Fantasías de servicio
Una falacia aceptada por la sociedad argentina es que un puesto en una repartición oficial depende del gobierno. Otra fantasía instaurada, por la burocracia sindical ésta, es que el empleado público es un trabajador. Estos seres humanos no deberían pertenecer a una administración política, pero se alinean y, como resultado, dedican muy poco tiempo a trabajar.
La función debería ser la de servidor público o, quizás, de funcionario del Estado, "empleado civil", como los llaman en Europa, en vez de ser correveidiles de quienes los acomodaron. Pocos miembros de este sector dan la impresión de desear el "trabajo". Esas legiones informes (empleados) en colores opacos surgidos de un pasaje de Franz Kafka que se llaman por sus apellidos suelen destratar a todo individuo (salvo que sea influyente o recomendado), olvidando que éste es contribuyente y que, aun cuando solicite el más engorroso trámite, es el empleador de toda persona con contrato estatal. Pero luego de cada elección presidencial hay funcionarios que parecen nombrados con la expresa misión de desconocer todo esfuerzo en bien de la comunidad.
Hay excepciones, claro, y muy honorables. Entre nosotros, en la ciudad de Buenos Aires, la Dirección de Museos hace una labor ponderable, y también la hace la Incubadora de pequeños emprendimientos del Gobierno de la Ciudad, así como el Centro de Diseño, en Barracas. Son pequeños núcleos de luminosidad en un panorama municipal gris. En el nivel nacional, la recolectora de impuestos, AFIP, es considerada entre las reparticiones más independientes a la vez que eficientes. Claro, su autonomía la coloca aparte, como algo a lo que se aplica la ley de los cementerios: los de adentro no pueden salir y los de afuera no quieren entrar. Por esta razón, la repartición puede ocuparse con esmero de un sector claramente definido: el contribuyente pagador.
No tenemos una administración pública que haga honor al nombre. Nos felicitamos por tener algunos buenos funcionarios, los ponderamos, los proyectamos como modelos, y sólo hacen lo que se les asigna. Estamos acostumbrados a ser maltratados; a ir a un hospital a las cuatro de la mañana para sacar número, que debería obtenerse por teléfono; a pasar la mañana en la Anses con el único fin útil de tener tiempo para leer la última novela de Harry Potter o releer a Proust. Los trámites no tienen fin. Habría que cobrarles a los empleados de gobierno la calefacción y la luz que consumen diariamente y que los impuestos subsidian. Las administraciones de Córdoba y Entre Ríos, entre otras, cerraron sus oficinas públicas en semanas cortadas por feriados y vacaciones para ahorrar gastos. Tan drástica medida refleja la inutilidad de los funcionarios y el desprecio político por el público contribuyente: el evasor es piola, el ciudadano consciente es un kelper.
La reforma del Estado que pregonan los partidos necesita incluir la profesionalización del servicio público. Sin esa función esencial de gobierno no habrá progreso.
El autor es periodista y escritor