El día que la autora de esta nota tomó conciencia de que su gato estaba enfermo, se preguntó qué debía hacer
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El día que nos dimos cuenta de que Magenta se iba a morir, el cielo estaba diáfano. Después de buscarlo un rato largo por la casa, lo encontramos detrás de una maceta grande, en una de las esquinas de la terraza, mirando la pared como hipnotizado. Era el mediodía de un viernes de diciembre y el calor era infernal. Aunque algunos rayos del sol alcanzaban su cuerpo, él no se inmutaba. Intentamos moverlo hacia la sombra, pero enseguida volvió al rincón y a mirar la pared, como si hubiera un imán o como si una fuerza extraña lo estuviera llamando. Desde hacía una semana que no toleraba el agua: tomaba y vomitaba. En ese momento, para sacarlo del trance, apelamos a lo que nunca fallaba: acercarle un platito con atún. Fue en vano. Ni siquiera lo olió. Estaba como hechizado, y así se mantuvo todo el día, de espaldas al mundo. En los tres años y medio que pasaron desde que lo adopté jamás se me había cruzado por la cabeza que ese día podía llegar. Ante la inminencia de su partida, tampoco sabía qué hacer.
Debe ser cultural: sabemos lo que va a pasar cuando nuestras mascotas quedan preñadas, cuando nacen cachorros, cuando crecen y se convierten en amos y señores de la casa, y se pasean por la mesa, la cama, los estantes más altos de la biblioteca, desplegando toda su elegancia gatuna. Pero no sabemos qué sucede cuando van a morir.
–Quizás, para que no sufra más, sea mejor sacrificarlo –sugirió Diego, mi novio, esa noche.
¿La eutanasia les evita el sufrimiento a los animales o a sus humanos? ¿Qué tipo de dolor sienten? ¿Cuál es el mejor modo de acompañar? Preguntas para comprender qué significa perder a una mascota.
A diferencia de lo que pasa con los seres humanos, la práctica de la eutanasia en animales no está penalizada, ni siquiera regulada por ley. Aunque para referirse a ella se utilicen eufemismos extraños como “dormirlo”. A todos nos cuesta hablar de la muerte. Además, alrededor de la eutanasia existe mucha discordia. Por un lado, están quienes se oponen y consideran que hay que mantener al animal con vida hasta último momento. Por el otro, quienes lo ven como una opción válida cuando los aqueja una enfermedad terminal o son demasiado viejos. El tabú alrededor del tema es tan grande que ni siquiera se enseña en las carreras de Veterinaria. Y en los congresos de esa especialidad, cuando los profesionales hablan de eutanasia tampoco la nombran: como el medicamento anestésico que se utiliza para hacerlo viene en un frasco especial con colorante fucsia, para que el veterinario no se confunda jamás en usarlo para otra cosa, dicen: “Este es un caso para el líquido rosado”.
¿Cómo era que Diego podía estar tan seguro de que el gato estaba sufriendo? Aunque era claro que su energía se estaba apagando, no había indicios de dolor. No maullaba, no gemía, ni se quejaba. “Tal vez lo que ahí no se quiere ver es el sufrimiento que el humano siente ante el sufrimiento del animal que lo ha acompañado”, teoriza la doctora en Filosofía Mónica Cragnolini, investigadora del Conicet, profesora titular de la materia Filosofía de la Animalidad en la Universidad de Buenos Aires (UBA), cuando piensa en el argumento del sufrimiento del animal para optar por la eutanasia. “La persona no quiere ver sufrir al animal, lo que también da para pensar muchas cuestiones: el sufrimiento es parte de la vida”. De hecho, cuando veía a Magenta absorto en la pared de la terraza, parecía estar inmerso en una determinación ancestral. Como si supiera que, en ese momento, todo lo que tenía que hacer era enfrentarse cara a cara con el vacío, con la nada.
Distancia de supervivencia
Magenta había enfermado tres meses antes. La alarma se encendió en el transcurso de un fin de semana: él, que siempre fue gordo, en dos días se puso esquelético como un faquir. Además, pasaba largas horas escondido debajo del sillón. Extrañados ante esos cambios repentinos, lo llevamos al veterinario, que le hizo análisis de sangre y una ecografía, y dio el diagnóstico: insuficiencia renal severa. Era irreversible. No había luz al final del túnel.
“El tiempo de escondite es uno de los primeros signos para darte cuenta de cuándo un gato está enfermo y no demuestra algo clínico que te haga pensar «está enfermo»”, indica Jimena Mangas, veterinaria y responsable de la cuenta de Instagram Bien Felino, un proyecto de divulgación financiado por la UBA para difundir buenas prácticas para el gato doméstico, que tiene más de 15.000 seguidores. Según explica, el dolor muchas veces es difícil de detectar en los gatos, porque su instinto de cazadores los lleva a sentir que enfermos son presa fácil para otros animales. Por eso disimulan todo lo posible e intentan mantener distancia del peligro escondiéndose. “Como seres humanos, no estamos acostumbrados a ese tipo de razonamiento y a mantener distancia. Recién ahora, con el tema del covid-19, que nuestros pares son una amenaza, nos atemoriza el contacto con otros y empezamos a entenderlo”.
"El tiempo de escondite es uno de los primeros signos para darte cuenta de cuándo un gato está enfermo."
Jimena Mangas
La enfermedad de Magenta había sido como un volcán dormido: estaba en su cuerpo desde hacía meses, quizás años, aunque no la notáramos. Lo único que pudimos hacer fue someterlo a un cóctel diario de comida húmeda, suero subcutáneo, vitaminas y un polvo energizante, una suerte de anabólico para felinos que le encantó. Con eso, nos dijo el veterinario, podíamos mantener su calidad de vida todo lo posible. Durante tres meses cumplimos con las indicaciones al pie de la letra: un curso acelerado de jeringas e inyecciones. El gato, a pesar de que estaba cada día más escuálido, volvió a hacer vida normal. Saltaba por la ventana para salir al patio, cazaba mosquitos, subía a la cama para dormir con nosotros. En los momentos en los que se recluía debajo del sillón, usábamos la estrategia infalible del atún. Destapar una lata nos convertía en una suerte de flautistas de Hamelín: en cuestión de segundos salía de su escondite y pedía comida maullando como un desquiciado.
“Una regla básica de lo que hay que hacer con el gato enfermo es darle su espacio de escondite y distancia”, advierte Mangas. Pero nosotros no lo sabíamos. “Necesita que las personas no lo invadan. Y, generalmente, la reacción de un humano ante un animal que se siente mal es el consuelo. Pobrecito, lo besás, lo abrazás, querés estar más tiempo con él porque sabés que se va a ir, pero eso el animal no lo percibe de una forma positiva. Eso que nosotros vemos como tan horroroso, la muerte, ellos lo toman de manera natural. Se dejan ir. Ni siquiera se sabe científicamente que los animales tengan apego a la vida”.
Meditar el final
Cuando Magenta se instaló en la terraza y ya no quiso comer, como no sabía qué hacer, busqué en Google. Llegué a un video de dos horas de una mujer española, llamada María Victoria Simona, que practica la comunicación telepática con animales. Ella explicaba con detalle las etapas que atraviesan los animales domésticos cuando se van a morir: primero dejan de comer, después dejan de tomar agua, pasan por una etapa en la que pueden gemir, hasta que van perdiendo conciencia de su cuerpo y dejan de sentir. Además, daba consejos: acostarlos sobre mantas de cierto color, aromatizar el ambiente con algunas esencias, hacerles reiki, según el momento en el que se encuentren. “Atravesar la muerte para ellos es un trabajo de conciencia –aseguraba–, que les permite irse de este mundo de manera más armónica”. Me aferré a esa información como si fuera la única boya en el océano de la incertidumbre. Estaba dispuesta a acompañar a Magenta hasta las últimas consecuencias.
–En algún momento, quizás haga gemidos o lo veamos tener convulsiones –le avisé a Diego, resuelta–. Es parte del proceso. Y otra cosa que no podemos saber es cuánto le va a llevar: pueden ser días, semanas o meses.
El escritor Ricardo Piglia anotó en su cuaderno: “Lo difícil no es perder algo, sino elegir el momento de la pérdida”.
La posibilidad de la eutanasia quedaba cada vez más lejos. “Tengo colegas que no la hacen porque no soportan la situación. Te afecta muchísimo. Como veterinario nunca te acostumbrás del todo a hacerla, aunque sea algo de rutina. Sobre todo por el dolor que hay en el ambiente”, me dijo el veterinario de Magenta. En su consultorio, todos los días se agolpan cientos de personas para atender a sus mascotas. Es un profesional entregado, de diagnósticos infalibles y más de 25 años de experiencia, pero prefiere no salir con nombre y apellido en esta nota, justamente, por la controversia que existe alrededor del tema. “Para las personas también es muy difícil tomar la decisión de eutanasiar –me explicó–. Te moviliza mucho decidir que no vas a ver nunca más a ese animal que tenés enfrente y querés muchísimo”.
El escritor Ricardo Piglia anotó en su cuaderno, publicado en Los diarios de Emilio Renzi (Anagrama, 2015): “Lo difícil no es perder algo, sino elegir el momento de la pérdida”. Según Cragnolini, desde su punto de vista filosófico, la elección de la eutanasia muchas veces, obedece a cuestiones nietzscheanas: “Suele responder a una necesidad práctica, «necesidades humanas demasiado humanas», en términos de Nietzsche, como puede ser la dificultad de afrontar un tratamiento largo, la poca cantidad de hospitales veterinarios, la falta de información sobre cuidados paliativos... –asegura–. Se hace un cálculo económico, de costos y beneficios, y lamentablemente se toma la decisión de la eutanasia reduciendo al animal a una economía de lo propio. Eso nos permite cuestionar justamente nuestro vínculo con el animal”.
Ese argumento me terminó de convencer. La eutanasia, decidí entonces, solo sería una opción si veíamos que Magenta mostraba signos concretos de sufrimiento: “Generalmente, sufren si se hacen pis o caca encima, si quedan postrados y son animales grandes a los que las personas no pueden ayudar a moverse, o si tienen problemas respiratorios”, me indicó el veterinario.
Con esa decisión de no interferir en su proceso de muerte había elegido lo que se conoce como “la tercera vía”: una opción a medio camino entre el hipertratamiento –darles un sinfín de pastillas y medicamentos para intentar que mejoren– y la eutanasia. También se lo llama “acompañamiento empático en el final de la vida”. Consiste en respetar los tiempos naturales de la muerte de los animales. Eso me explica Sofía Giro, una arquitecta de Mendoza que convive con 11 perros, tiene un pasado como proteccionista y un título de educadora canina. Dos años atrás, después de tomar cursos de comunicación telepática, cambió su percepción sobre los animales y decidió completar la formación virtual para acompañar en la tercera vía y ser la primera “doula del alma animal” de Argentina.
“La doula acompaña al animal y a su humano a morir, así como están las más conocidas que acompañan en el trance de nacer –dice–. Para hacerlo hay que deconstruir esa creencia o miedo que instalan las religiones. Cambiar el foco para verlo no ya como un final, sino como una transformación hacia otra cosa. La idea es traspasar los límites del momento en el que no hay nada que hacer y la solución es dormirlo y chau. Se centra en los cuidados paliativos, no para que el animal mejore, sino para acompañarlo en el proceso. Vos ya sabés cuál va a ser el desenlace, que es inminente, entonces lo ayudás hasta partir”.
"El dolor sí lo sienten, no podemos decir que no, pero lo que ellos no tienen es sufrimiento como lo entendemos nosotros.. Parra el animal morir es algo muy natural. No tiene miedo."
Sofía Giro
De hecho, cuatro días después de que Magenta dejara de comer, sucedió lo esperable: dejó definitivamente de tomar agua. No me alarmé, a esa altura ya sabía que eso era lo que tenía que suceder. Su letargo se hizo más pronunciado, pero a pesar de casi no moverse por la casa, se lo veía calmo. “La incertidumbre de las personas, cuando una les va explicando lo que les va pasando a los animales, se relaja, y eso hace que el proceso se vuelva más amoroso y que el responsable empiece a tener otra conexión con el animal”, asegura Sofía Giro. En los dos años que transcurrieron desde que ella se formó como doula, acompañó a más de 20 personas que tenían a sus animales a punto de morir. Cuenta que su trabajo consiste en un seguimiento, haciendo comunicaciones telepáticas periódicas con el animal para saber cómo se siente, y también acompañando al responsable humano: estar disponible para sacar dudas, ofrecer asistencia por mensaje de WhatsApp, proponer terapias florales y rituales energéticos para sanar.
Entonces comencé a compartir con Magenta momentos de quietud. Me sentaba al lado suyo y acariciaba su pelaje suave y atigrado, naranja con franjas blancas, mientras él permanecía echado sobre el piso fresco de granito. De pronto se levantaba e iba hasta las mantas que le habíamos puesto unos metros más allá, o se arrastraba hasta quedar justo debajo del ventilador. Su estado parecía la mejor evidencia de esa frase que se le atribuye a Buda, que dice: “El dolor es inevitable. El sufrimiento es opcional”. La muerte se percibía cada vez más cerca, pero en contra de todos los supuestos, él no se retorcía ni se quejaba.
“El dolor sí lo sienten, no podemos decir que no, pero lo que ellos no tienen es sufrimiento como lo entendemos nosotros –advierte Sofía Giro–, como algo que va más allá de lo que te está pasando: que pensás en tu familia, en tus hijos. Para el animal morir es algo muy natural. No tiene miedo. Para morir, algo en su cuerpo tiene que fallar, tiene que haber un parate de la máquina que es en cierta manera traumático, que puede generar alguna molestia o dolor. Eso por ahí nosotros como personas no estamos acostumbrados o con ganas de pasar. Por eso se recurre tanto a la eutanasia”.x
"Yo creo que hay que deconstruir la idea de lo propio, que está también en la idea de la familia: se muere no alguien de nuestra propiedad, sino alguien que nos acompaña en cierto tramo de la vida."
Mónica Cragnolini
Cragnolini cree que una clave para atravesar ese momento puede estar en la no humanización de los animales de compañía: “Al vivir con animales en la casa hay que tener una hospitalidad incondicional, tomando el concepto de Derrida de que el animal es otro en tanto otro. No convertir al animal en «mi» mascota, «mi» perro, «mi» gato, sino pensar a ese animal como un extraño, alguien no apropiable y no asimilable en la medida de lo posible. Observo que algunas personas sienten que la muerte del animal es casi como la obsolescencia de su celular, y que deben sustituirlo por otro más nuevo. Mientras, en el otro extremo, están quienes dicen «nunca más tendré un animal por el dolor que causa su pérdida». Yo creo que hay que deconstruir la idea de lo propio, que está también en la idea de la familia: se muere no alguien de nuestra propiedad, sino alguien que nos acompaña en cierto tramo de la vida”.
Al sexto día de que Magenta dejara de comer, se pasó la tarde acostado en el baño, el sitio más fresco y oscuro de la casa, donde no hay ventanas. Era 24 de diciembre. A cada rato yo me asomaba para ver cómo estaba y lo veía silencioso como un monje en estado de recogimiento, estirado a ras del suelo, ya sin fuerzas para cambiar de posición. El único movimiento que hacía su cuerpo era como parte de una meditación: se expandía y se contraía entero con cada respiración. Cuando llegó la hora de irnos de casa para la cena de Nochebuena, lo llevamos al comedor y lo acomodamos sobre una manta debajo del ventilador. Era la primera vez, en todos esos días, que lo dejábamos completamente solo. Cerramos todas las ventanas y pusimos una música suave de cuencos tibetanos. De pronto, pasada la medianoche, nos acordamos de Magenta y quisimos volver rápido. Encontramos su cuerpo inerte, acostado en la misma posición en la que lo habíamos dejado, con los ojos abiertos. Él ya no estaba ahí, pero me invadió la certeza de que iba a estar con nosotros para siempre. Afuera, en el cielo de la noche, los fuegos artificiales se mezclaban con las estrellas.
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