"El significado y rol de Twitter siempre ha sido ambiguo desde sus tempranos inicios, y en sus diversos usos siempre ha habido una tensión entre la idea de una simple red social para mantener actualizados a los amigos por un lado, y una plataforma de información pública por el otro, que es precisamente lo que produce la cultura única de Twitter en la que charlas amistosas se mezclan con updates de comida, retratos de mascotas y campañas electorales o noticias de eventos globales", dispara la académica Nancy Baym, autora de Twitter: A Biography (2020), uno de los más recientes libros sobre la naturaleza de esta red social que amamos odiar.
Desde su origen y pese a no tener un uso claro y definido, esta red social nos intrigó y atrajo en iguales dosis. Creada en 2006, como explica Baym, fue en parte el uso y la cultura de la plataforma (muy atada al comienzo a un público predominantemente masculino, del ámbito de la tecnología y el periodismo) los que fueron moldeando sus funcionalidades. ¿Pero quién definía esa cultura? ¿Creadores o usuarios? Según algunos relatos fue el enfrentamiento de criterios de sus creadores respecto de si debía ser una plataforma orientada a lo personal o una red de noticias lo que hizo que en 2009 se cambiara el tagline de "¿Qué estás haciendo?" por el "¿Qué está pasando?".
Mientras desde la academia se preguntan por qué usamos Twitter si nos hace mal y qué podemos hacer para cambiarlo, las y los usuarios se debaten entre el autocontrol o el exilio.
A partir de una mayor profesionalización de la compañía en ese mismo año, el derrotero de Twitter ha sido muy parecido al de otras redes que conocemos: un viaje que comienza con un prometedor inicio exploratorio de innovación abierta y debate, y que termina haciendo prevalecer el negocio, concentrando la propiedad intelectual en unas pocas manos y garantizando el control mediante apps cerradas y algoritmos insondables.
Sin embargo, como resulta difícil desentrañar con exactitud cómo la plataforma (su modelo de negocio y su tecnología) y su cultura de uso se moldean la una a la otra, cabe preguntarse: ¿Twitter nos cambió, o nosotros lo cambiamos?
Te amo, te odio, dame más
Si bien en los últimos años ha crecido el interés por entender los efectos de las redes sociales sobre distintos aspectos de la vida (en el 2018 hubo al menos 60.000 artículos académicos sobre Twitter según Baym), la salud mental es una área donde los hallazgos despiertan cierta alarma. "Hay algunos efectos negativos pequeños (por ejemplo, que la autoestima disminuya por un efecto de comparación con otras personas tras mirar contenidos en redes), y hay algunos efectos positivos moderados (expandir el capital social de una persona por usar una red). Estos efectos, según Meier y Reinecke (2020), suelen estar mediados significativamente por variables como la edad, el género, la cultura y, potencialmente, la personalidad de los usuarios", explica Mora Matassi, máster en Tecnología, Innovación y Educación por la Universidad de Harvard, también al frente del podcast La Enredadera.
En este sentido, la pandemia –quizás como un caldo de cultivo acelerado, con saturación y cansancio de por medio– abonó fenómenos ya existentes y problemáticos propios de la red (trolls, polarización del discurso, fake news y cultura de la cancelación, entre otras), y generó una creciente toxicidad que hace que cada vez más usuarios vuelvan privadas sus cuentas, decidan tomarse un tiempo sabático en la red o hasta opten por dejarla totalmente. Y no son solo figuras públicas o influencers que de repente vemos con el famoso "candadito", en un intento por regular y restringir las interacciones para morigerar el nivel de violencia. Es cada vez más común leer sobre lo que muchos exiliados de la red dicen respecto de los beneficios sobre su salud mental y productividad tras haber dejado Twitter.
Para Natalia Aruguete, periodista e investigadora del Conicet, coautora de Fake news, trolls y otros encantos (2020), el factor de polarización emocional está siempre presente y las violencias que existen por fuera del espectro digital se trasladan a este. "El denominador que observamos en los eventos trabajados en el libro es que los mensajes nos interpelan afectivamente cuando nos enojan, nos indignan, nos dan asco", explicaba en una entrevista reciente respecto de cómo el componente emocional sirve de base para reforzar creencias previas.
Richard Seymour se pregunta por el rol individual en el uso de las redes. "Si vivimos en una historia de terror, entonces parte de ese horror reside en el usuario", teoriza.
"Con las redes sociales se está comenzando a hablar de «digital detox» como la multiplicidad de prácticas para alejarnos intermitentemente de algo que se nos presenta como excesivo y dañino. Definir algunas redes como «tóxicas» nos reenvía a las metáforas de las adicciones del comportamiento. En ambos casos, vemos discursos (de las dietas y de las adicciones como metáforas) en los que circula una fuerte carga moral sobre cómo deberíamos vivir la vida. Lo que es más importante, para el caso de las tecnologías, es que los paralelismos implican una concepción de la cultura donde el sujeto aparece como por fuera de los entramados sociotécnicos que constituyen las redes sociales, lo cual termina por darles a estas un aspecto todopoderoso que, actualmente, tiende a ser leído desde un lente distópico", advierte Matassi sobre la tendencia a demonizar las redes.
Si las redes amplifican y reproducen las miserias que ya existen por fuera de la red, ¿para qué seguimos participando?
Una lectura lúcida de la mano de Richard Seymour, autor de The Twittering Machine (2019), nos propone pensar más allá del "techlash" moderno que culpa a las plataformas por todos los males, y se pregunta por el rol individual. "Si vivimos en una historia de terror, entonces parte de ese horror reside en el usuario", teoriza Seymour, quien sugiere casi a modo psicoanalítico que gran parte de lo que la red ofrece es un estado de olvido e insensibilidad para escapar de nuestra conciencia más allá del subidón de dopamina. De hecho, el autor refiere a esas "zonas muertas" en las que el usuario entra, como sitios donde "el tiempo, el espacio y la identidad social se suspenden en el ritmo mecánico de un proceso repetitivo".
Dicho de otro modo, si la red es un monstruo que come nuestro tiempo, debemos hacernos responsables de que lo estamos alimentando con lo más valioso que tenemos.