Federico Fellini y el origen de los sueños
Tras cinco años de reformas y varios intentos fallidos, reabre en la ciudad de Rímini la mítica sala Fulgor, donde el cineasta italiano vio sus primeras películas y cuyos alrededores inspiraron escenas memorables de una obra cargada de recuerdos
RÍMINI, Italia.– Es una tarde soleada y en el Café Commercio, frente a la Plaza Ferrari, las mesas de la vereda están repletas. El público se divide en dos: los que piden un espresso y lo toman a las apuradas, y los que se acodan a la barra y hojean La República. Es probable que ninguno de los presentes sepa que El Commercio existe desde fines del siglo XIX; que desde entonces cambió tres veces de lugar; que el café que busco, el que aparece –en gran letrero de neón azul, durante la escena de las Mil Millas– en la película Amarcord no es, en rigor, éste, ni ningún otro; es probable que ellos no sepan, pero Lenny –encargada del salón– sí que sabe, y lo cuenta con soltura.
–El primer Café Commercio –dice, mientras toma un papel y hace un rápido bosquejo del centro histórico de la ciudad–, estaba acá, en este ángulo de la Plaza Cavour. En los años sesenta, se instaló donde hoy funciona el Café La Galleria, al otro lado de la misma plaza. Es ahí adonde solía ir Fellini. Nosotros abrimos recién en 1996.
Es curioso, pero en el Café La Galleria no hay letreros ni alusiones del tipo “a este café lo frecuentaba una de las insignias del séptimo arte”, como sucede, por ejemplo, en París con Les Deux Magots, donde hay placas que confirman que Sartre y Simone de Beauvoir eran habitués, o en Lisboa, con el Martinho da Arcada, que destaca a Fernando Pessoa como un cliente muy especial. De hecho, en ninguno de los lugares ligados a la historia personal del artista italiano, como la casa de la Via Dardanelli 10 (actualmente, un chalecito de tres plantas y frente con doble escalera de acceso) o la situada en la esquina de las Vias Clementini y Anfiteatro, hay leyendas alusivas, con la excepción del Gran Hotel Rímini.
Lo que no falta son locales con nombres de películas o, acaso, de personajes icónicos de las obras del maestro: Café La Dolce Vita, tienda de recuerdos y productos regionales Amarcord, Hotel La Gradisca, Restorán dalla Saraghina... Llamados así más por admiración de sus dueños –todo hace suponer–, que por razones estrictamente comerciales.
–Lo anecdótico –continúa Lenny– es que el Café Commercio de Amarcord es una de las tantas puestas en interior de Federico Fellini.
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El cineasta italiano nació en Rímini, en la costa adriática, el 20 de enero de 1920. A los 17 años, terminó el colegio y se fue a Florencia a trabajar, pero enseguida decidió mudarse a Roma y ahí se quedó. Aún así, su ciudad natal –a la que sólo regresaba de visita– apareció siempre en su imaginario y, de modo solapado, en películas como Los inútiles (1953), pero sobre todo en Amarcord (1973).
Fellini nunca filmó en Rímini ni hizo mención jamás al nombre de la ciudad en su obra, sin embargo, las insinuaciones están a la vista: el Gran Hotel, la Fuente de la Piña (en la Plaza Cavour), el Cine Fulgor, el Café Commercio. Y el mar, el empedrado, las motocicletas. Esas insinuaciones, información en libros y charlas con seguidores de su obra sirven de base para trazar un circuito por los lugares que marcaron su niñez e inspiraron escenas memorables.
Rímini es una localidad de la región de Emilia Romaña, situada en el norte de Italia, y es, además, uno de los centros de veraneo más frecuentados de Europa. A los mil doscientos hoteles se suma una apabullante oferta de cafés, bares, restaurantes y clubes nocturnos, ubicados mayoritariamente en el sector de Marina Centro, en el Lungomare, que recibe a turistas de todo el mundo y da empleo tanto a locales como, principalmente, a rumanos, sicilianos y marroquíes. No es casualidad que la señalética y también los menús estén traducidos en tres y a veces cuatro idiomas.
Los hoteles de lujo no son la regla, sino más bien la excepción. Entre ellos, sobresale el Gran Hotel. “En las noches de verano –recordaba Fellini en su libro Rímini, mi pueblo– el Gran Hotel se convertía en Estambul, Bagdad, Hollywood. En sus terrazas, protegidas por unas cortinas de finas plantas, tal vez tenían lugar fiestas a lo Ziegfeld. Se entreveían desnudas espaldas de mujeres que parecían de oro, enlazadas por brazos masculinos de blancos smokings, mientras un perfumado vientecillo a ratos nos traía musiquillas sincopadas, lánguidas hasta el desmayo.”
En un jardín florido con rosas y malvones, caminos interiores conducen a una escalera de acceso a la gran terraza inmortalizada en Amarcord. Es acá o, mejor dicho, en la reconstrucción escenográfica que Fellini hizo del hotel en los estudios de la Cinecittà, en Roma, donde uno de los personajes mira a la cámara y dice: “Yo llamo al Gran Hotel la vieja dama de la ciudad. Todo el año vengo a sentir el frisson del romance… a dar y recibir amor”. Y es, en esta terraza, donde hombres y mujeres perfumados bailan al ritmo de la música de Nino Rota, episodio que también remite de inmediato a la niñez del cineasta.
Un conjunto de salas que conserva su estilo original. Entre ellas, la dedicada al célebre director: sillones rojos, arañas de cristal, un largo espejo de marco plateado y fotos de Fellini y de la Rímini de principios del siglo pasado. La Suite Regal 315 y 315 B, que solía ocupar el maestro y Giullieta Masina, su esposa, cada vez que visitaban la ciudad y donde él sufrió el derrame cerebral que le causaría la muerte en Roma tiempo después, ostenta una soberbia cama con respaldo tapizado en color manteca y “tiene la mejor vista de la playa”, según comenta Eugenia, recepcionista del turno tarde, mientras se acerca a una de las ventanas y descorre apenas el cortinado.
En la Oficina de Información Turística no dicen demasiado, pero obsequian La mia Rimini, un texto en formato de revista y en tres idiomas con ilustraciones de quien antes de hacer cine hizo caricaturas, y confirman que el Museo Fellini cerró hace un par de años y que uno nuevo –del que formará parte el Cine Fulgor y el Castillo Sismondo– abrirá próximamente.
En la plaza Federico Fellini –un rectángulo verde con una fuente casi centenaria: la de los Cuatro Caballos–, una mesa a la calle del restaurante la Casina del Bosco, donde preparan las piadinas más sabrosas de Rímini, resulta el lugar ideal para sentarse a ver los dibujos del libro: el Gran Hotel, personajes de películas y mujeres voluptuosas, de traseros prominentes, montadas en bicicletas que les quedan chicas. El temor al traje de baño –de adolescente el cineasta era muy delgado y eso lo acomplejaba– hizo que se dedicara al arte y abriera con Demos Bonini un taller artístico (FEBO) enfrente de la catedral. Juntos hacían caricaturas y retratos de señoras, a quienes visitaban en sus casas. Él firmaba Fellas y hacía el dibujo; Bonini le daba el color.
“Hay un hecho evidente –confesó Fellini en su libro–, no me gusta volver a Rímini. Tengo que admitirlo. Es como una parálisis. […] Cuando estoy en Rímini, me siento invadido por fantasmas archivados.” Sin embargo, el maestro volvió a Rímini una y otra vez.
“Salí en el 37. Volví en el 46. Llegué entre una marea de escombros. De las ruinas tan solo surgía el dialecto, la cadencia de siempre, una llamada: ¡Dulio, Severino!, esos nombres curiosos y extraños”. Y ante aquel espectáculo, creyó que el ultraje de la guerra había sido desmesurado.
En 1967, él regresó para escribir el libro Rímini, mi pueblo y tuvo la misma sensación de cuando había vuelto la vez anterior. Antes, por haberse encontrado con un mar de escombros. Ahora, por el mar de luces y hoteles, y la atmósfera falsa y feliz que se percibía en el aire.
Entre tanto, hacía tiempo que Fellini había descubierto otra Rímini cerca de Roma. “Rímini en Roma es Ostia”, dijo.
Los sentimientos del realizador hacia su pueblo fueron, al parecer, contradictorios, pero nunca indiferentes. Al contrario. “Creo que cuando uno habla de lo que conoce, de sí mismo, de su familia, de su terruño, de la nieve, de la lluvia, del despotismo, de la estupidez, de la ignorancia, de las esperanzas, de las fantasías, de los condicionamientos políticos o religiosos, cuando uno habla de la vida con sinceridad, sin querer aleccionar a nadie ni preconizar filosofías o transmitir mensajes, cuando uno lo hace con humildad y sobre todo con una visión proporcionada de las cosas, creo que lo que diga estará al alcance de todo el mundo y todos podrán identificarse con él”, dijo en una entrevista en tiempos de Amarcord (cuando obtuvo su cuarto Oscar), incluida en la biografía escrita por Tullio Kezich.
No obstante, ¿Rímini quiere a su “hijo mayor”?
Paolo Fabbri –riminense, profesor de semiótica, fellinólogo de rango y último director de la Fundación Federico Fellini– dice, vía correo electrónico, que es una pregunta difícil de responder.
–En comparación con otras ciudades de la cultura, nosotros decimos que Rímini es turística y que por eso su memoria es cortoplacista, de temporada.
La Fundación –creada en 1995 por iniciativa de Maddalena Fellini, hermana del director, y del Ayuntamiento de Rímini– cerró hace un par de años y todas sus pertenencias se encomendaron a la filmoteca de la ciudad. En cuanto al museo dedicado al maestro, según Fabbri, no estaba a la altura del personaje y por eso decidieron cerrarlo.
La presencia del señor de las imágenes en su ciudad natal es innegable, pero casi siempre difícil de probar. El admirador extremo sabrá reconocer la Fuente de la Piña, en la Plaza Cavour, en pleno centro de Rímini, claramente visible en Amarcord, pero es probable que no pueda localizar el lugar donde ocurrió la segaveccia –la fogata primaveral, al inicio del film– o la casa donde el cineasta conoció a su primer amor.
Por recomendación del vendedor de productos regionales Amarcord, cruzar el puente de Tiberio y darse una vuelta por San Giuliano, antiguo barrio de pescadores, permite vislumbrar paredes repletas de personajes fellinianos. Otra sugerencia es visitar la Iglesia de los Servi, que Fellini recordaba en su libro como un edifico oscuro y sombrío. “En inverno nos helábamos”, escribió. Antes de esa visita se pasa por la puerta del cine Fulgor, con cuyo propietario el futuro ganador de cinco premios Oscar –la mayor producción reunida por un realizador no norteamericano– había llegado a un acuerdo: hacer caricaturas de divos y personajes de los films en cartel a cambio de entradas gratis para él y sus amigos.
Desde la estación de trenes, en el colectivo número 9 se llega hasta al cementerio. A pesar de que a Fellini no le gustaba volver a Rímini, finalmente volvió. Y acá está: en el panteón familiar, junto a su esposa y su hijo, en una tumba con forma de nave que viaja a través del tiempo y que, al decir de su autor, el escultor italiano Arnaldo Pomodoro, representa a la vez la grandeza y gloria de la obra del cineasta.
–Si son para Fellini –dice el florista–, que sean rojas.