Por Pablo Salomone
Nosotros y los miedos
Llego a casa. Mi mujer está esperando detrás de la puerta. Pienso en Matrimonios y algo más, aquel programa de los 80 creado por Hugo Moser donde las esposas, de madrugada, esperaban a sus maridos detrás de la puerta con un palo de amasar en la mano. Mi mujer no se llama Mabel, Mónica o Susana como en aquel envío de ficción. Tampoco tiene un palo de amasar. Se llama Carolina y tiene un vaporizador con una mezcla 70% de alcohol y 30% de agua. No bien entro, sin beso y sin abrazo, me rocía la ropa, el calzado, las manos. Se va de mambo y, en su afán por no dejar un milímetro sin cubrir, la solución (repito: 70% alcohol y 30% agua) roza mis ojos que lloran un poco. Me desvisto, dejo la pilcha en una bolsa y entro a bañarme. Los ojos dejan de picarme mientras paso el jabón con fuerza por la piel. "El enemigo es tan chiquito y el cuerpo es tan grande", diría Macri. Ya no pienso que la escena podría ser de Matrimonios y algo más, sino que se transformó en un capítulo de Nosotros y los miedos. Quiero que me interprete un joven Miguel Ángel Solá y a mi compañera, Graciela Dufau. Salgo del baño limpio, desinfectado, puro y casto. Ahora sí, beso y abrazo.
Cortina rasgada (¿Dónde está mi Julie Andrews?)
Es el sexto día de cuarentena obligatoria y un cliente me consigue un permiso de circulación para que le alcance unas cobranzas que hice antes del aislamiento. Saco la moto, estoy tranquilo porque tengo mi pase. Otra vez lo pienso y vivo como una ficción. Es una película de espías donde tengo mi pasaporte falso y estoy dispuesto a pasar los controles para llegar a la Alemania occidental y así entregar los microfilms con secretos del régimen comunista versión relato yanqui. Al mediodía, llego al edificio del banco privado más grande del país, me atienden en la puerta y entregan una notebook para uno de sus empleados que vive en Zona Sur. La portátil es nueva, todas las portátiles que entrego son nuevas. Semejante gasto debe corresponder con la tarea que realicen los empleados desde su casa. O tal vez no. Y es solo para que esos esclavos modernos no olviden dónde está el "Enter" para cuando vuelvan a sus oficinas. Desde Zona Sur hasta Del Viso. Otra compu. 47 km. 11 controles. Paso todos. Los retenes son iguales en todos los puntos. La mayoría se encuentran en los accesos a CABA y en los puestos de peaje de las autopistas. Forman un embudo, los vehículos avanzan a paso de onvre. Se dispara un recuerdo. Tengo 5 años y es 1980. Mi viejo dobla con el Dodge 1500 en una calle que resulta ser contramano. Lo paran los milicos. La foto que conservo en el disco rígido de la memoria es a mi viejo y a mí con las manos apoyadas en el parabrisas mientras un soldadito revisa la guantera. No me den bola, es asociación libre. Sigamos. En los puestos donde me detiene la policía me piden el permiso para circular y el DNI y, por supuesto, tienen que coincidir los datos. En el primer paso donde me detengo está la bonaerense (la policía de la provincia de Buenos Aires). Tengo una estrategia para que no me hagan demasiadas preguntas y no me retengan más de lo necesario. Trato de mantener la calma. Soy un espía y los microfilms dependen de mí.
–Buenos días, caballero, me permite su DNI y el permiso.
–Acá tiene.
–¿Dónde trabaja?
–Allí lo dice –no me tiembla la voz, los motoqueros somos maestros en el arte de la mentira y la distracción–. Trabajo en la firma SecuFarma, hacemos ropa de trabajo para médicos y enfermeros. La verdad, el barbijo que te dieron es una mierda, no sirve para nada. Ahora no me queda ninguno, si paso de nuevo te dejo un par.
–Uhh, ¿en serio? Buenísimo –dice el rati y me deja seguir.
Avanzo tranquilo. Los microfilms están a salvo y yo solito salvé la democracia. Funde a negro y pasan los títulos.
Ciertas rutinas
1-Me lavo las manos cantando la "Marcha Peronista". Al principio, llegaba hasta "Con los principios sociales/ que Perón ha establecido/ el pueblo entero está unido". Ahora, la canto entera: "Porque la Argentina grande/ con que San Martín soñó/ es la realidad efectiva/ que debemos a Perón". Algunos preferimos lavarnos las manos con Perón, otros con Poncio Pilato. ¿Quién soy yo para juzgar, hijueputas?
Saco la moto, estoy tranquilo porque tengo mi pase. Otra vez lo pienso y vivo como una ficción. Es una película de espías.
2- Preparo la cena escuchando siempre el mismo disco. Nancy Wilson/Cannonball Adderley (sí, ese es el título, también los intérpretes). Y cuando la Wilson arranca suavemente "Wish I knew/ Why I'm so in love with you" (En "Save Your Love for Me"), me relajo y me olvido por un tiempo de todo. De la cuarentena, del alcohol en gel, de la falta de contacto, de la guita, del tratamiento para este virus de mierda. De modo que, cuando Nancy y Cannonball llegan a la mitad del disco con "A Sleepin' Bee" (la mejor versión de todos los tiempos), ya terminé de cocinar y en el barrio arranca esa manifestación de agradecimiento o felicitación, los aplausos. En este caso, siempre en el mismo horario, desde las ventanas/balcones/terrazas, mis vecinos chocan las palmas (¡A ver esas palmas!). Agradecen (y felicitan) al personal de la salud por su dedicación en estos tiempos. Yo me quedo en la cocina. No aplaudo. No quiero ser parte de esa práctica onanista. "Soy tan bueno que te agradezco todo lo que estás haciendo, eso sí, atendeme rápido hijo de puta porque dejo de aplaudirte". Me da vergüenza escucharlos. Como diría mi abuela: me da vergüenza ajena. La síntesis de las frases populares. Permiso, voy a lavarme las manos.
Diálogos
Ayer me crucé con un cartonero.
–¿Todo bien?
–Todo joya, loco.
–¿Qué onda? ¿Hay cartoneo?
–Seeeee papá, esta semana encontré dos nosbuks y pilcha para el invierno.
Claro, durante las primeras semanas de encerrona, la gente ordenó armarios, estanterías, placards, bargueños y baúles. El sopor transformó a los privilegados en una especie de Marie Kondo encuarentenados. Y, así, tiraron todos los chirimbolos que molestaban. El descarte para los descartados del sistema.
–¿Y los ratis no te joden?
–Qué me van a joder, si a mí no me toca nadie.
Al principio, la frase sonó como "nadie se mete conmigo". Después entendí. Fue literal. Por eso, los cartoneros pululan como fantasmas en la ciudad vacía, nadie los toca ahora, tampoco cuando impera la normalidad. Porque la normalidad es no tocarlos, no mirarlos, invisibilizarlos, así dejan de ser amenaza. Los fantasmas cruzan la ciudad en busca de nosbuks y pilcha para el invierno. Crisis es oportunidad, dicen los hijos de yuta.
Los cartoneros pululan como fantasmas en la ciudad vacía, nadie los toca ahora, tampoco cuando impera la normalidad. Porque la normalidad es no tocarlos, no mirarlos, invisibilizarlos.
Ayer me crucé con un policía.
(Durante la cuarentena, la policía y los motoqueros firmamos una tregua simbólica: ellos no nos verduguean y nosotros no la bardeamos).
–Apague la moto. Permiso de circulación, por favor.
–Aquí tiene.
–Circule.
–Voy al kiosco, necesita algo.
–Sí, un franco. No, mejor dos.
Ayer me crucé con El Flaco Telegrama (un motoquero histórico de la city porteña).
–¿Tas laburando?
–Nada, cerraron las cuevas. No me llaman. Toy al horno.
–Qué bajón, si me sale un viaje que no pueda hacer te lo paso, nos vemos, Flaco.
–Lavate las manos. Mano sucia, te rascás los huevos, te infectás. Haceme caso.
–¿Que me lave las manos o que no me rasque los huevos?
–Sos un pelotudo.
¿Ahora entienden por qué le dicen El Flaco Telegrama?
Ayer llamé a un amigo.
–¿Qué hacés, Panchi? ¿Cómo estás pasando la cuarentena?
–Me vine a lo de mis viejos. Estoy caminando por las paredes.
–¿Estás tomando?
–No. Ayer me escapé y me fui a la Nueve. En la entrada al barrio cruzaron un patrullero y un policía con un megáfono nos advertía: "¡Váyanse a su casa, faloperos, a respetar la cuarentena, mierdas!".
–Buenísimo, vas a cortar por varios días, te va a hacer bien.
–Cuando termine todo esto, me tomo Colombia entera.
Todo suelto
1-¿Hay algo más triste que un recital por streaming? Sí, ser pobre, vivir al día y que te agarre una cuarentena.
2-Quiero abrazar a mi vieja, a mis sobrinos, a mis hermanos, a mi suegros, a mis amigos, a un extraño, quiero abrazar. Parafrasendo al Diego: nos cortaron los brazos.
3-¿Cuánto duran los lazos sin contacto físico?
4-Con tanto encierro vamos a terminar imaginando al otro, soñándolo. Y cuando termine todo esto, ¿veremos a los seres reales extrañamente ajenos?
5- Por el viento, el barbijo sale volando. En un recorrido breve, toca la calle y rueda cinco metros por Corrientes hasta que el anciano lo ataja, lo sacude y vuelve a colocarlo en su rostro. "Maestro –le digo–, no se lo ponga, ya tocó la calle". Pícaro, el viejo me sonríe: "No pasa nada, pibe". Claro, qué boludo, el virus camina por la vereda solamente. Sabe que si baja a la calle puede ser atropellado. ¡Los viejos saben más por viejos que por la tele!
6-¿Qué es más importante? ¿La economía o la salud? Ninguna de las dos. Lo más importante ahora es que no se corte internet.
Otras voces, otros ámbitos
La city porteña, ese amasijo de bancos y dudosas financieras que son casi lo mismo, está desolada. Doblo en la calle Reconquista. Espero ver cierta fauna autóctona en la zona. No. No hay financistas, cadetes ni transportes de caudales. Las calles están peladas. ¿Y si aparecen tres delfines nadando por Lavalle? No, chabón, esa fue una noticia falsa sobre Venecia. Pero pasa un motoquero fumando un churro y larga humo como una locomotora. Algo es algo. Lo para un patrullero en la cuadra siguiente. Arranco para el otro lado. Abren los bancos. Para realizar cualquier trámite debo sacar un turno. Unas semanas atrás, habilitaron las sucursales para el pago a jubilados y el sistema colapsó. Calles enteras del conurbano llenas de viejos amontonados esperando el mendrugo del Estado mientras suena "No me importa morir" de El Otro Yo. Escucho a los gorilas liberales preocuparse por los viejos. Antes, sostenían que los jubiletas eran un gasto para el Estado. ¡Pónganse de acuerdo, chiques! Pago a proveedores. Frente a Plaza de Mayo. Tercer subsuelo del banco. Subimos tres personas en el ascensor. "No más", advierte el de seguridad. Entiendo que quiere decir que no subamos más de tres. Pero escucho "No va más", como en el casino, y quiero apostar un pleno al 03 y que gire la ruleta. Me fui al carajo. Continuamos al bingo. Dentro del ascensor, el que está del lado de la botonera nos pregunta a qué piso vamos. Apunta con el codo y marca. ¡Qué precisión, no le yerra a ningún botón! Cuando termina, nos mira y agrega: "La tengo clara, ¿no?". Sí, reclara. Correte que tengo que bajarme y no quiero tocar nada ni a nadie. Parecemos pistoleros en un duelo y todos estamos enfierrados. Llego al subsuelo. Una caja atendiendo, dos personas esperando, el de seguridad y yo. Todos enfierrados. El espacio es amplio, pero tengo la sensación de que somos muchos. Tengo ganas de preguntar: ¿Falta mucho para esperar?
La Termonúclear
La Gorda Termonúclear tiene los ojos celestes más bellos que conozco y una espalda que envidiaría Martín Karadagián. El apodo se lo ganó en el bar de Carlitos hace muchos años, demasiados para contarlos y recordar la gracia con la que fue bautizada. Todas las tardes, esa mastodonte entraba con el termo bajo el brazo a pedir agua caliente. Siempre con la misma remera, el logo de la banda trash Nuclear Assault en amarillo sobre fondo negro. Al cuarto día nació el apodo: La Gorda Termonúclear –sí, con acento en la "ú"– y con el tiempo solo quedó La Termonúclear. Yo estuve la noche que le ganó la apuesta a Cachito Rolling Stone. La Gorda se bajó dos petacas de licor Tres Plumas (una en cada comisura, imagínenlo) en segundos. Cuando terminó, manoteó a Cachito por el cogote y lo besó mientras todos vitoreábamos. Fue hermoso.
¿Qué es más importante? ¿La economía o la salud? Ninguna de las dos. Lo más importante ahora es que no se corte internet.
Está en la puerta de la casa, frente a la villa. La "yavi", como le dice ella. Suena una cumbia hipnótica de Los Ángeles Azules ("Creo que ya es tiempo/ de ir con el psiquiatra/ lo dijeron en mi casa / y me trajeron casi a rastras"). La Termonúclear canta a grito pelado y baila en la vereda. Paro con la moto, paralelo al cordón. Viene. Dos metros antes se para y recula. Distanciamiento.
–¿Qué hacés, Pablito? Te reconocí al toque.
–Nada, ¿vos? ¿No laburás hoy?
–Estoy haciendo barbijos, haceme la onda, 'tan buenos. Acá en el barrio me compraron todos.
–¿Y la fábrica?
–Me recagó el viejo ese. Que se vaya a la concha de su madre. Me vino a llorar, que no tiene laburo, que no hay un mango. Me debía cinco lucas y me dio dos. Loco, ¿me vas a decir que no tiene guita? Lo tengo que matar a ese hijo de puta.
–Son unos hijos de remil putas. ¿Vos te pensás que no tenía la guita?
–Más bien. Si quiero le rompo el orto. Me tiene en negro hace dos años. Lo tengo que matar a ese hijo de puta. Pero no le digo nada porque me dijo que si le sale laburo, me llama en la semana.
Cambio de tema. Mejor no encabronarla. Aparece el novio con una bolsa de compras. Se dan un beso con el barbijo puesto. Son la versión conurbana de "Los amantes", el famoso cuadro de René Magritte.
–Che, ¿a cuánto vendés los barbijos?
–Dos gambas
–Tengo cien pesos nada más, boluda.
–Llevátelo, forro, te lo regalo –A los gritos–: Piny, traeme un barbijo.
Le dejo los cien pesos. Chocamos los codos. No sabe que es socia de su empleador. Socia en la pérdida. Estaría bueno que lo sea también en las ganancias. No va a pasar. "Socios son los huevos...", diría La Termonúclear.
Un enemigo del pueblo
Advierto que mi economía se desinfla, lentamente, como los globos de cumpleaños que cuelgan olvidados en algún rincón durante días. Pasan las pascuas y seguimos en cuarentena. La mayoría de mis clientes no abren sus fábricas. La fiesta de resurrección se festeja: misa por internet, pocos huevos de chocolate y los conejos metidos en su madriguera. El supermercado larga una promo, dos huevos al precio de uno. Compro dos chiquitos. Qué malaria. En los barrios, el ingreso extra por la venta de huevos caseros de chocolate no es como otros años, es peor. Paso por una remisería. Tiene un cartel sobre la vereda "Se venden barbijos". O huevos o barbijos. Elija y gane.
Se me ocurre una idea: publico mi teléfono en diferentes grupos de Whatsapp de "mamis y papis del cole". Es un éxito. Temerosos, por la ventana y a una distancia excesivamente prudencial, los clientes reciben sus paquetes. Medicamentos para la madre, sobres con guita, juguetes para los nietos, todo sirve. Me llaman para repartir barbijos y máscaras de seguridad. Repito, todo sirve.
Acto primero
La escena representa la cocina de una mujer mayor. Un pequeño televisor encendido sobre la heladera. Dispuesto en la mesa, un paquete abierto y algunos papeles rasgados. Barbijos y máscaras de seguridad sobresalen del paquete. La mujer está grabando un mensaje de voz. Está alterada.
MUJER: Ya vino, Diego. Escuchame, mirá, este muchacho de la moto no trae ni barbijo, ni guantes, ni nada. Te entrega, te toca todo lo que saca de ahí... (hace una pausa, busca la palabra adecuada). Del bolso que lleva en la moto, que no sé qué es lo que lleva, ni con quién estuvo, ni dónde lo apoyó, pero te digo que (alarga demasiado la "e"). Exigile a la gente, que vos estás repartiendo justamente un insumo, que es de protocolo. Y la gente ve llegar sin barbijo y sin guantes al motoquero y no va esto Diego...
Fin del primer acto. (Telón)
Andar en moto con barbijo y guantes es insoportable. Cuando llego a un domicilio, aprovecho y bajo el tapaboca. Respiro un poco. Vuelvo a subirlo cuando aparece el cliente. Me mandan un audio de Whatsapp, alguien se quejó porque no tenía puesto los guantes y el barbijo. Cuando llego a mi casa y veo el vaporizador con alcohol mi mente se ilumina y llego al nirvana. Al otro día pongo a prueba mi idea. Espero a que salga el cliente, saco el paquete del bolso, y antes de alcanzárselo, lo rocío con alcohol. Ya no me piden que apoye las cosas sobre el marco de la ventana o que las deje sobre el escritorio del encargado del edificio. Alargo el brazo y se las alcanzo, bendecidas por el alcohol divino. "Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti". Miro el resultado en el marcador. Marketing Divino: 1 Coronavirus: 0
Pastillita
Busco un rociador. Encuentro un "Bombero loco", una pieza que logró sobrevivir a mi infancia.
–¿Qué es un "Bombero loco"? –pregunta mi sobrino de 10 años.
Me acomodo en la silla y busco mi monóculo. Le cuento que un bombero loco es un tipo que no apaga incendios, los provoca. Pero en este caso nombré un juguete que usábamos en Carnaval. El depósito de agua era la figura de un bombero rechoncho y bonachón. Sobre su casco se enroscaba el gatillo rociador. Así nos pasábamos las tardes de verano, corriendo por la calle, mojando a bomberazo limpio y buscando una canilla en la vereda donde recargar el juguete. Hasta que Sony inventó la Playstation y nos quedamos secos e inmóviles en casa. Me fui al carajo. Ci vediamo.
Home, sweet home
Llego a casa y manoteo un libro de El Flaco. Leer a Spinetta siempre es llegar a casa. Dejo pasar la hojas de Guitarra negra y me detengo aquí: "Se torna difícil escribir con la misma brutalidad con que se piensa/ se torna raro advertir los desmanes de algún término equivocado/ porque la valentía de estos signos nos va proponiendo/ otro idioma despierto". ¿Cómo es el pasaje de lo que siente el cuerpo cuando lo traducimos en palabras? Me quedo oyendo como un ciego frente al mar.
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