Finlandia, donde las cárceles también son modelo
Sauna, modernos gimnasios, completas bibliotecas, talleres... Cuando las prisiones sirven para reinsertar a los infractores
HELSINKI
Rodeado de un barrio residencial con casas agradables y cuidados jardines se alza un edificio del siglo XIX de frente de ladrillo de líneas austeras pero señoriales. Podría ser el campus de alguna prestigiosa universidad europea. Pero no lo es.
Atravesamos la puerta y ya estamos dentro de la prisión de Helsinki (Helsingin vankila en finés), en el distrito de Kalasatama de la capital finlandesa.
No hay rejas ni cacheos ni la obligación de dejar llaves o celulares. Me acompañan Jouko Pietilä, director general de la prisión, y Facundo Vila, el embajador argentino en Finlandia. Había escuchado tanto sobre las políticas públicas en materia de encierro en los países nórdicos que quise comprobarlo en persona.
Finlandia es una sociedad de herencia primordialmente luterana, aunque la religión tiene escasa influencia en la dinámica social. Sin embargo, un versículo de la Biblia, en sueco y en finés, recibe a los visitantes en el frontis del edificio: Si vuelves al Señor, tu Dios, dijo el Señor… tu Dios dará vuelta a tu prisión, y tendrá misericordia de ti. La inscripción data del siglo XIX, y por lo que veremos después la palabra misericordia está más emparentada con una política pública que con un legado confesional.
De camino al despacho del director nos cruzamos con varios clientes. Así se denominan a aquellos que purgan condenas de servicio a la comunidad –las conocidas por nosotros como probations–, pero que por extensión alcanza a todos los prisioneros. Si son jóvenes, se los llama alumnos. Se saludan como si fueran amigos. Acaso lo sean. Todo es impecable, moderno. Ni por asomo hay ese típico olor a cárcel. Quien las haya visitado en nuestro país entiende lo que digo.
Mi propósito era desentrañar las razones por las que Finlandia (Suecia y Noruega tienen similares indicadores) es el país con menos cantidad de presos por habitante en Europa (52 cada cien mil) y a la vez con la menor cantidad de policías por habitante (149 cada 100 mil). Para establecer una comparación, Estados Unidos tiene 750 presos y 248 policías por cada 100 mil habitantes.
Una curiosidad de Finlandia es que posee la menor cantidad de policías por habitante de toda Europa –con una reputación sin mácula– y sin embargo se resuelven en ese país más del 90 por ciento de los delitos graves.
El director me lleva al sitio que se me ocurra dentro de la cárcel. No hay lugares censurados. Quiero charlar con los presos, digo, e inmediatamente partimos a un corredor al que daban las puertas de las celdas. No recibo indicación alguna de temas que debería evitar. El director golpea una puerta y pide permiso. Pregunta al prisionero si acepta charlar con un periodista argentino. Responde que sí, entonces ingreso. En una actitud que denota discreción, el jefe de la prisión se queda afuera charlando con el embajador Vila.
Conmigo ingresa Sebastián Arauz, fotógrafo de ocasión. Mi inminente entrevistado, musulmán, pega un respingo, pues Sebastián entró pisando su alfombra de oración.
Cherif Abdul Aziz Sy es senegalés. Tiene 43 años, pero parece mucho más joven. Ojos vivaces, cuerpo trabajado. Dejó su tierra a los 23 y está en Finlandia desde 2009. Hace dos años y medio que está preso.
¿Puedo preguntarte por qué estás acá? [No es un tema en el que uno deba bucear mucho si no se aborda espontáneamente por el protagonista].
Un accidente… Hubo un muerto.
Me dice que no fue en ocasión de robo. No indago más. Eso fue en 2014. Habla español, pues vivió en Barcelona. Estudió lenguas en su país, por eso es que habla inglés, obviamente francés y también italiano. Para salir de la cárcel le hace falta un año y medio. Tratándose de la primera condena salen automáticamente cumplida la mitad de la sentencia. No es una concesión arbitraria de un juez. Es ley.
Cherif ocupa un celda individual espaciosa, con mucha luz. Tiene un televisor plasma, baño privado, un placard, mesa, sillas, pava eléctrica, calefacción… Todo está impecable.
“Aquí las condiciones son buenas. Te cuidan…te dan trabajo”, responde a la pregunta de cómo vive en la prisión. Se levanta a las 7 y hasta las 16.45 tiene la libertad de salir y entrar de su celda (de la que tiene llave) e ir a otras instalaciones. Unos 45 minutos a la mañana y otros tantos a la tarde sale al patio a practicar algún deporte.
¿Sirve para algo estar preso?
Sí.
...
Ahora soy mejor persona. Aprendí.
Lo único que se pareció a una queja es que por cuestiones de hábito o culturales no le gusta lo que le sirven en el comedor. Entonces él hace uso del office (una cocina impecable de grandes dimensiones) para prepararse su propia comida, que hace con lo que compra en la proveeduría de la prisión.
Dan ganas de pasar una temporada acá...
No, señor… No diga eso. Perder la libertad es terrible.
Antes de despedirme avergonzado por la mala ocurrencia de decir eso, le pregunto si tiene acceso y trato con todos los prisioneros.
“Sí, con todos… Bueno, los únicos que están apartados en un pabellón especial son lo que han cometido ofensas sexuales”, explica Cherif. Tal parece que es un código universal que los presos repudien a los violadores. Proyectan en estas conductas el riesgo que corren sus familias, a las que ellos no pueden defender estando encarcelados.
Antes de ver a otros presos continúo mi charla con Jouko Pietilä. Le pregunto si hay pabellón para homosexuales. “No. No tengo idea de quién es homosexual –afirma–. Aquí no nos metemos en el hecho de si quieren tener sexo entre ellos. Incluso hay preservativos a disposición de los prisioneros. Lo mismo ocurre con quienes se inyectan drogas. No distribuimos jeringas, pero sí una sustancia especial para esterilizarlas y evitar contagios.”
No parece haber rincón en el mundo inmune a los problemas de las drogas. Más allá de la permisividad con la que nos parece que los finlandeses abordan el tema de la criminalidad, no son permeables a dejar que se consuma en las prisiones.
“Hacemos todo para evitarlo, pero no lo logramos totalmente. O por alguna visita que filtra algo a pesar de los controles, o porque lanzan pelotas de tenis con sustancias en su interior por encima de los muros, hay un consumo que no logramos erradicar”, cuenta el director general.
Los controles incluyen también el análisis de las heces de los prisioneros sospechados de consumir drogas, para lo cual existen dispositivos en celdas especialmente equipadas que también visitamos con el jefe del penal.
¿Considera usted que hay delincuentes irrecuperables?
Si yo pensara eso, no podría ocupar la responsabilidad de mi cargo. Tengo más de treinta años en la Agencia de Sanciones Penales [así se llama lo que en la Argentina denominamos Servicio Penitenciario] y he visto cambios increíbles. Puede llevar tiempo y paciencia, pero le aseguro que hay casos asombrosos.
Los índices de reincidencia extremadamente bajos, el escaso número de presos, la diminución de delitos violentos nos hace poner foco en las razones de esos resultados y el porqué del abismo con otros países, incluido el nuestro.
DE VENGANZAS Y CASTIGOS
Repitiendo un principio que ya había leído en la página web de la institución, el director, que no tiene grado ni charreteras ni viste uniforme, dice sin dudar: “Nosotros no creemos que lo que perfecciona a la justicia sea el castigo. El castigo al culpable es la concreción de la venganza personal a través de la vindicta pública. Pero eso es herencia de las religiones, que instalaron la idea del castigo para quien quebranta las normas. La sociedad no mejora con eso. El sufrimiento no mejora a nadie ni desalienta el delito. Por el contrario, lo estimula”.
Sintoniza con lo que leemos en la declaración de principios de la Agencia: Los derechos y libertades fundamentales, así como los derechos humanos, están protegidos. El tratamiento es humano, apropiado e igualitario. Los objetivos de la Agencia de Sanciones Penales son contribuir a la seguridad en la sociedad mediante el mantenimiento de un sistema legal y seguro de aplicación de las sanciones y reducir la reincidencia y tratar de romper la exclusión social que también reproduce la delincuencia.
Es curioso oír hablar de exclusión social en los países más igualitarios de la tierra. Pero personas sin trabajo o inmigrantes son tomados como expuestos a realidades vulnerables.
De las 26 cárceles que existen en Finlandia las dos terceras partes son de régimen cerrado, como la que visité. Hay otras abiertas con muchas libertades y confort y que bien podrían parecerse a algún country argentino, con casas espaciosas en medio de un gran parque. En ellas no hay puertas ni cerraduras y los presos tienen celulares, hacen las compras en la ciudad y gozan de tres días de licencia cada dos meses. ¿Por qué no se escapan? Simplemente porque los van a atrapar y eso implicaría purgar su pena en una prisión de régimen cerrado.
Sin llegar a eso, la de Helsinki tiene espacios de estar con sillones, televisores plasma y mesas de ping pong que bien podrían ser de un confortable hotel (yo me he alojado en peores).
Tienen sauna (hagamos la salvedad de que en Finlandia no se consideran un lujo), canchas multifunción techadas y gimnasios con aparatos modernísimos, con áreas para musculación, actividad aeróbica, etcétera.
“Disculpen… Este es un lugar provisorio. Estamos refaccionando las instalaciones. Perdonen el desorden”, advierte Pietilä al ingresar a la biblioteca. Es difícil ver algo así en nuestros mejores colegios. Perfectamente clasificados, los libros descansan en estanterías impolutas, espaciosas, con luz natural y una estética acogedora. Una gran pecera es hogar de animales acuáticos de colores llamativos.
“¡Ah! En el caso de que no tengamos los libros que alguien pide, nosotros se lo procuramos comprándolo en las librerías.” Escucho la salvedad con cara de entender el gesto como perfectamente previsible, disimulando mi sorpresa.
Hay en la prisión una iglesia, donde una vez por semana se da misa. Es también un espacio impecable y el único lugar de la prisión –más allá de su exterior– que se conserva tal como fue construido originalmente. Un retrato hecho por un preso muestra al costado de la puerta de entrada la cara de un anciano. Impecable composición. Tiene que haber sido un gran artista. Veremos cuadros hechos por presos en varios sitios del enorme edificio.
Como los presos tienen garantizada su comunicación con el exterior existen en los pabellones cabinas telefónicas insonorizadas para que nadie perturbe la intimidad de la conversación. En muy específicos casos o porque interviene la policía o porque es necesario monitorear esa conversación, se les advierte que eso ocurrirá.
RESPETO
Acaso el momento más delirante de mi charla con Pietilä, que es abogado, es cuando se le pregunta cómo se manejan frente a posibles desvíos del staff del Servicio. Teniendo en cuenta el desprestigio de nuestro Servicio Penitenciario, una y otra vez vinculado a hechos de corrupción, me pareció una pregunta pertinente.
“Bueno…, en caso de que haya quejas de un prisionero por alguna falta de respeto de determinado miembro del staff yo evalúo la situación. Puedo, llegado el caso, hasta decidir separarlo del servicio”, garantiza el director.
La cabeza del jefe del penal no podía asimilar que me refería a la participación de penitenciarios en la compra y venta de cualquier cosa, empezando por drogas, sexo, teléfonos celulares, hasta llegar a insumos de cualquier clase, además de dejar salir a presos para participar en robos, o estar involucrados en apremios ilegales que no pocas veces implican pérdidas de vidas.
A él su cabeza no le permitió entenderme y a mí el pudor no me permitió aclarárselo.
“NO PIENSO VOLVER”
El otro preso con el que converso es un estonio llamado Timur. Alto, corpulento, ojos celestes. Está entrenándose en el área de musculación, en ese muy bien equipado gimnasio en cuya entrada hay un escaparate con modernas zapatillas todas de la misma marca dispuestas por número.
Como Cherif, también tiene 43 años. Sufre una sentencia a 10 años por algo vinculado con drogas. Al ser su primera condena le falta tan sólo un año y medio para salir. Tiene una risa franca. Dice que no puede quejarse de nada.
“Igual, no pienso volver, ¿eh? Se terminó. No sólo por lo que aprendí acá. Mi familia me dio el ultimátum. Me dijeron que si volvía a las andadas me olvidara de ellos”, confiesa.
Le pregunto si tiene quejas por el trato que recibe. Dice que ninguna. Sus compañeros parecen concentrados en sus ejercicios, pero los advierto atentos al diálogo que estamos manteniendo.
En las paredes hay carteles hechos con un diseño bien elaborado y buenos materiales que expresan el nombre de ese espacio: sörkkä gym. Así, sörkkä, llaman coloquialmente los lugareños a la prisión porque ese es el nombre del barrio en la que se encuentra. Algo parecido a cuando nosotros llamamos simplemente Devoto al Complejo Penitenciario Federal existente en ese barrio porteño.
Los presos pueden recibir visitas íntimas de sus esposas o también familiares con sus niños. Para eso hay departamentos perfectamente acondicionados, con cocina, juegos para niños y una habitación con cama matrimonial.
Los que quieran fumar dentro de las instalaciones de la cárcel pueden hacerlo en sectores equipados con extractores de humo. Sus cigarrillos pueden comprarlos en una equipada proveeduría.
TRABAJAR, ESTUDIAR O HACER ALGO
Muchos de los presos trabajan en los talleres de la cárcel. Esta unidad es la que confecciona las chapas patentes de todos los autos de Finlandia. “La patente oficial de su auto está hecha acá”, le dice el jefe del penal a nuestro embajador en aquel país.
Tienen además talleres de metal, en los que se fabrican salamandras, parrillas y calderas. Los presos están obligados a trabajar, estudiar o participar de algún programa que puede ser cultural o bien del tratamiento de recuperación por abuso de drogas.
También hay terapia psicológica para contribuir al cambio interior que se espera ocurra en cada preso.
Lo producido por su trabajo les permite a los presos ahorrar para cuando salgan y poder comprar insumos en la proveeduría de la prisión.
Pregunto si hay celdas de aislamiento. Me dicen que sí y me llevan a ver una. Me había quedado resonando lo que me dijo Cherif: “Estar ahí es horrible”. Lo dejan a uno salir sólo por treinta minutos.
Pero si el castigo no es un concepto aceptable según los principios rectores de las prisiones finlandesas, ¿cómo se explica la existencia de celdas de aislamiento?
Acaso la respuesta provenga de lo que descubro explorando documentos: el castigo no es retribución por el delito, sino una vía de transformación moral y creadora de valores. Una frontera muy lábil a lógicos cuestionamientos, según mi criterio.
Se utiliza de manera excepcional y en situaciones críticas, aclaran sin aclarar mucho.
POBLACIÓN QUE ENVEJECE
“Poco a poco el promedio de edad en la cárcel está envejeciendo. Hay menos gente joven. Tal vez haya menos vinculación entre delito y drogas porque los jóvenes de hoy están más inclinados a la vida sana”, dice Pietilä. También aumenta la cantidad de inmigrantes.
Esa ecuación pareciera inversamente proporcional a lo que ocurre en nuestras prisiones, cada vez más pobladas por jóvenes.
Al Estado le cuesta mucho dinero sostener el sistema de prisiones.
¿No hay quejas de la comunidad por tener que financiar con sus impuestos este sistema?
No. Acaso alguna voz aislada. La gente tiene incorporado un sistema de valores que son los que diseñaron la sociedad en la que vivimos hoy y que no quieren cambiar. Los derechos humanos están en el pináculo de esa escala axiológica y nadie considera posible alterarlos por una cuestión de dinero.
Ese comportamiento colectivo es, además, el antídoto que quita del escenario de decisiones a políticos populistas que presionan o hacen declaraciones clamando por mano dura para con los criminales.
Me despido de Jouko Pietilä en su despacho. Me muestra un par de libros escritos por ex prisioneros que le enviaron ejemplares dedicados. Minutos antes hizo malabares con tres pelotitas y tampoco se privó de jugar un rato al ping pong con el embajador Vila. En esa atmósfera distendida transcurrió toda la visita.
Salgo al exterior, sin ruidos a rejas que se cierran. Sin esperar a que me devuelvan las llaves de mi casa o el celular. En el jardín me cruzo con otros clientes que riegan los canteros. Por las veredas de la prisión los vecinos pasean sus perros, se saludan, toman sol.
Me quedo pensando en el contraste entre circunstancias tan disímiles entre ellos y nosotros y me pregunto si han llegado a eso por tener una comunidad sin asimetrías o si justamente lograron esa sociedad igualitaria por mirar la realidad con otros ojos.
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