Fiebre a la madrugada: así atravesé la primera enfermedad de mi bebé
En la mitad de la noche, como todas las noches, estiro la mano para saber que mi bebé está ahí, que respira y todo sigue como el día anterior. Pero Lena tiene fiebre y al segundo sé que empieza un nuevo capítulo, el de las enfermedades, los tratamientos y las curas. Decido que puede ser pasajero, vencida un poco por el sueño feroz y otro poco por no querer tener que tomar decisiones en el medio de la noche. Unas horas más tarde, convencida de que la fiebre subió, le escribo al pediatra. Hasta ahora solo hablamos cara a cara así que dudo sobre cómo comunicarme por Whatsapp. Elijo un tono amigable no desesperado y resolvemos, como la fiebre es bastante alta, vernos en tres horas. De repente, el día cambia su rumbo y me pongo nerviosa. Nunca viví tanto el minuto a minuto de algo. La maternidad es una especie de trasmisión en vivo, pienso. Llamo a mi mamá y viene para casa. No es una situación de vida o muerte, pero por las dudas mejor tener más ojos y brazos cerca.
La fiebre es demasiado alta así que tenemos que hacer estudios de emergencia. Ahora paso de ser una comentarista de noticias importantes a ser el personaje que se sube a un taxi y grita "al hospital" o "siga a ese auto". La bebé, adormecida por la fiebre, no me parece débil. Para mí la súper héroe de esta historia no soy yo, la madre que todo lo puede, sino ella, el bebé que todo lo aguanta. De hecho creo que ella sobreviviría mejor que yo a cualquier desastre natural, pero mejor no pensarlo. La clínica a la que vamos parece un hotel y pienso que ojalá el esmero por limpiar ventanales y suelos sea el mismo que le ponen los médicos de guardia a la hora de recibir a sus pacientes. Me defrauda un poco la atención pero como yo soy fotógrafa y ellos médicos, pregunto, asiento y actúo según sus visiones. Pero al rato comienzan las dudas y me duele que me llamen "mami" como si ser madre fuera solo una cosa. Mi crisis interna alcanza su punto máximo cuando la médica de guardia, de mi edad, me aclara que ''la sangre la sacamos del bracito, no de la colita, mami". Respiro hondo y cuento hasta diez y sigo sosteniendo a la bebé mientras le hacen todos los estudios imaginados.
Las salas de espera tienen un tiempo distinto. El mundo afuera desaparece y todos nos miramos con una especie de condescendencia y simpatía mientras deseamos que lo nuestro sea más leve que lo del de al lado. En la cafetería de este lugar sirven buen café en mesas lindas iluminadas por lámparas lujosas que cuelgan del techo de más de diez metros. Ojalá hayan sido tan amables las enfermeras como lo es el mozo, que nos trae amaretis extras cuando se los pido. Tenemos que esperar unas horas hasta que estén los resultados y no tenemos nada para hacer mientras tanto. Las señoras de la mesa de al lado tienen la edad de mi mamá y hablan sobre sus citas de Tinder. Hay una que quiere cancelar la cena de hoy pero sus amigas la convencen de que vaya, porque seguro el restaurante es lindo y total, qué perdés con ir.
Pasan las horas y los resultados no llegan, parece que van a tardar días. Después de sonda, dos extracciones de sangre y medicamentos, nos vamos a casa con menos fiebre. En el auto de vuelta, mientras la bebé duerme y las luces de la calle se van prendiendo, me pregunto si habré tomado bien cada una de las decisiones del día. El "si lo hubiera hecho de otra forma" de la maternidad es inagotable y me resulta, de a ratos, aburrido. Todo pasa rápido, y nos olvidamos de la guardia a los pocos días. Llegan los análisis por correo y se los mando al pediatra que me responde el mejor "todo OK" de mi vida. Abrazo a mi bebé y le susurro al oído palabras que me salen de este nuevo yo de madre "mamá te va a cuidar siempre". Que así sea.
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