Sergio Delgado fue gravemente herido durante la madrugada del 12 de junio de 1982, en el combate del Monte Longdon. 40 años después relata, por primera vez, su experiencia extraordinaria
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Sergio Delgado está por relatar la extraordinaria experiencia que vivió durante la Guerra de Malvinas, poco antes de ser llevado prisionero por soldados británicos tras la caída de Monte Longdon. Va a contar recuerdos que nunca antes contó, conmovido por la muerte del escritor Carlos Busqued (1970-2021). El autor de “Bajo este sol tremendo” y “Magnetizado” estuvo a punto de entrevistarlo cuando buscaba inspiración para un cuento paranormal sobre Malvinas “basado en un caso real” que iba a publicarse para el 40 Aniversario de la guerra en el Atlántico Sur. El escritor falleció antes de llamar a Sergio. El cuento quedó sin autor. Pero la crónica todavía podía ser escrita.
Sobrevivir a Monte Longdon
El ex combatiente Delgado es uno de los sobrevivientes de la Batalla de Monte Longdon, escenario de feroces refriegas entre la noche del 11 hasta la madrugada del 12 de junio de 1982 y evocada por los historiadores por su crueldad –allí tuvieron lugar luchas cuerpo a cuerpo–, y por la importancia estratégica que el enclave tenía para los británicos. Situado a sólo diez kilómetros de Puerto Argentino, era el último eslabón de la resistencia.
Delgado llegó a Monte Longdon cargando pesadas municiones para abastecer a un cañón. La compañía que integraba perdió el 30 por ciento de los soldados antes de que comenzara la batalla, entre heridos, deserciones y autoflagelados. “El regimiento tuvo 36 muertos y 120 heridos, entre los que estoy yo. También murieron muchos británicos. En un radio de 50 metros llegaron a morir 15 soldados”, cuenta.
El viernes 11 de junio de 1982, Sergio –o Peca, como es conocido entre los ex combatientes– compartía su refugio con un conscripto castigado por desertor, Miguel “el Polaco” Gramicci. El cañón, que era manejado por seis soldados, estaba inutilizable. Sólo habían quedado tres operadores. Peca habitaba una trinchera cómoda comparada con su posición anterior, en un sector rocoso donde corría un viento espantoso, frío y violento. Esa noche, Sergio y Gramicci despertaron sobresaltados. Escucharon voces extrañas cada vez más próximas que pronto reconocieron como inglesas. “Me cambié, me puse el casco y agarré el arma. No funcionaba, pero uno se siente más protegido”. Guardaron silencio. Un compañero, el correntino Milcíades Benítez, ya había sido detenido. Él sabía que ellos estaban ahí abajo. “Los británicos le pedían que diera nuestra posición. Llegó a hablarme: ‘Peca, salí, no te hacen nada’, me dijo. Yo estaba muerto de miedo. Mientras pensábamos qué hacer, Benítez empezó a gritar. Eso me bloqueó. Yo siempre estuve bloqueado de miedo. Era una cosa terrible.”
“Escuche una explosión y sentí calor en las piernas”
Al rato, quizá después de ver algún movimiento, los soldados británicos tiraron una granada dentro del pozo. “No la vi entrar pero sentí un ruido... Escuché la explosión y sentí un calor en las piernas, que iba subiendo... A medida que iba subiendo pensé que eso era la muerte, y que cuando llegara a mi cabeza yo iba a desaparecer. Cuando el calor llegó a mi cabeza sentí que mi cuerpo se transportaba para arriba, digamos, hacia un lugar donde yo estaba flotando. Ahí sentí que mi consciencia estaba como entrando a la muerte y me encontré con algo blanco, como una pared. Vi como que algo había del otro lado y se me dio por decir algo”, recuerda.
Sergio fue entrevistado por los periodistas Daniel Riera y Juan Ayala para una crónica histórica publicada en el año 2000 que la revista Rolling Stone tituló “Nuestro Vietnam”, como la canción de Andrés Calamaro. Por primera vez, dos periodistas argentinos denunciaban que no sólo había que lamentar 649 bajas propias: luego se contaron más de 350 suicidios.
Delgado, recordó Ayala, había mencionado “un viaje a lo Sueiro” para el libro “Malvinas, la primera línea” (Libros del Náufrago, 2012). También rozó de costado el anómalo evento en el documental “No tan nuestras” (Ramiro Longo, 2005), donde el ex combatiente cuenta sus días en las islas, desde el desembarco hasta su regreso al país.
Cuando la granada de los ingleses explotó en la trinchera, Peca y el Polaco volaron por los aires. El techo se derrumbó. Sergio estaba herido, su compañero no. Dos soldados ingleses armados con rifles bayoneta se acercaron para verificar si había quedado alguien con vida. Ellos, abrazados ahí abajo, y los ingleses arriba, clavando bayonetazos entre la paja, las ramas y los escombros. “Una estacada le dio al Polaco en el estómago, sentí el golpe. Se fue muriendo poco a poco, entre mis brazos. Murió el día que volvió”.
Cuando los británicos escucharon los gritos de dolor se asustaron y se alejaron del sector. Delgado se hizo el muerto, pero la simulación duró poco. “Un soldado me descubrió. Me tocó un párpado y pestañé. Me encañonó con una 9 mm en la sien. ‘¡Camon, Camon!’, gritaba. En mi inglés básico le dije: ‘The please, my legs’. Yo vi el estado de mis piernas en la cara del tipo. Ahí me dejó de apuntar y vació la recámara. Estuve una semana en el buque Uganda”.
A través del túnel: primer viaje
Delgado nunca había contado la experiencia de salir fuera del cuerpo con todos sus detalles. Tampoco los recordó enseguida. En su entusiasmo por rememorar la experiencia jugó un papel clave el primer libro de Víctor Sueiro (1943-2007), “Más allá de la vida” (Planeta, 1990).
Sueiro ya era un periodista popular cuando, el 20 de junio de 1990, se produjo el accidente cardiovascular que llamó “el día de mi muerte clínica”. Durante aquel “apagón” emergió lo que llamaba su “Gran Experiencia”: el túnel oscuro, una luz al fondo cuya intensidad iba en aumento y una sensación de paz total. En el ínterin sintió que flotaba y una voz muy dulce. “‘Hola Tito’, oí. Sólo una persona me llamaba así: mi abuelita”. Sus dos primeros libros, en los que se ocupó de las llamadas Experiencias Cercanas a la Muerte (ECM), fueron destacados best seller en la Argentina y en varios países de América Latina. El tema había empezado a ser abordado, con parecido éxito, por el Dr. Raymond Moody, médico psiquiatra de la Universidad de Virginia, autor de “Vida después de la vida” (1975), y la doctora Elisabeth Kübler Ross (1926-2004).
Después de la explosión, yaciendo herido, su consciencia flotó hacia una pared blanca y dijo algo, “aunque del otro lado nadie me contestó”.
–¿Qué dijiste, te acordás?
–Sí, pero decirlo me da mucha vergüenza. Desde el colegio me gusta mucho hacer reír. Dije: “No me quiero morir, soy una persona simpática que hace reír a los chicos”.
–Eso es tierno.
–Cosas que pasan por la cabeza de uno. Todo lo que viví lo borré de mi cabeza hasta que vi por la tele a Víctor Sueiro. Él aparece con su libro hablando de su experiencia, mostrando otros testimonios. ¡Sueiro hablaba y yo me quería comer el televisor! Subía el volumen, lo quería escuchar. Yo había bloqueado eso de mi cabeza, no me había bajado nunca. El tipo hablaba de lo que yo había vivido. El me lo recordó. Y salí corriendo a comprar el libro.
–Durante esa especie de limbo, ¿le dirigiste la palabra a alguien en particular?
–Sí, como a un Dios. Yo veía retratos, pensaba mucho en Dios. En circunstancias riesgosas uno busca el apoyo en Dios. Durante todo el Servicio Militar nos inculcaron mucho a Dios. Nos hacían rezar todas las noches, nos hablaban de Dios y la Patria. Si bien había estudiado catecismo, abandoné. Mi familia no era muy religiosa. El tema de Dios reaparece en el Servicio Militar. En medio de esa experiencia, le pedía volver. Como sea. Eso era una pared de nubes. Si las traspasaba ya no volvía más a la Tierra. Esencialmente fue eso, creo que sos la primera persona a la que se lo cuento.
–¿Cómo regresaste de esa situación?
–Por arte de magia volví a donde estaba y ¡tac! ni siquiera sentí dolor cuando bajé. Fue como cuando desaparece la imagen de la tele. Volví, pero el regreso no fue un viaje. Sabía que si cruzaba esa pared no volvía. “¡No, por favor, quiero vivir!”, decía. Segundos después, volví. A veces me pregunto: “¿Y si me desvanecí y fue un sueño?”. Da la casualidad que mucha gente pasó por lo mismo.
–Tu primer impacto fue escuchar a Sueiro.
–Y oír hablar de la experiencia de otras personas. No lo pude terminar de escuchar, quedé impactadísimo. “¡Bajá la tele!”, me decían. Pero al otro día viajé de Lanús a Capital para comprar el libro. En el viaje de vuelta ya había leído la mitad.
–Antes de ver el programa ¿tuviste un registro consciente de la experiencia?
–Yo había vivido eso, pero después se me borró. Es como ver extraterrestres. “¿Lo cuento o no lo cuento?”. Eso nos pasa mucho a los ex combatientes, no le contamos las cosas a cualquiera. Nos sentimos hermanados porque todos sabemos lo que pasamos y nos escuchamos las mismas pavadas desde hace 40 años. Vivimos lo mismo y nos entendemos.
Sergio “Peca” Delgado integró la comisión que organizó este año el “Encuentro Deportivo Malvinas 40 años”. Para las llamadas “Olimpíadas de Chapadmalal”, el Centro de Ex Soldados Combatientes en Malvinas de Mar del Plata recibió veteranos de todo el país. “La competencia deportiva nos mantiene sanos”, dice Peca.
El reencuentro: segundo viaje
El regreso a la vida civil no le resultó fácil a Sergio. Los primeros cuatro años, entre internación y rehabilitación, fueron los más duros. En el buque Uganda fue operado por un equipo de cirujanos ingleses. “Me quisieron matar pero se hicieron cargo. Me cuidaron, me curaron y me llevaron con 15 heridos más. Yo era uno de los que estaba en peores condiciones. Les debo la vida”. Peca volvió pesando 34 kilos.
Su mejor amigo, tanto en Malvinas como en la vuelta a casa, fue el brasileño naturalizado argentino José Luis Cardoso. Los ex combatientes del regimiento 7 de Infantería de La Plata no se olvidan de aquel tipo ejemplar, corajudo en el combate y solidario con sus pares. Día por medio caminaba diez kilómetros para asediar los galpones de Puerto Argentino en busca de provisiones: si no se las entregaban por las buenas, las incautaba a punta de FAL. La situación de abandono de la primera fila del teatro de operaciones se tornó exasperante.
El regreso de José a la rutina ciudadana fue complejo. A poco de volver, marchó con su uniforme junto a tres compañeros desde Luis Guillón hasta la basílica Nuestra Señora de Luján para cumplir una promesa. Luego trabajó en YPF, fue marino mercante e hizo una vida con Hilda. Planeaban viajar. Siete años después volvió a la basílica, pero esta vez robó la bandera papal y huyó en un camión, cuentan Riera y Ayala en “Nuestro Vietnam y otras crónicas” (Aguilar, 2010). Detenido por la policía, amenazó con hacer explotar una bomba que no tenía. Terminó preso y torturado en la comisaría. “Lo hice porque fue una orden. Estoy en guerra. Los ingleses me persiguen por lo de Malvinas”, le confió a su hermana Vilma. José estuvo internado en el Melchor Romero, el hospital psiquiátrico de La Plata. Allá la estaba pasando tan mal que un grupo de veteranos lo fue a rescatar. Lograron sacarlo con la condición de que iniciara un tratamiento. Pocos días después, José se suicidó.
“Con él estábamos hermanados, ¿viste cuando te enamorás? Me costó asumir su suicidio. Nosotros tomábamos drogas, fumábamos mucho, y a él le tiraba mucho la vida. De pronto se suicida”, rememora Sergio. “Los médicos culpaban a la droga, algo que nunca me creí mucho. ‘Maldita droga’, decíamos”.
La droga fue la culpable favorita, más cuando todos miran para otro lado. Sergio Delgado también le echó la culpa, a la droga y a sí mismo. Con su mejor amigo muerto, el mundo se le vino abajo. Fue la segunda granada. “Yo no lo podía creer. Estuve muy mal. Dejé de consumir”.
Sergio iba seguido al sepulcro donde yacía José Luis Cardoso, en la zona sur del conurbano. “Sus padres le habían puesto ropa a un costadito del cajón –pantalón, camisa, unas zapatillas–, para que se pudiera cambiar y anduviera por ahí. A mí esa costumbre me pareció extraña y se ve que la cosa me quedó picando”.
Una tarde, volviendo del cementerio en colectivo a Lanús, Delgado se empezó a sentir mal. “Me faltaban unos 30 kilómetros para llegar, el 51 le pone hora y media, dos. El pecho me dolía cada vez más. Cuando el dolor se empezó a agravar le pedí ayuda al chofer, que enfiló hacia una clínica de Lomas. Apenas el colectivero me confirma que me va a llevar ahí, me tiro sobre el asiento y pierdo el conocimiento. Y, otra vez, vuelvo al cielo.
–¿Y qué pasó?
–Me encontré con él. Yo no lo dejaba en paz. Lo veo y le digo: “¡José!”. No se acercó, pero tenía puesta la ropa que le dejaba la familia en el cajón. Su cara era fresca, me saludó con la mano. “¡Está todo bien, Peca! Está todo bien”, me dijo. Yo no me lo podía sacar de la cabeza. Ya en el hospital el dolor se me empezó a pasar. “Sos muy joven para tener un infarto”, me dijo el médico. “¿Qué edad tenés?”. Veintiocho. “Igual te vamos a hacer un control”. Me sentí mejor y volví a casa. Así pude superar la muerte de José. Le conté esto a su hermana, que lo quería mucho, y me dijo que ella lo soñó y los sueños también la relajaron. Yo sentí que lo dejé descansar en paz. Y me cambió la relación con él, a pesar del dolor. Porque yo no tenía vida, y empecé a asumir su muerte.
–Ese encuentro, en el nivel que haya sido, fue un alivio.
–Sí. Nunca lo había contado antes porque es muy personal. Pero algo hay.
EL 26 de marzo de 2021 Carlos Busqued recibió el número de teléfono de Peca. No lo llamó. Quizá estaba escrito que su experiencia –vívida, realista, liberadora– merecía más una crónica que un cuento. Cuando un amigo le recordó a Busqued que Peca sabía que iba a recibir su llamada, los medios difundían la noticia de la muerte del escritor argentino.
(*) Agostinelli es editor del sitio especializado FactorElBlog.com
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