A los 56, una buena oportunidad, o que al menos lo parece, lo llevo a aceptar este desafío personal que lo acercó a una gran enseñanza
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Tenía que reconocerlo: su interés por aquel destino era más de tinte personal que profesional. Pero, a sus 56 años y luego de haber trabajado desde 1985 en varias de las plantas que la empresa tiene en Argentina, sintió que no debía dejar pasar la oportunidad.
Líder en la industria petrolera, la compañía contaba con un programa de expatriación que consistía en invitar a empleados para que ocupasen posiciones de liderazgo desafiante en unidades de negocio fuera del país de origen. El objetivo para quienes aceptaban era que fueran capaces de diseminar, de manera uniforme y en plazos razonables, los valores culturales de la compañía en ambientes laborales y humanos bien dispares.
“Regularmente había registrado, en la planilla de Recursos Humanos, mi disposición para ser trasladado a Brasil. Mi interés era más personal que profesional. Si bien el ambiente industrial brasileño me atraía, y mucho, mi mayor entusiasmo pasaba por la inigualable posibilidad del aprendizaje social y cultural que me impactaría vigorosamente en mi vida privada”, recuerda Martín Isasa.
“Dimos un paso más allá del precipicio, pero eso no hizo mella en nuestros corazones”
Sin embargo, hacia 2014, sin novedades sobre vacantes para cubrir en Brasil, de pronto, algo cambió el panorama. A pesar de que ese país no figuraba en sus preferencias, la compañía le ofreció a Martín la posibilidad de trasladarse a Egipto como destino laboral. Le propusieron que asumiera el cargo de Director Industrial en Egipto. Y aceptó porque había una ventaja objetiva. A mayor discrepancia cultural, en este caso respecto a Brasil, mayor oportunidad de aprendizaje. Egipto encajaba mejor con el propósito que perseguía.
Criado en la localidad de Vicente López, en la zona norte del Gran Buenos Aires, aunque no recuerda ningún episodio en especial que lo vinculara con Egipto durante su infancia y adolescencia, Martín siempre sintió que ese destino, en su mente, estaba rodeado por un halo de misterio. Y había llegado el momento de descubrirlo.
Pero una cosa era instalarse en Brasil y otra muy diferente hacerlo en Egipto. ¿Se estaban excediendo con la expatriación? Aunque tenía que asumir que con su esposa Patricia siempre se habían caracterizado por su espíritu nómade y frecuentemente los invadía la necesidad de “mandarse a mudar” del lugar donde vivían, Egipto eran ya palabras mayores. “En ese momento no sentimos como una locura aceptar la propuesta. Que fuéramos a dar un paso más allá del precipicio, no hacía mella en nuestros corazones y menos en nuestras mentes. Estábamos listos para partir y recomenzar”.
Ese año fue entonces de rotundo cambio para el matrimonio. Mientras se dedicaban de lleno a los preparativos del viaje con la sensación de etapa cumplida y la expectativa intacta por el nuevo desafío, finalmente sintieron que habían logrado lo que deseaban. Estaban bien predispuestos, llenos de esperanza y optimismo, convencidos de que el próximo ciclo sería para mejor. No tenían añoranzas ni remordimientos ya que habían vivido a pleno, sin haber dejado cuestiones pendientes.
Martín firmó un contrato para ejercer las funciones de Director Industrial en Egipto, con vigencia por tres años, prorrogable con acuerdo de las partes y con el compromiso de que, a su término, dispondría de un puesto de trabajo en Argentina. Fue incorporado a un plan internacional de servicios de salud y se le garantizó, durante el periodo de expatriación, un programa de viajes de ida y vuelta a Argentina presupuestado como gasto en la cuenta “movilidad” de la compañía.
“No había tiempo para pensar, solo se trataba de sentir”
Finalmente, el 1 de noviembre de 2014, el matrimonio se instaló definitivamente en la ciudad portuaria de Alejandría. Al comienzo parecía que las veinticuatro horas del día no serían suficientes para digerir el aluvión de acontecimientos de la nueva vivencia. Requería de su permanente atención y disposición para el aprendizaje.
“Cuando nos mudamos a Egipto no dimensionaba lo que estaba pasando. Al inicio todo era nuevo, totalmente nuevo. No había tiempo para pensar, solo para sentir. Con mi compañera de fierro nos lanzamos a la aventura. Desde el momento en el que decidimos marcharnos, la vida se convirtió en un vaivén de emociones: de lo inesperado, de aprendizaje e improvisación. Los sentidos ya nunca más durmieron y, durante un tiempo, tuvimos que desterrar la palabra rutina del vocabulario para dejar paso a la adrenalina. Nuevos lugares, nuevas costumbres, nuevos desafíos, nuevas personas. La sensación de comenzar de cero nos resultaba adictiva”.
Sin embargo, hubo una barrera difícil de sortear que Martín tuvo que enfrentar. “Darme cuenta de que el idioma natal, con el que me había manejado toda la vida, se convertiría en mi segunda lengua durante el periodo de expatriación me provocaba una tremenda ansiedad. Todavía viviendo en Argentina, cuando el traslado a Egipto ya era un hecho, empecé una carrera contra reloj para fortalecer mis conocimientos y habilidades del inglés. Lejos pasó de mi mente aprender el idioma árabe, no solo por lo ambicioso del intento sino porque significaría un esfuerzo insuperable y no sería indispensable para el desempeño de mis nuevas funciones. Tomé conciencia de que el correcto desenvolvimiento con el idioma inglés iba a ser un tema de vida o muerte porque la totalidad de las futuras conversaciones las sostendría, precisamente, en inglés”. Pronto descubriría que el idioma no era una barrera para la comunicación y que el verdadero obstáculo aparecía cuando las partes no tenían voluntad de comprenderse.
Otra cuestión que desvelaba a Martín era ganarse la confianza de su equipo de trabajo. En un ambiente donde se sobrevaloraba la autoridad y la posición jerárquica, no se quedó anclado en la cúspide de la estructura sino que salió a la planta a recorrer las instalaciones acompañado por ellos, manteniendo reuniones personales en los talleres y en los puestos de trabajo. Al tiempo recogió los frutos. Empezaba a sentir que lo consideraban uno de ellos. “En retrospectiva, ahora percibo este logro como una de mis mayores satisfacciones. No pretendí que ellos se adaptaran a mí y se comportaran como en Argentina. Más bien desarrollé una manera egipcia de comportamiento, en base a los valores de la compañía, adaptada a cómo eran ellos: emocionales, orgullosos y conformistas”.
“Fuimos un par de inconscientes”
Martín y Patricia se acomodaron en el edificio San Stefano frente a la Corniche, la calle más larga de Alejandría, que cubre veinte kilómetros de paseo marítimo serpenteante a lo largo de la orilla del Mediterráneo. Era un complejo de diez torres con treinta pisos cada una, que rodeaban a un prestigioso hotel internacional, el Four Seasons, y un mall de primer nivel, ubicado frente al mar y con playa privada. Dentro de San Stefano no era fácil deducir que estaban en Egipto más allá del idioma, la vestimenta y las costumbres de sus moradores.
El matrimonio había contratado a un chofer que también estaba disponible para el servicio privado. Con él acordaron un régimen de tareas especialmente ligadas a los requerimientos laborales pero también extensible fuera del horario de trabajo. Es decir, contaban con su servicio para las actividades personales, incluso durante los fines de semana.
Como ninguno de los dos manejaba, eran espectadores privilegiados de una ciudad que nunca descansaba. Los atentados callejeros, así como la presencia de tanques de guerra en medio de la ciudad, eran moneda frecuente. Tanto, que parecía que la reiterada frecuencia con que ocurrían hacía que se hablara poco de ellos. “Nunca sabíamos si estábamos peor o mejor que antes. Viene a mi memoria cuando Patricia había estado en un bazar contiguo a la iglesia que al día siguiente fue el objetivo de un atentado que no dejó títere con cabeza. No podíamos dimensionar el riesgo. Pero tampoco sentíamos miedo. En algún sentido éramos un par de inconscientes”.
Como sapo de otro pozo
En tanto que Patricia había hecho buenas migas con un grupo de mujeres de habla hispana residentes en Alejandría, Martín se sentía como “sapo de otro pozo”. Su relación con los egipcios era de mutuo respeto pero no muy fluida. Es que nunca había tenido la intención de afincarse en Alejandría. Asumía con naturalidad que su estadía era transitoria, pasajera. Y por eso no se involucraba a pleno con las costumbres del lugar, ni trataba de entenderlas a rajatablas. Más bien, curioseaba. “Aunque después de tres años viviendo en el ambiente musulmán me hubiera gustado silenciar los llamados al rezo cuando ya no toleraba escucharlos a través de los altoparlantes desde el balcón de mi casa”.
La emoción por la novedad pronto pasó a segundo plano y Martín comenzó a sentirse agobiado por el ambiente que lo rodeaba. “Egipto es un país donde las contradicciones son mucho más flagrantes de lo que estamos habituados en Argentina. Desigualdad y sobre todo mezquindad al rojo vivo en forma muy descarnada. Era una sensación que me invadía, me desbordaba y no lograba procesar”. Había llegado el momento de partir. En el pasado, Martín había visitado dos ciudades, Kingston (Jamaica) y San Francisco (EEUU), muy diferentes entre sí desde un punto de vista social, económico y político pero ambas buenos ejemplos de libertad individual. Alejandría le había resultado todo lo contrario.
“En la sociedad musulmana, brutalmente machista y cruzada por férreos preceptos religiosos, la mujer queda relegada a un segundo plano. Me sorprendió escuchar que se la considerase una máquina de cocinar, lavar, planchar y tener hijos. El enunciado sonaba a una exageración pero la realidad no lo desmentía. El ambiente de inseguridad, plagado de actos terroristas, se transformaba en la realidad de todos los días”.
Como evidencia de la conformidad con la gestión de Martín en Alejandría, le habían ofrecido extender un año más el contrato de trabajo. Pero, muy agradecido, rechazó la propuesta. Había alcanzado un límite emocional para seguir viviendo como expatriado. No aceptó continuar a pesar de saber que no había posibilidad de reinsertarse en la estructura organizacional de la compañía en Argentina. Así que terminó negociando un honorable acuerdo de retiro.
De la experiencia en Egipto, el matrimonio asegura que aprendió. Y mucho. De hecho, Martín pudo recoger todo lo vivido en un libro de su autoría -Mil días en Egipto, Editorial Pacto de Lectura-. “En otro país la tarea más sencilla puede convertirse en un reto. Tramitar papeles, encontrar la palabra adecuada, tomar un taxi. Siempre hay momentos de desesperación pero pronto nos armamos con más paciencia de la que nunca tuvimos y aceptamos que pedir ayuda (en la administración del edificio, en la calle, a los conocidos) no solo era inevitable sino muy sano. Más allá de los clichés, vivir en otro país fue un viaje que nos atravesó profundamente. Sacudió nuestras raíces, certezas y miedos. Vivir en Alejandría nos cambió para siempre en muchos sentidos. Hemos evolucionado, tenemos cicatrices. Somos más abiertos y aplomados”.
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