsistía con changas freelance. “No me interesaba hacer un pan particular. No conocía Europa, no había probado los panes franceses de masa madre. No me comparaba con nadie ni con nada. Tan solo me rebotaba en la cabeza la idea de que el pan se convierta en un elemento para comunicar algo. Que sea un elemento nutricional. Para lograr esto debía entender qué pasaba con los granos al fermentarlos, cómo se transformaban y por qué razón”.
“Me sentía el último eslabón de la economía”
Cuando los panes empezaron a salir bien, Francisco decidió venderlos. Iba con su mochila y un carrito de mercado, tomaba el colectivo 140, bajaba en Palermo y los ofrecía en la esquina de la cafetería Latente. De a poco algunos restaurantes le hicieron pedidos. “Me daba vergüenza vender en la calle, me sentía el último eslabón de la economía. Para colmo yo no había estudiado, me faltaba lo académico. Tardé en entender que el pan es un oficio, que uno es un artesano. Ahí dejé de sentirme menos que otros”.
El trabajo era inhumano. Cocinar panes toda la noche y luego salir a venderlos a pie por toda la ciudad. “Santiago, un amigo de una amiga de mi novia, quería ayudarme, pero yo tenía miedo, no me animaba a crecer. Una vez estaba agotado, era un sábado, había sido una jornada de trabajo terrible y me lo encuentro a Santi en Palermo. Yo vendiendo panes y él en cambio tomando algo en un bar. Me di cuenta de que hacía mucho tiempo de que yo no estaba en un bar. Algo estaba mal. Ahí acepté asociarme con él”.
Para Francisco el pan era una obsesión. No iba a cumpleaños, no salía con amigos, no descansaba. “Era la primera vez que tenía una meta en mi vida, que había encontrado para qué era bueno. Con los panes lograba emocionar a la gente y eso era una sensación muy poderosa”, dice. “Cocinaba 500 piezas por día en jornadas de 15 horas. Tenía trastornos de alimentación: comía solo líquidos -más sopas y chocolate caliente-. Creía que cuanto más agotado estaba aparecían ideas geniales. Me había hecho adicto a esa fatiga, a ese dolor. Una día me quedé congelado. Era verano pero tenía frío y no podía moverme. Al final logré subir al colectivo y en casa se me empezaron a brotar las manos y los pies. Ahí frené, dejé de hacer pan por tres meses”.
La obsesión no desapareció pero Francisco logró domarla. Armó equipos de trabajo, creció y siguió investigando. Abrieron entonces una primera fábrica en Villa Urquiza junto con el primer despacho a la calle en Barrio Norte; luego mudaron fábrica con un segundo local en Colegiales. Dos lugares todavía abiertos que generaron fanatismos, con largas colas agotando los stocks en pocas horas.
La búsqueda de Francisco va más allá de hacer un pan sabroso. Se trata de armar un concepto de panadería argentina. “No quiero que digan que mi pan se parece a los de Francia. Trabajo con harinas de acá, con agua de acá, con nuestra cultura. Es pan argentino”. Así comenzó a resignificar clásicos como las medialunas de manteca y las de grasa, que hoy se encuentran entre las mejores del país. “¿Cómo puede ser que un chico de 10 años haya probado una carrot cake pero nunca una tarta de ricota? Una medialuna puede estar al nivel de una croissant e incluso más. Hay que devolverle su lugar, con su contenido histórico y nutricional”.
Durante el último año Atelier Fuerza creció a pasos agigantados. A los dos locales existentes sumaron otro en Mercat Villa Crespo, se asociaron a F4 Esquina (una parrilla en Villa Ortúzar) y están inaugurando F5 Cantina en Villa Crespo. Todo sin claudicar, usando harinas orgánicas certificadas y 100% masa madre. “Mi sueño es convertirnos en clásicos. Que nuestros productos sean ordinarios, de la vida diaria. Trabajar para un nicho es snob. Por eso abrimos cada vez más locales, para que haya más medialunas en la calle. Yo soy como un jugador de fútbol, que solo sabe eso, jugar al fútbol. En mi caso, sólo sé hacer pan”.
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