The Keys, Los Cayos (y no Las Llaves, como la literalidad del traductor de google se empeña en validar), proponen un viaje sin tropiezos por la Overseas Highway que arranca unos 30 km al sur de Miami y se detiene en Key West. De principio al fin, el escénico paisaje del azul marino y el turquesa de los trópicos se reitera a través de los 42 puentes que hilvanan un camino de más de 240 km. Sólo por el cruce de este famoso "puente de las siete millas", merece llegar hasta el último enclave poblado de Los Cayos, un rosario de 1.700 islas que se desgrana de este a oeste entre el Golfo de México y el océano Atlántico, al sur del sur de la Florida, conclusión del gran país del norte americano.
Sol, mucho calor y la inevitable humedad del lugar son los imperativos climáticos de Los Cayos que inducen a bucear, a otear cardúmenes desde la superficie del agua salada snorkel mediante, a navegar en kayak, o a vela, cuando el viento lo permite, e incluso a hacerse a la mar para practicar pesca de altura. Esto último fue una de las pasiones que el escritor Ernest Hemingway cultivó, afincado en Key West. Su aura pervive en este enclave libre de prejuicios donde, una vez al año, durante los diez últimos días de octubre tiene lugar una celebración fuera de serie, considerada la más divertida urbi et orbi: la Fantasy Fest.
KEY WEST SE PINTA PARA LA FIESTA
La ciudad recibe a puro sol. Key West es minúscula –apenas 13 km2– y luce sin pompa la armonía de sus casas de madera, muchas construidas entre 1886 y 1912 y coloreadas en tonos pastel, con techos a dos aguas y galería. Árboles de lima, palmeras y otras botánicas la embellecen y alivian con su sombra calles y jardines.
En los 70 aquí ya se respiraba un aire de libertad sin ira, y si en la década siguiente la comunidad gay plantó su bandera, la proximidad con Cuba a meros 170 km (como lo señala Southernmost Point, esa réplica de boya que marca el extremo más austral de la isla en el cruce de las calles Whitehead y South), convirtió Key West en la meta posible de una vida mejor.
Dicen que fue el norteamericano Joseph Liszka el inventor de la Fantasy Fest con el fin de impulsar el turismo en octubre, a modo de preámbulo de Halloween, y que esto sucedió en 2005. Sin embargo, los propios protagonistas de esta celebración mayúscula aseguran que ya acusa cuatro décadas. Hay quienes participan desde sus principios, otros hace 30 años, y así.
En realidad, poco importa quién inventó qué y cuándo. Lo más significativo es el espíritu que la anima durante los días que dura. En ese lapso sucede una explosión de euforia corporal en el que, de la mañana a la mañana siguiente, miles de personas se exhiben en público según la fantasía –justamente– de cada cual. Además del recurso de la piel intervenidacon diseños increíbles, casi todas las expresiones giran en torno a la desnudez –con alta dosis de inventiva– y, bien mirado, tiene sentido: el clima ayuda para andar en cueros. En edades, gana la gente muy adulta: la mayoría se ubica en la franja de los 60 para arriba; siguen los que se sitúan entre los 40-50 y ya por debajo, si bien abundan, estos participantes son minoría.
Fantasy Fest es una fiesta integradora, muy divertida, signada por la ausencia de pudores y, por lo tanto, liberadora. No se trata solamente del color con que se expresa; es la evidencia de cuán fácil resulta convivir donde sólo cabe el respeto, sin importar tendencias políticas, religiosas, sexuales, color de piel ni edad. El mejor ejemplo lo puso el cierre de la última edición; después del magnífico desfile de carrozas, cerraron filas los Jesus Lovers (Amantes de Jesús) con sus proclamas para ganar el cielo. No se trató de una irónica representación del fundamentalismo religioso, sino que, muy en serio, esas personas apelaron a la salvación del alma a través del amor a Jesús. Todos tienen un lugar en este evento único y sin fronteras.
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