Extranjera en la propia ciudad: un viaje al karaoke coreano
Una cronista emprende un agitado periplo nocturno hasta llegar a ese box que invita al canto compartido... con códigos de otro país
Ver, escuchar y escribir sobre las performances de las bandas de K-pop que de un tiempo a esta parte conquistaron a los fanáticos argentinos puede tener un efecto contagioso. Al menos en mi caso, que exploré el género por razones profesionales y me descubrí un día con ganas de cambiar cualquier reducto palermitano por algún bar de karaoke coreano en la ciudad. Aunque nunca me consideré una fanática del K-pop, sí conozco algunas canciones de la famosa Boa y el alfabeto coreano: con eso, creía, sería suficiente para incursionar en este terreno. Horas más tarde, frente a una pantalla cuyas letras cambiaban a la velocidad de un cohete, descubriría que no sabía nada de nada.
Muchos me habían hablado de la existencia de estos lugares en Buenos Aires, es cierto, pero llegar a ellos no es fácil: la mayoría se ubica dentro del llamado Barrio Coreano o Pequeña Corea, situado a lo largo de la avenida Carabobo, desde la avenida Eva Perón hasta Castañares y alrededores, en el Bajo Flores, ese territorio donde la mayoría de los carteles son en coreano: locales de ropa y textiles en general, restaurantes y supermercados, peluquerías, salones de belleza, farmacias y tantos más. Allí, cualquiera podría sentirse perdido por un rato y pensar que está en algún barrio de Seúl. En cuanto a los locales de karaoke, decía, las referencias concretas son pocas, no tienen páginas web ni atienden el teléfono y, sobre todo, no suelen ser muy abiertos al ingreso de personas que no pertenezcan a la comunidad...
Decidí entonces iniciar mi propio camino, junto a cinco amigos (dos argentinos, dos coreanos y un noruego), pero los resultados de reiteradas búsquedas en Google fueron realmente escasos: ocho lugares en el Bajo Flores y Floresta, y sólo en uno -llamado MP3- atendieron el teléfono para decirme que estaban de vacaciones hasta? marzo. Mi amiga oriental llamó cinco minutos más tarde al mismo lugar: cuando hablaron con ella, el asunto de "las vacaciones" no apareció en la conversación.
Por otra parte, el lugar más mencionado y recomendado en Internet era uno llamado Chess, en pleno Bajo Flores, a tres cuadras de la villa 11-14. La decisión fue unánime: iríamos hasta allá a ver qué pasaba. En última instancia, estábamos cerca del resto de los bares.
Taxi de por medio, y tras un breve recorrido, llegamos a destino y nos desilusionamos, casi al mismo tiempo: el lugar no existía. "Lo clausuraron", comentaría más tarde un porteño de origen coreano en otro de los bares que visitamos durante la recorrida nocturna.
La siguiente opción de nuestra lista era Su, a cinco cuadras del Chess. Intentamos ir caminando, pero tres cuadras y unos cuantos gritos después (la zona, ya lo anticipé, no era particularmente segura) entramos casi corriendo a una remisería y partimos directo al MP3, ubicado en Rivadavia a 6300, para ver qué nos deparaba ese lugar.
Aunque desde afuera poco y nada se parecía a un bar de karaoke, MP3 estuvo abierto y listo para recibir a sus clientes. Es decir, a nosotros.
Por dentro, el espacio era más bien laberíntico: un pasillo llevaba a otro, y a otro, y a otro más, con luces demasiado fuertes para esa hora y un intenso olor a comida.
Como el resto de mis amigos coreanos aún no llegaba, el argumento más eficaz que encontramos fueron las sonrisas y por supuesto las ganas de cantar. "¿Hay lugares libres?", preguntamos a toda la gente que veíamos pasar, dado que nadie nos atendía. "Sí, pero tienen que reservar con una semana de anticipación", dijo uno de los encargados, casi en susurros. "Entonces, ¿no están de vacaciones?", pregunté, en clara referencia a lo que me habían dicho por teléfono un rato antes "Sí, hasta marzo", subrayó nuestro interlocutor, que de pronto no quiso hablar más, ni conmigo ni con nadie. ¿Por qué ese trato tan distante y apático? ¿Por qué la información confusa? ¿Por qué nadie parecía contento de que estuviéramos ahí? Miré para todos lados: de pronto me sentía en Lost in Translation, o peor, en una película de Tarantino a punto de empezar...
En menos de dos minutos, estábamos otra vez en la calle. El último lugar al que entramos, prácticamente ya sin expectativas, fue 007, en Bacacay al 2900. "La tercera es la vencida", dijimos para darnos ánimo. El edificio, de lo más particular que vi arquitectónicamente en Buenos Aires, tenía un aspecto similar a un refugio nuclear. Era, en verdad, un viejo edificio industrial que en otra época funcionó como fábrica.
Al entrar, encontramos largos pasillos de color gris y un enorme ascensor de servicio. Con algo de miedo, entramos al espacio de 007 y nos encontramos rápidamente con su encargado y una imagen más bien sórdida, que por poco nos hace retroceder: un hombre que dormía en el primer box, rodeado de cuatro medias recién lavadas y colgadas del lado de afuera.
"Queremos cantar karaoke coreano", titubeamos, sin estar del todo seguros de que todavía quisiéramos hacerlo. "Perfecto, vayan al box. ¿Quieren cervezas?", fue la inesperada respuesta. Nos miramos sorprendidos, casi incrédulos. Era la primera vez en toda la noche que alguien respondía a nuestras preguntas y nos trataba realmente bien.
El box asignado complementaba la imagen de este lugar totalmente fuera de lo común, con su propia y particular estética: ni grande ni chico (ideal para seis personas), algo oscuro, pero lleno de luces con las que se podía jugar y una bola plateada, de esas típicas de fiestas o casamientos.
También había un libro bastante pesado, con una enorme lista de opciones -80% en coreano sin transcripciones en español-. Atrás, dos pantallas transmitían videos de pop coreano con subtítulos en el mismo idioma. Tres sillones negros completaban el cuadro. Y sobre la pequeña mesa ratona, el control remoto... ¡también en coreano!
Las risas nerviosas coparon el lugar, dos amigos más estaban en camino, teníamos cervezas y ganas de empezar a divertirnos. Alivio. ¡Por fin, lo habíamos logrado!
No sé cuánto tiempo estuvimos buscando canciones en el libro y tratando de conseguirlas en la pantalla. ¡No se entendía nada! Obviamente, cantar en coreano no era una opción, no al menos para mí. Decidimos entonces enfocarnos en la lista del pop mundial, porque la única en español de la lista era "Provócame". Y la cantamos, claro...
Media hora después, los dos que faltaban se unieron al grupo para salvarnos del analfabetismo tecnológico y lingüístico: Yumi, una joven viajera de Corea del Sur que manejaba el control remoto como si fuera su smartphone personal, y Juan, un porteño de origen coreano que rápidamente nos advirtió: "Este lugar no es muy concurrido por gente de la comunidad, todos eligen MP3".
Otra vez me vi ganada por la confusión. ¿Por qué en MP3 no nos dejaron entrar y dieron tantas vueltas? Juan, que tenía respuestas para todo, me aseguró: "Porque el público local allá se emborracha y se pelea mucho, por eso no permiten el ingreso de los extranjeros". Paradojas de la experiencia: en este caso, extranjeros quería decir argentinos.
De a poco fuimos entrando en clima, nos relajamos y empezamos a cantar, una tras otra, cada vez más sueltos y divertidos, rotando, repitiendo y hasta haciendo bises. Una hora y media después, habíamos completado todo el repertorio noventoso -con Backstreet Boys y Britney Spears entre los más elegidos- y decidimos cerrar nuestra pequeña fiesta privada con "Barbie Girl".
Pequeña decepción: mi canción preferida de Boa, llamada "One Dream", no figuraba en la lista; ni siquiera estaba el "Gangnam Style".
El punto es que podríamos haber ido a cualquier bar de karaoke de Palermo o de Villa Crespo para cantar lo que quisiéramos, como quisiéramos. Pero valió la pena embarcarnos en este periplo agitado y aventurero: probar y encontrar rincones ocultos de nuestra propia ciudad, cambiar los papeles clásicos y experimentar la sensación de otredad en primera persona.
A la salida del bar, se rompió el ascensor y bajamos por las escaleras en plena oscuridad. Evidentemente, la noche se resistía a terminar lo más pronto posible.
Y quizá fue una invitación a probar otra vez la experiencia del karaoke coreano en algún otro sitio más popular y concurrido que, sin dudas, en Buenos Aires podremos encontrar.