Fernando Noy: "Soy un sobreviviente de cuatro décadas"
Frecuentó a Borges y fue amigo de Pizarnik. Más tarde, se convirtió en figura fundamental del underground artístico de los 80. Y entre carnavales y exilios, hubo algo que siempre estuvo a su lado: la poesía
Sabemos que el verso es la primera unidad que tiene orden dentro de un poema. Y que éste constituye una serie de palabras sujetas a determinado ritmo, al que se llama cadencia, y también, a una determinada cantidad de palabras, denominadas medida.
Pero resulta que estamos frente a Fernando Noy, poeta absolutamente inigualable, nieto del mítico compadrito orillero El Noy, Capo del Abasto, mencionado en un tango de Cobián y Cadícamo, y en El idioma de los argentinos, de Jorge Luis Borges, a quien conoció y terminó frecuentando en la intensa vida cultural de aquellos tiempos.
Este enamorado de los versos, que ofrece a borbotones mientras sigue devorando Buenos Aires, es el susodicho que más ritmo y cadencia ostenta, el que siempre logró estar a medida de todas las circunstancias y las épocas. Porque lo hizo todo y sigue emocionando con su obra e impronta descomunal.
Actor, cantante, escritor, dramaturgo, letrista, dibujante, performer, representante de artistas, protagonista del ya legendario under porteño, resulta imposible no adherir a eso de que se trata de una de las personalidades más originales e inclasificables de la cultura argentina. Él lo sabe. Y sonríe. Siempre sonríe con esos hoyuelos pícaros mientras, mantón de manila y zapatos compadritos en acción, desliza: “Soy un sobreviviente de cuatro décadas: los 60, 70, 80 y 90”.
Tuviste el privilegio de protagonizar cuarenta años fascinantes en el mundo de la cultura.
-Claro. Primero el hippismo, allá en 1966, con amigos como José Iglesias (Tanguito), Miguel Abuelo, Alejandro Medina, Billy Bond, en ese entonces desconocidos, claro, pero hoy leyendas del rock argento. Después viví el tropicalismo bahiano. En años de represión tuve que autoexiliarme en Bahía. Iba a ir a Francia, porque tengo parientes, pero una noche Ginamaría Hidalgo me llevó hacia el Embassy Café Concert a escuchar una pareja de brasileños. Eran Vinicius de Moraes y Toquinho. Ahí cambié de destino y me fui a Bahía justo cuando Caetano Veloso y Gilberto Gil regresaban del exilio, dando lugar a la década inolvidable llamada Tropicalismo. Estaban Maria Bethãnia, Gal Costa, Tom Zé, Luiz Melodia, tantos personajes increíbles. En los carnavales terminé siendo una figura legendaria, y eso me alegra y enorgullece siempre.
Fuiste elegido reina.
Fue algo de película. Yo estaba en la Escalera del Pecado, parte del Travestódromo general, donde se reunían multitudes LGTB de Brasil y el mundo entero. Recuerdo aquella primera vez en la que bajé sin percibir que estaba semidesnudo con una estrella de mar anudada por tanzas adelante y la cola cubierta con una cortina de volados que al bajar, por el ritmo de la danza, cayó. Hubo un gran silencio por primera vez en pleno carnaval. Después vinieron las ovaciones como un mar de aplausos.
En Brasil también era plena dictadura militar.
Sí, pero por increíble que parezca, en ese momento surgió una década de irrepetible creatividad en el campo artístico. Por supuesto , cuando sucedió esto que relato –lo de la falda y la impensada desnudez– terminé detenido por una horda de policías militares uniformados. Pero no duró mucho. Un grupo de personajes en plena fiesta corrió a rescatarme logrando mi liberación y posterior coronación como reina. Al regresar, el carnaval reanudó su marcha y yo seguí adelante, con mi pollerita blanca provisoriamente prestada.
Sigamos con las décadas, ¿te parece?
Sí, porque después justo al regresar surge algo alucinante que fueron el Teatro Parakultural, Bolivia, Nave Jungla, o sea, el underground. Sucedió cuando nos encontramos con Batato Barea, año 1984, en la inauguración de la disco Cemento, donde nacían grupos como Sumo, Los Redonditos de Ricota, Virus, La Organización Negra, todo mezclado con numeritos que realizábamos frente a la barra. Como dijo Marcia Schvartz: “Muerto Batato, muerto el underground”. Después ya viene una especie de under over, con la rutilante aparición de Morocco y El Dorado, creado por el fantástico Sergio de Loof. Y bueno, ahora acá estamos. En la era de los flyers en lugar de panfletos. Las redes, el Facebook, que yo llamo oráculo de los pueblos.
¿Cuándo empezaste a escribir?
Desde siempre. A mi abuela porteña le escribía sin tregua desde el sur, donde vivíamos. Ella comenzó a darse cuenta de que era poeta. Me preguntaba ¿de dónde lo copiaste? Le respondía que era mío y notaba su asombro. Cuando tuve que venir obligatoriamente a Buenos Aires para cursar el secundario, durante el examen de ingreso la profesora de castellano tampoco creyó que la redacción me perteneciera. De inmediato me envió a otra aula con un nuevo tema que resolví en minutos. Desde entonces, ella, además de un 10 felicitado, publicó mis primeros poemas en la revista del Touring Club, y no mucho después el siempre recordado Oscar Hermes Villordo en el suplemento literario de este diario.
¿También fuiste compañero de colegio de Charly García?
Sí, hice mi primer año en el Instituto Dámaso Centeno. Carlos García Moreno, el genial Charly, también cursaba allí. Ambos somos del 51 y de Escorpio. Bueno, lo interesante es que, al ganar los Juegos Florales Intercolegiales de Poesía 1963, Blackie, la inolvidable Paloma Efron, los terminó leyendo en radio Continental. Desde entonces, gracias a Dios, jamás me detuve.
¿Qué podrías contar de esa amistad tan excepcional que tuviste con Alejandra Pizarnik?
Hay ciertos seres con los que siento un reencuentro a través de los tiempos. Alejandra fue una de ellos. En 1971 comenzó la increíble aventura. En ese tiempo la anfetamina se vendía libremente en cualquier farmacia. Ambos consumíamos y eso armó el lazo absoluto. Pasábamos días sin dormir. En esa etapa de su vida Alejandra estaba muy ajena al traqueteo literario, pero escribía tres libros al mismo tiempo. Ciertos amigos no soportaban su velocidad y había quedado un poco a la deriva. Ese transcurrir de fiesta delirante, como ella misma había mencionado su forma de vivir, me tenía como uno de los pocos capaces de acompañarla. Primero en su departamento de la calle Montevideo y después de internada, ir a buscarla al Hospital Pirovano para pasar los fines de semana juntos.
Y el espanto del final.
Justamente no estaba en Argentina cuando ella decidió entrar en el mar del espejo. Me enteré al regresar. Vivimos más de un año de experiencias casi innenarrables. Regresando los domingos al hospital bajábamos del subte en Chacarita. Alejandra corría hacia unas confiterías que ostentaban enormes bandejas cubiertas de medialunas. Las contemplaba como si fueran una obra de arte y señalaba alguna medio quemada. A las carcajadas, conversaba con ella como si fuese un pájaro herido y enjaulado, de otra estirpe. Pasamos mil aventuras juntos. Ella es uno de los personajes que abordo en un futuro libro, que saldrá en breve.
¿De qué hablaban a diario?
De infinitas cuestiones… Tantas que ahora no podría decir exactamente cuáles, pero siempre relacionadas con sus poetas amados: Trakl, Yesenin, Char, Artaud. Incluso conversábamos sin necesidad de palabras. Telepatía poética absoluta como también después me sucedió con la incandescente Marosa Di Giorgio, a quien tuve la suerte de traer desde Uruguay para presentar su primer libro en el Centro Cultural Ricardo Rojas, con Batato y Alejandro Urdapilleta. Alejandra me conectó con Olga Orozco, a la que llamaba mi madre poética. Y gracias a Olga conocí a otra estrella: Amelia Biagioni. Y así una lista de musas y creadores casi imposible de enumerar.
¿Qué habrá sido aquello que te inspiró la primera vez?
Yo nací en San Antonio Oeste, Río Negro, justo cuando en Las Grutas se desbarrancó aquel blanco caballo montado por un indio mapuche. Mi madre, por el espanto, me parió a los ocho meses y estuve a punto de morir porque ya tenía tres vueltas de cordón en el cuello. Ese ahogo vital creo que finalmente se transformó en poesía, porque me salvó la vida. Al poco tiempo nos mudamos hacia Ingeniero Jacobacci, que fue mi propio Macondo. Un pueblo más chico que mi propio apellido, de tres cuadras por cinco.
¿Qué hacía ese pequeño Noy antes de ser poeta?
Era monaguillo, me encantaba ir a la iglesia. Comía hostias desechadas con dulce de leche en un pueblo encantado de viento feroz, repleto de historias por los sismos de Chile. Había unas plantas llamadas tamariscos, huertas con vegetales gigantes y flores que parecían hablarme. Al fin empecé a entender que todo tenía su propia voz y aprendí a traducirla. Mi maestra de la escuela primaria, Nilda Mazzuca, tambien era poeta y me eseñaba danza flamenca para los actos del colegio. Estamos conectados hasta ahora vía Facebook.
¿Cómo llegó Borges a tu vida?
Un tarde de invierno, cerca de la Biblioteca Nacional. Resultó imposible no ofrecerme a acompañarlo cuando lo vi esa tarde de lluvia, bajo un paraguas, parado solo en la esquina. Quedaba media cuadra para llegar a la puerta giratoria de la Biblioteca. Lo tomé del brazo y enseguida me preguntó el nombre. Julio Fernando, le dije. Y en el acto retrucó: “Nadie es sólo su nombre. ¿Cuál es su apellido?” Cuando dije Noy quedó como fascinado, o conmovido, y disparó: “¿Noy con y griega?” Sí. “¿Y qué es usted del Noy del Abasto?” Su nieto, le comenté azorado. ¡Para qué! Me contó su historia y la de los guapos orilleros. Mi primer conocimiento sobre El Noy fue a través de Borges. Recuerdo que la gente se amontonaba silenciosa para escucharlo. Después lo seguí viendo en El Sibarita, a la vuelta del Di Tella. Lo acompañaba una elegante señorita japonesa, de minifalda, llamada María Kodama. Yo iba porque me encantaba el goulash y también para espiarlo. Incluso, alguna vez le hice alguna broma pesada.
¿Cuál?
Él iba con Silvina Ocampo cruzando la Galería del Este, pasarela de divas como Dalila Puzzovio, Rosita Frou Frou, Egle Martin, Mercedes Robirosa y Marilú Marini. Yo me escondía entre la multitud y le recitaba poemas suyos casi a los gritos, pero disimulando el gesto. Entonces se detenía impresionado. Le daba un pánico enorme y se escondía en algún local. A veces en un anticuario o en la librería Las Palabras, que él frecuentaba asiduamente, ya que vivía muy cerca. Era un chiste inaudito, como una serenata fantasma, sin imaginar que reaccionaría espantado. Después lo llamé varias veces por teléfono, siempre atendía con su habitual gentileza. Borges fue la luz de un siglo que pasó y siempre estará. Un faro. En realidad los poetas como él traducen la luz de Dios incluso para los profetas.
Del hippismo a estos tiempos y de nuevo los enfrentamientos, el término grieta. ¿Qué te genera?
No es simplemente un mero término y me atraviesa el corazón a dentelladas. Yo lo siento como un cráter, peor que un sismo quieto. Toda mi vida ejercí la política-poética sin límites ni banderas. Pero vivimos un momento desesperante, al que por supuesto no podría estar ajeno. Amigos que uno admira y de pronto se esfuman y otras tristes cuestiones de las que realmente no encuentro respuesta, salvo en la escritura.
¿Qué es la estupidez?
Una deplorable conjura, muy frecuente en estos tiempos, considerada o disfrazada como genialidad. Es una de las bases por las cuales creo que los cielos nos castigan. Un terrible error que sea la estupidez al poder y no la imaginación, la creatividad o la propia poesía, cada vez más soslayada. Pero no por los jóvenes que escriben y leen sin cesar. Eso ya es un milagro parecido a la resurrección.
¿Y la vulgaridad?
Es estar en el subte leyendo algo exquisito y que de repente una voz chillona te atraviese diciendo: “Viejo, poné la pava para el mate que llego en un ratito”. Es lo obvio ululante. Y para colmo, extremadamente fácil de contagiar. La vulgaridad nos acosa, pero nada perturba nuestro corazón de rosa. ¿Ves? ¡Acaba de salir un poema! Ojalá tenga razón.
¿Por qué motivo no vivirías en otro país del mundo?
Porque venero Argentina y Buenos Aires. Tanto, que a veces subo a un taxi y pido: “Lléveme a cualquier lugar hasta trescientos pesos”. Cuando puedo, pago por la contemplación de nuestra ciudad siempre encantada. La poesía no está sólo en los libros. Yo gozo viendo la gente, las ventanas, los detalles mínimos de mi Buenos Aires herido por el mismo rayo que nosotros, los que igual sentimos que al fin ha de volver el fénix, de una vez para siempre.
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