En el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, Eugenia Unger recuerda sus años como prisionera del régimen nazi: “Dios me dio memoria para que nada quedara en la nada”, asegura
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El detalle se advierte apenas uno la saluda: 48914. Es un tatuaje en su antebrazo. Tinta negra e intacta para el número de identificación que le asignaron los soldados nazis cuando hacía trabajos forzosos en Auschwitz-Birkenau. Entre 1939 y 1945, Eugenia Unger, nacida en Polonia, vivió bajo el yugo del sádico régimen alemán. Primero, escondiéndose con su familia en el gueto de Varsovia. Luego, realizando trabajos forzosos. En ese transcurso, sobrevivió a las denominadas “Marchas de la muerte”, se sobrepuso ante un cuadro de fiebre tifoidea y padeció disentería. Fue encontrada -y liberada- por los soldados rusos del Ejército Rojo.
Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, volvió a Polonia, pero, cuenta, se encontró con un país que no tuvo empatía con los judíos polacos que habían sobrevivido. Vivió en la calle durante cuatro meses hasta que viajó a Italia, donde aguardó hasta que fueran aprobados sus papeles de viaje hacia Estados Unidos. Pero nunca fueron emitidos. Entonces, aprovechó la posibilidad de subirse a un buque con destino a la Argentina. Viajó con su hijo y su marido.
73 años después, y con 96 años de edad, recibe a LA NACION en su departamento del barrio porteño de la Recoleta. Repasa todo: el momento de la invasión en Varsovia, la vida en el Gueto, el día a día como prisionera, las “marchas de la muerte”, por qué no volvería a Polonia y la familia que le salvó la vida cuando llegó a Buenos Aires.
—¿Usted se siente cómoda dando este tipo de entrevistas?
—¿Sabés una cosa? Yo siento en el alma que necesito dejar algo por nuestros compatriotas, por nuestros chicos. Un millón y medio de niños mataron. Yo, a los 14 años, estuve 3 años escondida bajo la tierra. Con todo eso no puedo hacer otra cosa que dedicarle mi vida a los que han muerto. Estuve 10 veces ante la cámara de gas. Yo sentía una fuerza mayor. Imaginate, tengo 96 años y estoy dando testimonio. Y mañana voy a dar una charla al mediodía. Al principio no acepté, porque te vienen de acá, te llegan de allá, te llaman por teléfono... Me sentía muy mal anoche, pero Dios me ayuda siempre, es muy grande y está conmigo.
—¿Cómo vivió los días de la invasión nazi en Polonia?
—Cuando veía los aviones, le decía a mi papá: “Mirá, vienen, están bombardeando”. Y él intentaba distraerme asegurando que eran “deportistas”.
—¿Qué recuerdos tiene de la vida en el Gueto de Varsovia?
—Un día estábamos en un búnker y los alemanes tiraron una bomba de gas para que todos no tuvieran otra alternativa que salir. Hasta que me llevaron, estuve 3 años bajo la tierra. Siempre escondiéndome. Cuando hablo, no puedo decir de qué manera vivió la gente que sobrevivió.
—¿Recuerda algo del día en el que se la llevaron?
—Los hombres iban al trabajo. Cuando venían de vuelta, dejábamos una toalla en el balcón, para que supieran que nosotros seguíamos ahí. En el lapso del día, cuando ellos no estaban, venían los nazis y secuestraban gente. Cuando a mí me sacaron, ya no puse más toalla. Entonces todos supieron que me habían llevado, porque no hubo más toalla.
Unger señala el habitáculo de su cristalero. “En un lugar como ese se escondían seis personas”.
Luego, apunta su dedo hacia un cajón aún más pequeño: “A mí me sacaron de uno así”.
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"Dios me dio esta memoria para que nada quedara en la nada. Para que todo quedara dicho"
Entre Auschwitz y Majdanek, Eugenia estuvo dos años y medio como prisionera. Uno de sus “trabajos” consistía en construir armas de guerra. Era esclava metalúrgica en la fábrica Unionworke. Cuenta que aún recuerda cómo se elabora una granada.
—¿Hasta qué punto llegaba la exigencia en ese trabajo?
—¿Sabés una cosa? Yo te puedo decir si ahora entro a hacer una bomba, la puedo hacer sin problemas. Pasaron 100 años, pero me acuerdo. La verdad, debo la vida a un maestro nazi que tuve, quien solo me rompió la pierna por haber hecho mal el trabajo una vez. Él dijo que lo habíamos hecho mal a propósito, y nos avisó que nos iba a dar 25 golpes en la parte trasera del cuerpo. Muchos no se levantaban después de eso, quedaban listos, muertos. Una vez, agarraron a cuatro chicos y los colgaron. Y dejaron sus cuerpos ahí por un mes…
—¿Qué sucedía después, cuando volvían a sus barracas, después del trabajo?
—Había gente que hacía huelga de hambre. Nos daban comida prácticamente podrida. A la mañana servían cáscara de manzana. Al mediodía, agua con cáscara de zanahoria o de papa. Y a la noche, un pedazo de pan tan fino como una servilleta.
Sobrevivir a la última “Marcha de la Muerte”
Hacia principios de 1945, el Ejército ruso avanzaba desde el Este. Entonces, el régimen nazi decidió evacuar los campos con una estrategia que utilizaba muy frecuentemente: la Marcha de la Muerte. Consistía en hacer caminar a todos, fuera como fuera y por un tiempo indeterminado. Pero, claro, muchos estaban desnutridos o enfermos y perdían la vida a los pocos metros. Entre el 17 y el 21 de enero de 1945, más de 50 mil prisioneros fueron evacuados de esa manera. Aunque la mayoría perdió la vida. Sus estados físicos y psicológicos no les permitieron seguir.
Seis días después, el 27 de enero, los prisioneros que se habían quedado en Auschwitz fueron liberados por los soldados rusos. Se dice que había en ese momento unos 7 mil sobrevivientes; todos ellos en condiciones muy desfavorables. Unger era una de esas personas.
“Hasta que llegaron los rusos, uno se podría haber muerto 100 veces. Antes de que llegaran, salieron por los altoparlantes los nazis gritando ‘Todos salgan afuera [...] vamos a caminar’. La gente, moribunda, se levantaba como podía. Yo estaba con mi mamá, tuve que sufrir por dos”.
Eso, calcula, ocurrió a un mes de la llegada del Ejército Rojo. Recuerda que, cuando arribaron los rusos y los estadounidenses, “un Ministro americano le pedía a todos que sacaran fotos, para que después el mundo no dijera que estaban mintiendo”.
Volver a casa
—Luego de ser liberada, volvió a Polonia. ¿Con qué país se encontró?
—Estuve viviendo ahí en la calle y pidiendo limosna por cuatro meses. Fue algo tremendo. Algunos ofrecían cosas del estilo «Vení a dormir conmigo; si te gusto, te vas a poder quedar». En esa época yo pesaba 30 kilos.
—El país que fue su hogar antes de la guerra no supo cobijarla.
—No te imaginás… Cada polaco era un antisemita tremendo. ¿Vos sabés cuántos se podrían haber salvado si no fuera por que nos delataban a los judíos? Cuando los nazi entraron en 1939, no sabían quién era judío y quién era cristiano. Pero muchos polacos nos señalaron. Además, muchos entraron en los búnker y violaron mujeres.
—¿Alguna vez fue a la Embajada de Polonia en la Argentina?
—No.
—¿Volvería a Polonia?
—No, nunca volvería.
"A Eichmann le dieron una muerte tan pero tan fácil... que yo estaba enojada con Israel. El dijo que si hubiese podido hacerlo otra vez, lo hubiera hecho. Y le dieron una muerte tan fácil… Es responsable de muchos asesinatos"
Eugenia Unger
—Llegó a la Argentina en barco, ¿cierto? ¿Cómo fue ese viaje?
—Sin exagerar: no había peor. No tenía medidas de seguridad, nada. Era un barco francés que estaba haciendo el último viaje de su historia. Por poco se hundía.
Al llegar a Sudamérica, Eugenia, su marido y su hijo pasaron por Buenos Aires, pero siguieron camino hacia Paraguay. Aunque, por consejo de su esposo, ella se adelantó con su bebé y viajó a Buenos Aires. Él vendría unos meses más tarde. “Llegamos sin papeles, sin documentos, nada. Como dios nos deja. De contrabando”.
"Habíamos aplicado para viajar a EE.UU, pero Harry Truman, en ese momento, no dejaba entrar más de tantas personas por año. Nos ofrecieron emigrar hacia Sudamérica y aceptamos"
Su marido le dio una dirección: “Cualquier cosa, visitá esa casa. Los que viven ahí eran amigos 20 años atrás”.
—¿Los encontró?
—Sí, fui, y estaban. Era una casa chorizo. Me metí ahí a las 4 de la madrugada. Toqué timbre. Los asusté, lógicamente. Hablé en polaco: «Yo recién vengo de Europa, dame, por favor, un lugar para mí y para mi hijo, puedo ayudar con lo que sea». Empecé a trabajar mucho. Ellos no tenían cocina, les cocinaban los primos. Yo lavaba todos los platos y las manos se me tajeaban del frio.
—¿Cuánto tiempo vivió con ellos? ¿Recuerda su apellido?
—Lach... Algo así. No estuve mucho tiempo con ellos. No estaban en condiciones de recibirme. Pude trabajar para conseguir un poco de alimento y para poder dormir. Pero después busqué otro trabajo. Y mi marido no llegaba aun. Seguía trabajando en Paraguay.
Tiempo después, su esposo viajó y se incorporó a la vida de Eugenia.
—¿En qué año se mudaron a la Recoleta?
—Cuando mi esposo falleció, hace doce años, yo estaba en el mismo hospital que él. Cuando él se descompuso, yo lloraba tanto, que me ingresaron con una hemorragia. Mientras estábamos ahí, nos desvalijaron la casa. Si hubiéramos tenido un gato, también nos lo habrían sacado. Le dije a mi hijo que no quería volver ahí. Ese departamento quedaba en Rivadavia y Primera Junta.
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Unger lo recuerda todo. Lo dijo apenas abrió las puertas de su casa: “Dios me dio esta memoria para que nada quedara en la nada”. Vive felizmente con Juana, una chica que la cuida día y noche. E indica que se siente cómoda en la Ciudad de Buenos Aires, donde fundó el Museo del Holocausto: “Acá me gusta, estoy feliz. Hago media cuadra y ya salgo a caminar por la avenida Santa Fe...”.
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