El cronista encarnó siete trabajos inestables, mal pagos o directamente no regulados de calle. Una bitácora de experiencias transformadoras en el marco de una performance
Años de poner el cuerpo y escribir, pero jamás con esta hondura vincular. Algo se cristalizó en mí y me impulsó a presentar Los trabajos y los días en la tercera edición de la Bienal de la Performance. El título viene del célebre poema de Hesíodo que gira en torno a la premisa de que el trabajo es, al revés del ocio, el destino universal del hombre. Guiado espiritualmente por dos versos de Alejandra Pizarnik –"que tu cuerpo sea siempre / un amado espacio de revelaciones"–, encarné durante una semana siete trabajos precarios de calle. Fui pegador clandestino de afiches, arbolito, lustrabotas, reciclador urbano, paseador de perros, vendedor ambulante y repartidor a domicilio.
En primer lugar, conocí a los trabajadores que ejecutan esas tareas poco o nulamente reguladas, invisibles, urgentes, mal pagas, inestables y privadas de derechos básicos. En segundo lugar, aceptaron que me pusiera en su piel sin caracterizaciones y llevase a cabo, con su guía, cada trabajo. Por último escribí, al término de la jornada, una bitácora de esas experiencias transformadoras cuyos efectos sigo decantando. A continuación, un resumen del peculiar diario de viaje.
Domingo 19/5 (Villa Crespo y Colegiales)
Pegador clandestino de afiches de 22 a 3
Mezclo harina, sal y vinagre en un balde vacío hasta lograr una pasta uniforme que vierto en una olla con agua hirviendo. Se forman burbujas, retiro del fuego y revuelvo. Echo cada olla de engrudo en el balde, pero me quedo sin lugar donde preparar la pasta. Mi cocina es una trinchera y la tarea me lleva horas. Cargo los afiches de mi performance en una bolsa al hombro, además del engrudo en el pesadísimo balde y un cepillo.
Son las diez de la noche. La ciudad parece un escenario al que no llegaron los actores. En Córdoba y Bonpland, pego el primer afiche con torpeza. El segundo, sobre un cartel de Aladdin: hundo el cepillo en el engrudo caliente, embadurno la superficie, estiro el papel y lo aliso con intensidad mirando a ambos costados. Si voy a hacer esto, pienso, que sea a fondo. Estampo carteles en cualquier lado, menos en árboles y casas. Quienes pasean sus mascotas no se inmutan al verme en acción. No hace frío. Me incomoda cargar el balde, que voy cambiando de mano. La noche será larga.
A medida que avanzo, los dedos de mi mano derecha se petrifican por el engrudo. Me duelen los nudillos, que raspan la manija del cepillo. Pasa un móvil policial y me hago el distraído. La luz de la ciudad es biliosa. Aparece un hombre que venía siguiendo, con su celular, mi ubicación en una app hasta que dio conmigo. Caminamos sin decir nada. Me gusta la compañía. Le pego un afiche a la cara de Messi en otro afiche y el repentino espectador suelta una carcajada.
¿Dónde están los pegadores clandestinos de afiches? Los legales merodean porque veo carteles con la cola chorreante. Otras preguntas mientras avanzo: ¿qué es actuar?, ¿quién ve esto?, ¿está mal que vuelva a mi cama caliente? Dejar la pose, leo en un stencil cerca de la Plaza Mafalda. No sé cuánto gana un afichero clandestino ni cuánto tiempo trabaja, pero la tarea es ilegal –¿habrá alguna transa para liberar la zona?– y quien la hace se juega el pellejo.
Son las dos de la mañana cuando me quedo sin afiches. En la esquina de Olleros y Martínez freno a descansar. Quisiera ir al baño, pero no tengo dónde. Pasa otro móvil y el policía al volante quiere saber qué hago, qué hay en el balde. "Engrudo", le digo, y sigue de largo.
LUNES 20/5 (Microcentro)
Arbolito de 10 a 18
Me despierto a las ocho con engrudo en las manos. Aunque dormí poco y me tiemblan los brazos, salto de la cama. Días atrás caminaba por Florida y abordé a Gonzalo. Le conté mi plan de hacer su trabajo y me llevó con Franco, el "patrón". Los nombres de las personas de esta bitácora son inventados; de otro modo, correrían riesgos. Detrás de los arbolitos hay un bosque oscuro. En su local de una galería cercana, Franco me explicó que también fue arbolito y que deberé trabajar solo porque los clientes se asustan. "Esto es plata, pero no hay delito: no te pueden detener por decir ‘cambio’ en la calle o pactar algo con otra persona", agregó.
Hay viento, anuncian lluvia. Son las diez y el Microcentro es una contradicción de piernas furiosas y caras dormidas. Franco me planta en una zona de cinco metros, dice "esta es tu oficina" y me entrega las cotizaciones. Me muevo entre el "techo" –lo que un mayorista le paga a él– y el "piso" –cincuenta centavos arriba del banco– y divido la ganancia a medias con el patrón. Aparece Gonzalo y me cuenta que en este trabajo la plata es menos importante que la confianza y la intuición.
Dos fórmulas: gritar "cambio" o un misterioso juego de miradas. Empiezo proyectando la voz. Me acerco a preguntarle algo a Gonzalo y hablamos de que enviudó dos veces, que vive con sus cuatro hijos en una pensión, que gana entre doce y quince lucas por mes, que no le alcanza, que no encuentra otros horizontes laborales, que con fe todo se logra y que hay que estar. Qué difícil es estar acá de lunes a sábados, diez horas de pie. Exclamo "troco, exchange, cambio" cuando me sorprende por la espalda un barrendero que me pide la cotización para cien reales. "Diez y medio", contesto con aplomo. Acepta. Encaramos hacia el local, donde se realiza la operación. Las doce del mediodía y perdí mi virginidad arbolística.
La experiencia prospera. Siempre por detrás, como si me espiaran, aparecen un brasileño de Recife (100 reales), una elegante cordobesa (200 dólares), un brasileño de Minas (200 reales), un pelado de bigotes teñidos (600 dólares, pero la operación se cae) y, por último, después de que almuerce parado tres empanadas por 60 pesos y soporte miradas de desdén, Keith, un azafato italiano (100 euros) que me invita a tomar un café.
Pasa un conocido y al verme gritando me estudia con cara de pasmo y ¡no me saluda! A las cuatro se me estampilla un cana. Pauso mi mantra esperando que se vaya, pero sigue ahí. Siento el cansancio en las piernas, la cadera y las cuerdas vocales. Gonzalo lo percibe y viene a decirme que siempre llega a la pensión abatido, con dolores en el cuerpo.
El cana no se mueve. Voy al local para saber cómo actuar en casos así. Franco: "Sentate, descansá". Tomando mate charlamos del trabajo callejero, de la irritación de los porteños, de cómo nos ningunean los peatones, de las técnicas para seducir a turistas. Son las seis de la tarde cuando me entrega los 260 pesos de mi comisión. Busco a Gonzalo en la calle. Lo encuentro bajo un techo y le regalo el dinero. No acepta. Insisto. Celebro el tesón con el que encara los días y le agradezco haberme abierto las puertas de su cotidianeidad. Nos damos un abrazo intenso, largo. Emocionado, llego a Corrientes y siento que todavía hay belleza en este mundo.
MARTES 21/5 (San Telmo)
Lustrabotas de 10 a 17
El rey sin corona de Chacabuco y Diagonal Sur es un zapatero y lustrabotas peruano que trabaja en esta esquina desde 1999. Cuando lo conocí, me había dicho: "Traé un banquito y lustrás vos". Al llegar me instalo sin miramientos junto a Luis, alias "Lucho", 54 años, casado y padre de cuatro hijos. Al ras del suelo, la vista panorámica es única: vemos piernas, ruedas, zapatos. O zapatillas, lo que limita la labor de mi compañero. Por eso Lucho no solo lustra, sino que vende cordones o arregla carteras, mochilas y cualquier calzado. Se las rebusca y en esa línea me regala el mismo axioma de ayer: "Hay que estar".
Este es un trabajo de espera. Los días buenos dejan unos 2000 pesos brutos y los malos no pasan de 600. Esperamos en silencio. Miro las manos de Lucho, manchadas de marrón y negro. Miro el trono de los clientes: una vieja silla de oficina sin patas montada sobre una zorra. Miro cómo domina su espacio cuando llegan dos mujeres a buscar una cartera y un rasta deja un par de zapatillas.
Excepto algún "chau, amigazo", somos una postal olvidada. Circula un gentío, aunque pocos nos miran y casi nadie nos dirige la palabra. El frío húmedo cala los huesos y la infraestructura es paupérrima. Quiero saber adónde Lucho va al baño y me señala el café de enfrente. Quiero saber qué come y me cuenta que su madre le trae su almuerzo cada mediodía. Famélico, pego una vuelta por el barrio, estiro las piernas y vuelvo a mi puesto con una bandeja que compré en un chino al peso.
Hablando por celular, se aposta en el trono un habitué con facha de diputado. La imagen resulta llamativa: el tipo instalado ahí arriba, el laburante concentrado abajo. Estudio cada movimiento del maestro, que relata: "Recojo las botamangas, cepillo para limpiar, presiono, pincel con crema, presiono, cepillo para esparcir, trapo firme de lado a lado y esponja".
En efecto cascada llega mi público y lustro con frenesí: 1) un conocido con zapatos; 2) una amiga y su novio, ambos con botas; 3) dos tías con mocasines (y, de chiripa, unas chatas para recauchutar). Por suerte, fingen no conocerme y Lucho se siente en racha. Eso me conmueve. Un cortado y esos clientes curiosos son mi ofrenda. Clientes a los que les explica que soy artista y que así como hoy me dedico a esto, mañana seré cartonero.
MIÉRCOLES 22/5 (Villa del Parque)
Reciclador urbano de 8 a 14
No sabía por dónde empezar a escribir. O sí, sabía, pero dudaba entre narrar los hechos cronológicos atado a una forma, tal como lo vengo haciendo, o calar más hondo, disolver tejidos antiguos y desordenarme.
"Es un trabajo bruto", dice Adelma sonriendo, ojos pintados, pelo teñido de bordó, caminar eléctrico, 60 años, zapatillas. "Ando cagado de las patas", dice Daniel serio, pelo atado con gomita, gorra, campera de River, caminar fatigoso, 40 años, zapatillas. Nos encontramos en la estación de Villa del Parque a las ocho –llegaron en tren desde José C. Paz– y caminamos hasta la cooperativa que comparten con 120 recicladores. Esa es la palabra correcta, no "cartoneros". En un predio junto a las vías tienen cocina, comedor, garita de seguridad, oficina, espacio para guardar los carros y una escuelita en la que compañeros analfabetos aprenden a leer y escribir.
Daniel tira del carro de un eje y dos compartimentos y delante vamos Adelma y yo blandiendo un gancho con la punta en ele. Me trata de usted y me cuenta que si recicla cuatro horas al día como mínimo, cobra un sueldo de 13.600 pesos, y que su pareja está en lista de espera para obtenerlo. Excepto metales, lo mejor pagado es el papel blanco; después, plástico soplado, cartón, diarios y revistas. Adelma me cuenta también que los jueves pasan camiones a comprar lo recogido y clasificado y que ganan unos 800 pesos si la cosecha supera los 600 kilos. Que tiene diez hijos, cincuenta nietos, doce bisnietos. Que su primogénito es mayor que Daniel, que no tuvo hijos. "Agarre aquel envase y esa caja con el gancho", me indica cuando meto la cabeza en un contenedor verde y quedo atrapado.
Escribo esto llorando. Me estremecen estas almas íntegras que fueron expulsadas del sistema y sin embargo dependen tanto de él. Trabajadores que dejan la piel en la calle y con los que sintonizo enseguida. Y cómo no, si somos lo mismo y si, pese a tantos prejuicios, tenemos la misma sangre. Vieran la mirada clemente de Adelma, la fuerza indestructible de su cuerpo, lo feliz que se pone cuando rescata un juguete envuelto en yogur y le dice a Dani que se lo regalará a uno de sus nietos.
Empujando el pesado y por momentos inmaniobrable carro percibí la impaciencia de los colectiveros, la apatía de los verduleros, la discriminación de los peatones, la indiferencia de los porteros. No digo que todas las personas sean así, pero por desgracia la gran mayoría lo es y vive con miedo a lo diferente, al cambio, a vivir. "Cada dos por tres nos dicen ‘córranse, mugrientos’ o ‘apúrense, negros de mierda’", narra Adelma sin mosquearse.
Lo sentí en la calle Florida y lo sentí hoy: me miraron con ojos de búho como diciendo "¿qué hace este flaco de piel blanca y ojos claros gritando ‘cambio, cambio’?", "¿qué hace este pelirrojo husmeando en la basura?". No vi esas miradas cayendo sobre mí de reojo: las sentí, que es otra historia. Por eso quiero que este texto sirva, que mis palabras se transformen en acción.
JUEVES 23/5 (Recoleta)
Paseador de perros de 10 a 16
Estoy física, emocional y mentalmente fusilado, pero feliz cuando empujo el cuerpo a experimentar en sus bordes. Podría parecer exótico y no lo es; al contrario, significa ponerse en el lugar del otro –no de cualquier otro ni de cualquier forma– y, con su venia, ejercer de ese otro sin dejar de ser uno.
En Santa Fe y Libertad recogemos a Bono, un golden retriever fortísimo que es "segunda generación". Eso quiere decir que Ro –compañero de yoga que se dedica a esto desde hace dos décadas, siempre por Recoleta, y llega con su cachorra Manola– empezó sacando a la madre. Aunque sea una perogrullada, queda claro que para pasear perros hay que amarlos, condición que escasea. ¿Acaso no vieron a paseadores que acogotan o golpean a los animales? Mi amigo solo trabaja con pichichos deseados por sus dueños y por él, de modo que ese doble amor engendra perros empáticos y educados. Algo fundamental para moverse con responsabilidad por las veredas de la ciudad a los ojos de vecinos –¡otra vez!– caracúlicos y sobradores.
Seguimos recorriendo un barrio que Ro conoce perfecto. Sabe qué calles son más tranquilas, incluso cuáles tienen mejor energía dependiendo de los porteros o de los tenderos; sabe qué atajo tomar si corta aquel semáforo y en qué librería mora un amenazante gato maullador; sabe cómo evitar encontronazos con otros paseadores y todo lo hace con sonrisa contagiosa.
Paseo a Bono y a Manola de una soga atada a mi cintura. Soy un enredo de patas y correas cuando buscamos a Aslan, un caniche taciturno que hace pis en el primer árbol que ve. Ro sabía que eso pasaría, como también sabía que Bono haría sus necesidades sobre "esa" tapa de Edenor. "Son animales de costumbre", dice. Saca un tupido llavero y entra en la casa de Santillán, un sin raza que no ve de un ojo. Faltan Mandy y Fiona, dos labradoras negras, para completar el sexteto y sentir que son ellos, agarrados a un mosquetón en mi cintura, los que me pasean a mí.
Llenamos un balde con agua en Ayacucho y Quintana y al rato estamos en el Parque Thays bajo un pino que Ro vio crecer en los últimos veinte años hasta convertirse en un señor pino que es su oficina de lunes a viernes. Hacemos yoga escuchando a Bob Marley cuando se apelmazan los autos sobre Avenida Del Libertador y los perros corretean al aire libre.
Acomodamos los petates y emprendemos la vuelta. Bono, Manola, Aslan, Santillán, Fiona y Mandy –de memoria, eh– cuelgan de mi cintura y están menos excitados que a la mañana, así que devolverlos es un placer. Me despido del golden retriever, del querido Ro, miro el mapa y constato que hoy caminamos doce kilómetros.
VIERNES 24/5 (Almagro)
Vendedor ambulante de 10 a 16
Circulo entre autos con tres paquetes de Elite como abanico y digo "llegaron los pañuelitos". Hay sol y no hace frío. Me acerco a un parabrisas y adivino la negación en el gesto seco de una cabeza. Digo "una solución para sus mocos" y obtengo una sonrisa, pero ahora muchos dedos índices flamean un "no" rotundo. Me propongo venderle a la conductora de una 4x4 y sube la ventana de inmediato. Digo "uno por veinte, seis por cien" y un taxista me regala su gentil indiferencia.
"No les des cabida", me sugiere Cristian. Junto a tres de sus cuñados –Pablo, Claudio y Lucas– venden desde hace años en esta zona de Almagro. Llegan en tren desde Moreno, compran los paquetes que pueden en Once y desembarcan en la transitada esquina de Medrano y Mitre con el desafío de venderlos antes de las dos, cuando aterriza "la gorra". Me piden que no cambie sus nombres y que hable de cómo los echan cada día cuando ellos trabajan sin "bardear ni escabiar".
Son bien pillos y me gusta. Me fascinan los espabilados. Pablo me cuenta que empezó trabajando en la calle a los seis con su padre y que a los diez ya vendía solo. "Pañuelitos, acá mismo", dice. Los cuatro llegaron a las 10, como acordamos, improvisaron unos sándwiches y se largaron a ofrecer paquetes de Elite.
Cada uno tiene su carácter. Claudio, por ejemplo, es un vendedor nato de a pie; camina tratando de convencer a los peatones diciéndoles "soy padre de familia, doñita" o "ayúdeme a llevar el pan a mi casa". Dice que les habla directo al corazón. Como su hermano Lucas, tiene las cejas depiladas, viste ropa deportiva y la expresión que más usa es "corte que". Corte que tratan de sacarles el máximo rédito a los pañuelos. Trabajan con chispa y un gran conocimiento de las leyes callejeras. Cristian se mueve entre los autos y se planta frente a las ventanas buscando el sí de los conductores. Pablo –que al toque me dice "ñeri", "ñeri" como aféresis de "compañeri"– es un anfibio que alterna entre esquina y coches, entre quieto y en movimiento.
Es admirable verlos moverse por separado y cada tanto juntarse, compartir un cigarrillo y empezar de nuevo. Si bien innovo en mi arenga, solo vendí un paquete a 20 pesos y la jubilada que me lo compró, lo hizo por compasión, sin evitar una frase política: "Con la yegua comíamos más, con este neoliberal nos morimos de hambre". Para quienes no vendimos nunca por necesidad, no se trata de algo sencillo. Hay que ponerle garra y fe. Cambio el "chip". Me enfoco en vender un paquete de seis unidades a 100 pesos. Media hora después, lo logro con un colombiano al que le ruego que me ayude.
A la una me ataca el hambre. Cristian me dice que ellos aguantan todo el día con el sándwich mañanero. En una verdulería compro mandarinas para todos. Se arma un lindo momento de unión que dura poco porque Lucas, alterado, se acerca a decirnos que en Díaz Vélez el "cobani" de siempre le pidió de mal modo que no vendieran más. La calle está plagada de fuerzas en constante oposición, de arquetipos enfrentados; la vida, en rigor.
Me rodean y deciden que para cuidarme lo mejor será despedirnos. Corte que no quieren que les saquen la plata o les planten un bagullo de marihuana. Corte que venderán lo que les queda caminando y no en este lugar donde los vecinos ya los conocen. Me doy un sentido abrazo con cada uno de los pibes. Me invitan a volver y me agradecen la compañía. Les regalo 600 pesos y se hacen humo. Unas horas, pienso, y compartimos tanto. Llegando a Acuña de Figueroa oigo la voz de Lucas: "¡Te quiero, flaco!".
SÁBADO 25/5 (Palermo y Chacarita)
Repartidor en bicicleta de 19 a 2
El cocinero del Barcelona Asturias se llama Esteban Javier. "¡Igual que yo!", le digo. Con un mohín de sospecha saca su DNI del bolsillo. Como en un duelo del Lejano Oeste, desenvaino el mío y ratificamos la casualidad, que nos predispone a arrancar la noche patria con fantástica energía. Conozco también al encargado Guido –escarapela en pecho, un tipo muy piola–, al mozo Charly y a Tata, el afable joven que hace las veces de franquero, ayudante de cocina, cafetero, bachero y repartidor a domicilio.
De hecho, alternaré repartos con él, uno cada uno. Antes de entrar en ritmo me cuenta que Guido levanta el pedido por teléfono, pasa la comanda a la cocina y, cuando está listo, lo envuelve y lo embolsa. Nosotros le agregamos pan, lo guardamos en la mochila térmica, lo cargamos al hombro y salimos disparados con la dirección y el vuelto en la mano. La tarea no reviste misterios, salvo conocer el barrio y estar alerta porque una desatención nos haría confundir las direcciones.
El primer reparto –dos guisos– es a pocas cuadras. Me subo a la playera: rodillas al cuello, sin casco ni luces. Son 380 pesos, pagan con 400, llevo 20 de vuelto. Toco timbre y… "¡pedidooo!". ¿Propina? Ni soñarlo. Me frustro porque la recaudación va para Tata (en cierta forma, le estoy "alquilando" el laburo). Se suceden las entregas con fervor hasta las once y pico. Me sorprende cómo me adapto al trabajo. Las propinas aparecen tímidamente en billetes de 5 y 10. Los clientes me reciben en pijama, a veces con ojos desorbitados. De tanto ver y oler comida, y además del ejercicio y de una semana alimentándome mal, me cruje el estómago.
Pasada la medianoche, el lugar se vacía. La mesa de tacheros de franco empinar que conversaban en voz alta levantó la cesión y el ruido decreció. Ahí mismo se instala Guido a mirar la TV. Me dice que terminamos y que elija algo para cenar. Degluto una merluza con fritas mientras mi tocayo y Tata baldean la cocina. Me percato de eso cuando ya estoy comiendo y no me siento cómodo con este extraño privilegio. Mi idea era laburar "como" ellos, "de" ellos, así que apuro los bocados y, antes de irme, le doy a Tata los 195 de propina. Está exultante. Su sonrisa me cautiva. "Me la re subiste", dice, "hoy sólo junté 50 pesos".
Otra vez como en esta semana de olas y contraolas, de revelaciones y visceralidades, de entrega y disolución, el final de la jornada me lega un gesto de humanidad. Para Tata, el menor de siete hermanos y recién echado de su casa familiar, esos pocos billetes son mucho más que eso.
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