La tarde dibujaba filigranas sobre el cerco de palos cuando aquel paisano de luenga barba y apostura serena se apersonó a las puertas del cuartel. Indiferente al movimiento propio de la tropa, sin acusar los setenta que pesaban en sus hombros, esperó a que el comandante de los ejércitos se anoticiase de su presencia.
Bartolomé Mitre se hallaba inclinado sobre un mapa donde habían marcado los sitios clave de la avanzada. Aquí y allá, los oficiales señalaban con trozos de carbón la estrategia que a cada uno le parecía más apropiada. El general se atusó el bigote, pensativo. Cuando Mitre barruntaba algo, la mirada se le tornaba azul oscuro, vuelta hacia el fondo de su mente, donde libraba batallas eternas.
De pronto, la sombra del recién llegado achicó la luz del patio.
- ¿Quién va? –dijo un oficial joven, en tono petulante.
El paisano dio un paso hacia el interior del cuartel general y se quitó el chambergo, en muestra de respeto.
- Señor Presidente, vengo a ofrecer mis servicios.
Mitre calibró la estampa, en la que un maletín de médico desentonaba con las prendas gauchas. ¿Quién era aquel hombre que debería hallarse disfrutando de la paz del hogar junto a sus nietos? Antes de que formulara la pregunta, el aspirante se presentó.
- Francisco Javier Muñiz, a sus órdenes, general. El doctor Marcos Paz aceptó mi propuesta de servir a la patria donde soy bueno, curando heridas y aliviando dolores.
Ahí estaba la respuesta a la intrigante figura. Y si su Vicepresidente había aprobado el pase, él no tenía nada que objetar. Bien sabía Dios que los heridos eran muchos y que los hospitales de campaña no daban abasto. Calló la duda que brotó sin permiso al ver la edad del hombre. Experiencia no había de faltarle, en todo caso. Y bien podría aleccionar a los practicantes jóvenes.
- Bienvenido, doctor Muñiz. Me llega caído del cielo para organizar la ayuda en los hospitales correntinos. ¿Cree que podrá con esa tarea hercúlea?
Muñiz irguió los hombros donde ya la imaginación de Mitre veía relucir las charreteras del uniforme, y respondió con una voz que desmentía los años:
- Para eso estamos, señor. Donde usted disponga.
Omitió decir que, además de médico, él era aficionado a la paleontología, y que más de una vez había descubierto fósiles de gran valía allá, en los pagos de Luján, cerca del río. Huellas misteriosas de la vida en otras eras, que lo atraían sin remedio. Cuando la ciencia late en la cabeza de un hombre, no hay nada que lo detenga.
- Sígame, doctor –le dijo el mismo oficial de antes, que ya no sonaba pretencioso.
Mientras atravesaba el cerco del cuartel de Paso de los Libres, el doctor Muñiz palpó en el aire el humo de los fogones, la melancolía de una guitarra, las mutilaciones, las heridas mal vendadas, y la tristeza latiendo en la mirada de los soldados por la incertidumbre del regreso. Él ya conocía todo eso. Allí lo necesitaban. Era lo único que contaba.
Nota de la autora: Francisco Javier Muñiz fue soldado de la patria desde los 11 años, e inició los estudios de cirujano a los 19 como discípulo del doctor Cosme Argerich. Su labor ejemplar de médico alternaba con la búsqueda paleontológica que lo apasionaba, y en la que fue pionero. Desempeñó la función pública durante los tiempos difíciles de la Confederación, y nunca dudó en ofrecer sus servicios a la patria; incluso cuando la epidemia de fiebre amarilla de 1871, que fue la causa de su muerte.
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