La historia de las ciudades y su impronta arquitectónica muchas veces se vuelve invisible ante el devenir cotidiano, esa marea de gentes que las atraviesan día a día, las usan hasta el cansancio de la vida laboral, las disfrutan a cuentagotas, las odian más de lo necesario y las vuelven a querer, solo de a ratos, para encontrar esos espacios de deleite urbano. Así sucede con esa parte de Buenos Aires, ahí donde las avenidas Del Libertador y Figueroa Alcorta parecen juntarse entre parques prolijamente distribuidos, el Museo de Bellas Artes, esculturas y árboles añejos: el rastro de una ciudad que, en esa porción, buscó siempre su parecido con Europa. Desde el puente peatonal curvado que cruza Figueroa Alcorta, la sede de la Facultad de Derecho –tan incorporada al paisaje que se volvió costumbre– se expande como un Partenón porteño, un edificio que (imaginado hoy) sonaría a un delirio de grandeza.
Inaugurado en 1949, el edificio nació en el centro de un debate entre urbanistas y, hasta el día de hoy, se discute el carácter ideológico de un estilo que exuda nacionalismo.
Sin embargo, a fines de la década del 30, la Argentina atravesaba un boom de la obra pública que exudaba nacionalismo, en una época de auge de los fascismos en Europa y del advenimiento de la Segunda Guerra Mundial. Varios de los edificios que componen el acervo del Estado en la Ciudad de Buenos Aires, y también en el resto del país, fueron pensados y construidos en esos años: solo sobre Plaza de Mayo, Hacienda, AFIP y el Banco Nación, entre otros.
Fue en ese contexto en el que arquitectos y urbanistas discutían los planes para modernizar las sedes de la Universidad de Buenos Aires. Un grupo, nucleado en la Sociedad Central de Arquitectos, pujaba fuertemente para que la Ciudad Universitaria (todavía inexistente por entonces) concentrara todas las sedes en un mismo predio, una tendencia que empezaba a vislumbrarse a nivel internacional. Otro grupo, vinculado a los urbanistas oficiales y funcionarios, quería intervenir la ciudad con la aparición repentina, imponente, de edificios que demostraran la potencia cultural, educativa, económica y política que (creían) tenía garantizada la Argentina. Así, en 1939, el rectorado y el decanato de Derecho obtuvieron el fruto de su lobby: lograron incorporar el artículo 5 de la Ley 12.578 para consignar el presupuesto de la construcción de la nueva sede y, de esta manera, abandonar el edificio sobre la avenida Las Heras, donde hoy funciona la Facultad de Ingeniería.
"Lo que encuentro en relación con la arquitectura de mediados de los años 30, por ejemplo, el Ministerio de Hacienda, es que son muy complejos en el interior. Es decir, había una intención neoclásica por fuera, pero por dentro había una cosa moderna. En Derecho, como el edificio está construido sobre filtros de obras sanitarias, en el subsuelo hay una megapileta, un gimnasio", explica Cecilia Durán, arquitecta e investigadora especializada en esa etapa.
En efecto, la obra fue diseñada por los arquitectos Arturo Ochoa, Ismael G. Chiappori y Pedro Mario Vinent, quienes resultaron ganadores de un concurso público, en 1939. La Sociedad Central de Arquitectos lo objetó: sostenía que los planos, el tenor y el estilo ya estaban acordados antes de su aprobación, según se indica en el libro Historia urbana y arquitectónica de la Universidad de Buenos Aires, de Mario Sabugo, Horacio Caride, entre otros investigadores. Dos años después de asignado el proyecto, las obras se pusieron en marcha y, en 1949, con la presencia del presidente Juan Domingo Perón, la nueva sede de la Facultad de Derecho fue inaugurada, aunque la obra se completaría en su totalidad recién en 1960. De los tres arquitectos, solo Chiappori llegó a verla terminada.
Inscripto en la tradición monumentalista, las columnas de estilo dórico, el tipo de materiales utilizados, todo conformaba un tufillo que evocaba a la arquitectura fascista, especialmente de tradición alemana. "La historiografía de la arquitectura, monolíticamente afiliada al Movimiento Moderno, lo condenó sin atenuantes", señalan Sabugo y cía, quienes citan a Fabio Grementieri y Claudia Schmidt: "La nueva sede ostenta, en cambio, un clasicismo masivo y arcaizante, a la manera de los edificios públicos alemanes contemporáneos, sustentados por masas de hormigón manejadas más como obra de mampostería romana que como esqueletos de soporte. La relación con los proyectos concebidos para Berlín por Albert Speer (N de R: considerado el arquitecto de Hitler) es evidente en la articulación de volúmenes encastrados de los exteriores y en las imponentes matrices geométricas de los espacios interiores".
La identificación con el peronismo y un supuesto vínculo con el nazismo, cruzado por la simultaneidad en su inauguración, le han valido al edificio una serie de malentendidos. Es una lectura simplista
Esta identificación con el peronismo y un supuesto vínculo con el nazismo, cruzado por la simultaneidad en su inauguración, le han valido al edificio una serie de malentendidos, apunta Durán, que además resultaron una complicación para trazar seriamente una historia de la arquitectura legada por el justicialismo. De hecho, historiadores como Tulio Halperín Donghi utilizaron la sede de Derecho como un ejemplo de la pretensión "imperial" de Juan Domingo Perón. "Es muy usual que se haga esa lectura simplista de ese proceso histórico, donde además había muchas líneas arquitectónicas; no todas eran neoclásicas, también había pintoresquismo, modernismo, etcétera", agrega Durán.
Vida y destino
La vida y la historia de la Facultad fueron, y siguen siendo, muy prolíficas. De allí se gradúan unos 2000 abogados por año y circulan más de 30.000 estudiantes por ciclo lectivo en sus aulas distribuidas en 40.000 m2. La imponente escalinata que termina en las 14 columnas dóricas (sobre las que ronda un maleficio que augura un fracaso universitario a quienes se atreven a contarlas) es la antesala del lobby, que desemboca en el salón de actos: un amplio auditorio para 1200 personas, custodiado por una enorme pintura de Antonio González Morenoque había sido encargada por el ministro de Justicia Jorge Coll y que representa (sin metáfora) el rol de la Universidad en la formación de la clase dirigente argentina.
Por sus aulas distribuidas en 40.000 m2 circulan 30.000 estudiantes por ciclo lectivo y se gradúan 2000 abogados por año.
A pesar del caudal de alumnos, adentro reverbera un eco a hospital; de lejos se escucha algún taco que atraviesa las luces oblicuas del sol colándose por las ventanas con orientación al Río de La Plata, que, desde las aulas del último piso, llega a verse con nitidez.
La fachada luce vacía, casi sin vida. Creer o reventar: solo los alumnos escépticos del conjuro mitológico académico utilizan las escalinatas del frente para ingresar a la Facultad; la mayoría lo hace desde uno de los laterales, lindero al moderno Centro de Exposiciones. Dicen que esa entrada es el inicio del fin de la cursada por anticipado. No es casualidad que la escalera permanezca prácticamente libre de los restos de huevos, harinas y otras cosas que se les tiran a los recién egresados.
Modernismo funcional
En Derecho, hay dos obras de Benito Quinquela Martín (una de ellas, de cabecera de la pileta) y dos esculturas monumentales (una representa al alumno, la otra al profesor) talladas en mármol de Carrara por los artistas Roberto Capurro y Carlos de la Cárcova. "Eso era algo típico de la arquitectura de esa época; se contrataban artistas para decorar los interiores y, además, se construía con materiales muy nobles y se tendía a utilizar materiales nacionales porque era parte del discurso nacionalista", amplía Durán.
Sobre el ala izquierda, el granito se convierte en madera a la entrada del decanato. La pared del pasillo, pintada de caoba oscuro, como antesala de un salón plagado de boiserie depurada, abstracta, sin ornamentos, sillones y silencio academicista: apenas un grupete de alumnos que esperan su turno para presentar sus trabajos.
Más allá, el consejo directivo y la sala de profesores con una gran chimenea. En el ala derecha, un anfiteatro de planta alargada, que hace espejo con un patio lateral, y una biblioteca de 500 asientos, donde reina un murmullo casi inaudible.
Durán analiza esa disposición como un interés marcado por "pensar" lo público en su funcionalidad, incluso como servicio. "Al momento de pensar la Facultad, no se fijaron solo en la ubicación de las aulas, sino también en qué cosas se le iba a ofrecer al alumnado, como la pileta, el gimnasio y confiterías", enfatiza.
Para Sabugo y cía, la pelea por la interpretación ideológica del edificio impedía ver sus cualidades modernistas: "De un modo u otro, subsistía la omisión de las capacidades de los edificios para cumplir sus funciones". Una forma de ceguera, quizá más profunda que la que –día a día– nos aleja de la contemplación de estas obras arquitectónicas que marcaron, y marcarán, el destino de millones de personas.