Estúpidas
Después de más de cincuenta años de feminismo, el discurso de género se ha vuelto tedioso: nada más aburrido que la vieja letanía del reclamo y la demanda. Hay que señalar, a propósito, que el movimiento ha obtenido hasta hoy grandes triunfos: las leyes de protección, las cuotas de acceso, un trato general un poquitín más respetuoso, y, sobre todo, una nueva familiaridad con la presencia de la mujer en el mundo. Ya no sorprende encontrar una conductora de taxi, una comisaria de policía, y, desde luego, una legisladora, una ministra y una presidenta de la Nación.
En ese espíritu, las academias de la lengua siguen debatiendo el sexismo en el idioma, como si éste pudiera ser dominado por la ley. Mientras tanto, las mujeres siguen su derrotero y prosperan todo lo que pueden sin prestar demasiada atención a la desinencia de los sustantivos.
Sin embargo, no es fácil ignorar la epidemia de estúpidas que han aparecido últimamente en los medios, en los escenarios, en las pantallas y sobre todo en la publicidad. Muchas obras de teatro locales, algunas clásicas y otras nuevas, insisten en el ama de casa que no entiende bien lo que pasa, y siempre dice algo más o menos gracioso, porque es un poco estúpida pero amorosa. Muchos espectáculos de género encuentran divertida la autodenigración constante y enumeran todas las debilidades de las mujeres como si fueran parte de su encanto. En la televisión de las tardes las mujeres hablan de su intimidad con una penosa impudicia, y tal vez creen que eso es moderno o atractivo.
Las nuevas comedias estadounidenses, por su parte, muestran un completo catálogo de estúpidas. Mujeres en guerra, nominada al premio Oscar por su guión, cuenta la historia de una chica corroída por la envidia cuando se entera de que su mejor amiga va a casarse. Lo que sigue es un maratón escatológico de disparates y gruesos estereotipos. La protagonista –Kristen Wiig, también autora del guión– es una mujer sin talento, mezquina, embustera y con una pésima historia de amor: sin embargo, se considera a la guionista un referente de la nueva comedia americana.
En otra comedia reciente, Sólo por dinero, la protagonista –Katherine Heigl, también productora del film– pierde su trabajo como vendedora de lencería en una gran tienda y para ganarse la vida toma un trabajo como cazarrecompensas, donde va a obtener un porcentaje de lo que se haya asignado a cada fugitivo. Cualquiera que no sea un perfecto estúpido se daría cuenta de que es un trabajo riesgoso y oscuro, pero Heigl cree que todo lo puede. ¿Por qué? Porque es encantadora.
En la publicidad las mujeres no atinan a calcular si un paquete de cuatro productos les resulta más conveniente que uno de dos: hasta una niña de seis años se lo tiene que explicar. Jóvenes preciosas sacan un megáfono en el subte y propalan al mundo la indescriptible corriente interior de sus pensamientos, cargados de patéticas confesiones. Por la radio, una niña seguramente encantadora interrumpe una reunión de trabajo para preguntar cómo tiene el pelo. Y una megaproducción épica en la televisión propone la reconciliación definitiva de los sexos, con una completa rendición de la mujer: ella va a entregar su territorio en la cama, las decisiones referidas al ocio y toda autodeterminación en el vínculo con la suegra.
El mundo avanza a una velocidad vertiginosa, y la mujer también. Pero la representación de la mujer, incluso en productos hechos por mujeres, viene a paso lento, es humillante y confusa. El capital imprescindible, parece, es el encanto. La mujer debe ser encantadora. A veces encantadora y grosera, por lo general encantadora y estúpida.
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