Hay pocos, muy pocos, cineastas que hoy congreguen la discusión y el elogio de la crítica más exigente y la excitación del público. Puede pasar ocasionalmente con una película, pero es raro que pase con toda una obra. Pues bien, eso es lo que sucede con Quentin Tarantino, el tipo que supo combinar los hallazgos experimentales de los años 60 –vereda Jean-Luc Godard, de ahí que su productora se llame Band Apart–, los géneros populares de toda clase y color –su pasado de videoclubista– y una idea central en relación con cuál es la responsabilidad del cine respecto de la Historia, que, poco a poco, se va convirtiendo en lo más reflexivo y también más divertido de sus películas. Que siguen cargadas de humor, de diálogos ácidos y de personajes que comienzan como caricaturas de dos dimensiones y se van transformando, a veces con dos planos o dos trazos, en seres completos, tridimensionales, con los que podemos tener una empatía grande.
Había una vez en Hollywood fue lo último que don Quentin presentó en Cannes. La película narra la amistad entre una estrella de cine ahora un poco en decadencia (Leonardo DiCaprio) y su asistente y doble de riesgo (Brad Pitt). Ya el hecho de tener a los dos rubios mejor cotizados de Hollywood en una película es algo tentador. Ambos repiten con el realizador: Pitt fue parte de la sublime Bastardos sin gloria y DiCaprio, el genial villano de Django sin cadenas. La historia, laberíntica en apariencia y clarísima en la puesta en escena, tiene como elemento perturbador la existencia y los crímenes del clan Manson. La tercera protagonista es Margot Robbie como Sharon Tate y uno de los temas de la película es la alegría de ser parte del mundo mítico que la Fábrica de Sueños forja para siempre.
Tarantino acaba con ese problema estúpido de "cine de autor: bueno, cine comercial: malo". No hay mejor ejemplo reciente de cine de autor y comercial al mismo tiempo que el de Tarantino. Pero el problema no es hoy ese: es que cada película tenga que servir para algo o ser una bomba de nada. Y lo que este cuento agridulce, y finalmente salvador, dice sobre el cine es que puede servir para mucho más que enseñarnos los valores de la corrección política all’uso.
En Bastardos... y en Django..., Tarantino mostraba la posibilidad del cine de corregir la Historia, de acabar con esa idea de transparencia entre la realidad y la ficción. Uno de los problemas más graves que enfrentamos hoy consiste en la intencionada o a veces inconsciente confusión entre ficción y realidad. Como si la fantasía no existiera más, como si la dimensión catártica del arte hubiera sido abolida en pos de un utilitarismo orwelliano que lo controla todo.
Pero Tarantino se escapa de eso y revienta a Hitler –y, si siguen bien las fechas de la Operación Kino, verán que es antes de que la Solución Final alcanzara el máximo de su monstruosidad– baleándolo en la cara. O hace que un negro reviente al dueño de una plantación sureña antes de la Guerra de Secesión y esparza su ejemplo. El cine puede darnos satisfacciones que el mundo no, y en todo caso el contraste entre esas satisfacciones vicarias y el mundo que nos toca es el que nos obliga a mejorarlo. Suena optimista, pero es mucho más útil que quejarse por zonceras.
En Había una vez... también se reescribe la historia, la del propio Hollywood en un momento de crisis y cambio, en un momento en el que la crueldad entraba a saco en el cine porque se había apoderado, demencialmente, del resto del mundo. Pero con su uso de la cámara, don Quentin restablece la inocencia del juego del cine, que forma parte del cuento de hadas. Y nos pide, de paso, que nos dejemos un poco de joder y nos emocionemos como la cámara manda.