Fangio y la veloz tortuga
El autor de esta nota tuvo el raro privilegio de conocer a Fangio a través de varios encuentros, a partir de los años 70. En uno de ellos fue su acompañante en el Autódromo; en otro, recibió una clase magistral sobre cómo se maneja en el vértigo de Buenos Aires. Así consiguió una explicación de por qué somos campeones mundiales en accidentes de tránsito, y una significativa radiografía de "la condición argentina". De yapa, la revelación de una paradoja: Fangio admiraba a las tortugas.
Entré a su despacho, miré hasta donde pude, me llamó la atención su despojo. El adorno más notorio era una pesada tortuga de bronce. ¿Por qué justamente una tortuga sobre su escritorio? Sentí que no era momento para la pregunta y la dejé para después; me quedé con la espina, latiéndome.
Fangio. El sonido de esta palabra tiene, para los humanos a los que nos tocó ser argentinos, gustito a patria. Nuestra capacidad torácica desde siempre se ensancha cuando sale a relucir Fangio: cinco títulos mundiales de Fórmula 1. Cinco, y conseguidos ya cuarentón. Más allá de sus hazañas, cómo iba a imaginar Fangio el mal que nos hizo, con tanto podio y laureles que supo conseguir. Educados, sembrados desde la escuela para creer que "somos los mejores del mundo", los épicos podios de Fangio nos hicieron creer que la pueril barbaridad de ser en el planeta los mejores era cierta.
Pero la vida y las calamidades nos alcanzaron, nos bajaron el copete y a la fuerza tuvimos que aprender. Nos convertimos en un agujero con forma de mapa. Ni los mástiles quedaron. Desgracia con suerte porque, ¿qué bandera hubiéramos izado? Pero, claro, ingeniosos como somos, pronto nuestra fantástica vanidad encontró consuelo argumentando que somos "los más inexplicables del mundo". Siempre "los más". Como diría el viejo Serafín Ciruela: ¡Ego y figura, hasta la sepultura!
Fangio no tenía la culpa, ciertamente, de lo nocivas que iban a ser para nuestro metabolismo egocéntrico sus reiteradas hazañas ecuménicas. Tampoco Maradona la tuvo.
Este Caminante Quieto jura por sus siete abuelas que, al volante de un auto, no ha conocido persona más lenta. Lo entrevisté en varias ocasiones. Una fue con él manejando por las calles de Buenos Aires. Esa vez me desayunó de un secreto: "Si usted quiere ir más rápido, elija siempre el carril más lento, el de la derecha".
¿Por qué tan despacio?
Año 1949: Gran Premio de la República de Turismo de Carretera. Por entonces yo vivía en el límite de Luján de Cuyo con Godoy Cruz, en Mendoza. Por el carril Cervantes pasaba cada año la carrera. El país se dividía entre los hinchas de Gálvez (Ford) y los de Fangio (Chevrolet). Fangio ya era famoso porque dibujaba las curvas. Casi al llegar al Calvario de la Carrodilla había una que parecía fácil, pero que provocaba derrapes inesperados. Los fanáticos lo esperaban en esa curva ladina, seguros de que pasaría por allí sin despeinarse, muy veloz, fileteando apenas el freno. A eso de las dos aquella tarde asomó por fin el Chevrolet del Chueco y llegó a la curva, pero a baja velocidad; después siguió, igual, muy despacio. Raro, porque el motor sonaba fenómeno. Los hinchas se quedaron sin habla. Después se supo: en ese tramo Fangio cedió el volante a su acompañante. El tenía 40 grados de fiebre. Muchos años después, ya como periodista, pude preguntarle por la curva de Carrodilla.
-Fangio, ¿se acuerda de aquel Gran Premio?
-Cómo no. Estuve por abandonar, con una gripe de la madona. Pero luego gané las etapas Mendoza-La Rioja y Jujuy-Resistencia. Fue mi despedida del Turismo de Carretera. Llegué segundo.
-¿Recuerda el paquetón que le daban cada vez que pasaba por Luján de Cuyo?
-Esas cosas no se pueden olvidar... Los paisanos nos esperaban con paquetes que nos metían por la ventanilla... En Luján de Cuyo, en Vistalba, había siempre un buen paquete con chorizos, morcillas, panceta. Cosas de la buena gente de las provincias. Gente que no tiene tiempo para la envidia.
-¿Dijo?
-Gente que no tiene tiempo para la envidia. Gente de trabajo.
Mejor prevenir que...
Verano de 1975. Fangio accede a que vayamos hasta el autódromo. Yo quería contar lo que se siente "a la velocidad de Fangio". Ya estamos. Mediodía, sol pleno, nadie en la pista. Da una vuelta despacio. ¿Por qué tan lento? "Para asegurarnos de que el circuito está cerrado". Se detiene y mira de reojo al fotógrafo Carlos Abras, que va atrás. También a mí, a su lado. Silencio largo. Fangio suspira.
-Cuando usted quiera, Fangio.
-Hijo, cuando ustedes se ajusten el cinturón.
(Pone primera, pisa el acelerador y allá vamos. El asfalto se empieza a escurrir por debajo de nuestro rumbo: 120... 150... Entramos y salimos de las curvas con naturalidad. Fangio maneja con las dos manos, la cabeza algo inclinada. Le hago un par de preguntas. No me responde. Entrando a una recta me animo a insistir:)
-¿Podría ser más rápido?
-Podría ser.
-Me parece que seguimos a la misma velocidad.
-No se equivoca. Pero vayamos con calma.
-¿A usted acaso no le gusta la velocidad?
-La velocidad tiene su tiempo. Siempre es bueno bajarse del auto. Digo, bajarse uno, sin que a uno lo bajen.
Fangio y Napoleón
Faltan dos meses para que cumpla sus 80 años de edad. Esta vez el reportaje será mientras circulamos por el alucinante infierno de la Capital Federal.
-Usted estará enterado, Fangio: los argentinos somos los campeones mundiales en accidentes de tránsito.
-...
-Le comentaba, sobre ese terrible récord que ostentamos...
-...
(Ante su tenaz silencio, enmudezco. Como a los dos-tres minutos salimos de la zona. Sin mirarme, me dice:)
-Je, usted pensará que aparte de viejo soy sordo. Sabe, hijo, cerrando mi boca le di mi primer consejo para manejar. Hay momentos en los que el conductor necesita concentración máxima. Si no, viene el macanazo. No se pueden hacer dos cosas a la vez.
-Dicen que Napoleón hacía tres o cuatro.
-Napoleón nunca manejó en Buenos Aires.
-Pero hacía cosas de alto riesgo. Y simultáneamente.
-Hijo, de un petiso se puede esperar cualquier cosa. Pero por más petiso y Napoleón que fuera, tengo mis dudas de que, puesto a conducir un auto aquí, también se dedicara a charlar en momentos complicados. Pasa que cuando los conductores manejan, no sólo hablan, sino que se tientan y miran al que va al lado, o atrás. Suficiente. Una décima basta para mandarse una macana o para no evitar la macana que se mandó otro distraído.
-Difícil no hablar.
-Cuando se maneja, se maneja... Usted me trajo a Napoleón. Bueno, Napoleón le decía a su criado: "Vísteme despacio, estoy apurado". Esta frase viene como anillo al dedo para los conductores de ciudad o de ruta: poco acelerador si hay mucho apuro.
(Fangio calla. Sus silencios enseñan. Al detenernos en el próximo semáforo, reanudo el diálogo:)
-¿Usted siempre anda tan despacio como ahora?
-Ni despacio ni rápido. Fíjese: ando como se puede. Pero no se engañe; ando menos despacio que lo que a usted le parece. Para medir la velocidad en la ciudad no hay que fijarse en el velocímetro. Observe en las próximas cuadras: yo andaré más despacio que casi todos los otros autos cercanos. No pasaré de los 50 kilómetros, pero al final de la avenida verá que seguimos a la par del más rápido.
-¿Cómo se explica eso?
-Sencillo, hijo: yo acelero bastante menos, pero también freno bastante menos. Mire usted: en la próxima luz verde varios saldrán como si partieran en Monza. Ganarán cincuenta metros en cien. Pero toda la ventaja la perderán en el próximo semáforo. Un trastorno al cuete: para hacer el mismo promedio la mayoría mortifica caja, frenos, embrague. Y gastan más nafta y hacen más ruido y se estropean los nervios. Suman puntos sólo para dos campeonatos.
-¿A qué campeonatos se refiere?
-En el próximo semáforo le digo.
-... Fangio, llegamos al semáforo. ¿Para qué campeonatos suman puntos los apurados?
-No sé cómo llamarlos... Sólo sé que los trofeos los entregan o en los talleres de chapa y pintura o en los hospitales.
-Por lo tanto, lo mejor y más económico es andar despacio.
-Ojo, el exceso de lentitud es también un riesgo. Cuidado con convertirnos en un estorbo en la calle, o en la vida.
-La radio en un auto, ¿es peligrosa?
-Menos peligrosa que conversar mirando al acompañante. A la radio no hay que contestarle.
-Usted anduvo más de medio mundo: ¿realmente los argentinos manejamos tan mal?
-¡Al contrario! Los argentinos manejamos muy bien.
-¿Y por qué lideramos la tabla de tragedias?
-Porque se puede manejar muy bien, pero conducir muy mal. Detengámonos y observemos: las cosas que se hacen manejando son extraordinarias. Zigzagueo, frenadas al milímetro. Qué dudas caben: somos habilísimos manejando. Nos sobra pericia. Lo triste es que también nos sobra irresponsabilidad a la hora de cumplir las normas. Ahí los tiene: muy pocos respetan su línea; se pasan vehículos igualmente por derecha que por izquierda; el guiño de giro se lo pone cuando ya se empezó a girar. Y mire las líneas amarillas: están casi borradas porque se anda sobre ellas. Un ejemplo bien claro lo tiene en esta avenida Libertador. Se supone que quienes desean circular a mayor velocidad deben tirarse por la izquierda, pero no pasa eso: si usted quiere ir más rápido elija siempre el carril más lento, el de la derecha. ¿No me cree? Ya verá.
(Fangio calla. Busca el carril extremo de la derecha, y sí, avanzamos con más fluidez. Semáforo. Retoma Fangio:)
-Muchos creen que saber manejar es saber volantear. Saber manejar es mucho más; es saber frenar. Frenar, hijo, es todo un arte.
-¿En qué consiste?
-En no acelerar demasiado para tener que frenar mucho menos. Frenar no significa hundir el pie en el pedal. Eso, muchas veces, puede ser peor. Por ejemplo, cuando llueve no hay que frenar en seco. Conviene saber: se frena no sólo con el freno. A veces, con un oportuno rebaje, pasando de cuarta a tercera, o de tercera a segunda. Y se frena siempre economizando el acelerador.
-Accidentes de tránsito, ¿usted tuvo?
-Un par. Uno en Italia, en Vía Aurelia. Iba a Módena para correr. Traté de pasar una larga fila de camiones. Cuando ya terminaba de hacerlo, desde una calle salió un camioncito con un pobre hombre que seguro venía de trabajar. Al entrar en la ruta me obstruyó. Yo frené, busqué salir por un costado, mi Lancia dio contra un poste y fui despedido. No se usaba cinturón ni para las carreras.
-¿Qué piensa de los cinturones de seguridad?
-En la ruta son imprescindibles; en la ciudad uno se resiste, pero... Pasará lo mismo que con los cascos. En las competencias, hasta 1952 usábamos casco de tela. Al que usaba cascos de los otros le decíamos maricón. Por años yo usé mi boina vasca. Pero gracias al casco reglamentario no me maté en Monza.
-¿Y su otro accidente?
-Fue hace años. Yo iba bastante ligero por la ruta 29. Otra vez intenté pasar dos camiones. Justo cuando el de atrás quiso pasar al otro. Me tiré a la banquina. Raro, el camionero no miró por el espejito. Porque el camionero maneja bien y conduce bien. Vive en la ruta, es su casa el camión, no está para hacer chambonadas. Si me disculpa, después la seguimos...
(Dos, tres cuadras. Fangio maneja siempre con las dos manos. Un detalle: no se agarra del volante: brazos relajados, dedos sin tensión. Semáforo:)
-¿Cuándo no hay que manejar?
-Cuando se ha bebido demasiado, cuando se tienen angustias económicas, cuando se está con problemas sentimentales bravos, esas cosas que... en fin.
-¿Dónde se siente más cómodo: aquí o en las pistas?
-En las pistas, naturalmente. Allí todo es menos imprevisible. Sabe usted, la pista es una ruta para pocos autos, y siempre todos vamos para el mismo lado.
-¿Se podría definir al argentino por su manera de manejar?
-Lo dicho: el argentino maneja muy bien pero conduce muy mal. Padecemos de mala educación y de mala voluntad. En todo caso, hijo, dime cómo conduces tu auto y te diré cómo eres.
El día que Fangio se cabreó
Lo recuerdo a Fangio calmo, pausado, siempre mirando por el espejito, así en el auto como en la vida. Sólo lo vi alterado (pero a su manera, bajo control) por un episodio un día de junio de 1984. Algo tonto, pero muy significativo: estamos en su despacho de la concesionaria de Mercedes-Benz. Accede a las fotos. Pero después del primer rollo se empieza a inquietar por "tanto desperdicio de material". Fangio tenía fama de muy, pero muy ahorrativo. Y lo era. El fotógrafo gatilla. Cuando va a empezar el tercer rollo, decide cambiar de lugar una estatuilla que está sobre un mueble. Para qué. La estatuilla pesa más de lo pensado y el fotógrafo directamente la arrastra. Deja una huella en el barniz. Fangio se arquea, pálido. Una y otra vez desliza sus dedos sobre el mueble herido: "Carajo, carajo". El fotógrafo lo consuela:
-Pero no es nada, don Juan Manuel... un rayoncito... ¡qué le hace!
-Al mueble le ha dolido y a mí.
-Pero si usted puede comprarse veinte de estos muebles por día.
-Doscientos me puedo comprar, pero este mueble está dañado.
(No había gritos, pero el clima era el más indicado para derrumbar cualquier reportaje. El fotógrafo, cachafaz y simpático, no se amilanó:)
- ¿Puedo, don... sacarle un par de fotos más?
-No me animaría a decirle que no... Después de todo, usted es alguien que está tratando de trabajar bien. Y yo respeto el trabajo.
(Pero no vuelve a sonreír. Sus dedos seguirán tratando de cicatrizar ese rayoncito de nada...)
Esa costumbre de vivir
Diciembre de 1990. Otro reportaje, esta vez en una oficina de Avenida del Libertador. Juan Manuel Fangio interrumpe para atender una llamada de larga distancia. Esta vez es cuando aprovecho para bichar su lugar de trabajo y encuentro que el único adorno explícito es una pesada tortuga de bronce. Joder con la paradoja.
-Justamente usted, cinco veces campeón mundial, con una tortuga..
-Simpatizo con ellas. Digame, ¿usted vio alguna vez una tortuga agitada?
-Nunca.
-¿Y vio una tortuga que se rompiera una pierna?
-No, no vi.
-¿Vio alguna que se llevara algo por delante?
-No, tampoco.
-Por todo eso simpatizo con las tortugas. Porque siempre llegan. No tienen accidentes, como los humanos. Bueno, y porque tienen la buena costumbre de vivir muchos años.
-¿Usted quiere vivir muchos años, Fangio?
-Y, ya que estamos... Pero eso sí, sin estorbar el tránsito.
-Le gusta vivir, se ve.
-Si es trabajando, sí.
-Dicen que vivir es el arte más difícil de aprender.
-Así parece: es más difícil vivir que correr.
-¿Por qué lo dice?
-Las carreras duran un par de horas, hijo, pero la vida dura toda la vida.
Posdata
Precavido, prudente, previsor, cauteloso, Juan Manuel Fangio amaba la velocidad de la lentitud. Admiraba la paciencia de las tortugas. Gaucho al fin, domó al vértigo. Y sin querer queriendo dejó una flor de definición sobre los tan inexplicables argentinos: manejamos muy bien, pero conducimos muy mal.
No creo que Fangio estuviera demasiado enterado de Mandela, o de Gandhi. Pero, como ellos, cultivaba sin feriados eso, la inexorable velocidad de la lentitud, la ciencia de la paciencia. Ojo al piojo: la paciencia, nada que ver con la resignación.
Autor de una veintena de libros, algunos traducidos al inglés, italiano, francés y polaco; entre ellos, El último padre ; Don Borges, saque su cuchillo porque... ; De fútbol somos, y el reciente Vincent, te espero desnuda al final del libro .
Para saber más: www.rodolfobraceli.com
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