Al parecer, uno de los negocios más redituables que tiene Disney en los últimos años es rehacer –en muchos casos, deshacer, pero dejemos tal apreciación de lado– sus clásicos animados con remakes protagonizadas por actores y sin un dibujo por ninguna parte. Es lo que han hecho con Alicia en el País de las Maravillas, Cenicienta, La Bella y la Bestia, más o menos con La bella durmiente en Maléfica (que es un caso aparte), muy recientemente con Aladdin, con El cascanueces –fracasón que tenía como rara excusa a Fantasía–, con Dumbo y con El libro de la selva. El plan es seguir adelante con esta demolición de lo mejor que le dio al acervo cultural universal Walt Disney: la confluencia de una artesanía preciosa (el dibujo animado) con el relato realista de la fantasía que inventó Hollywood. Bueno, eso es algo que nos puede interesar a los cinéfilos. A las empresas, se sabe, les importa poco y, mientras venda, adelante.
Hay que decir que estas cosas venden. Algunas son pésimas de toda maldad (La Bella y la Bestia, Aladdin), pero hay excepciones. Entre ellas, la más notable es El libro de la selva, que no solo toma los personajes de la película animada de 1967 (la última que Walt supervisó completa en vida), sino que lee muy bien los relatos de la vida de Mowgli de Rudyard Kipling. El filme, dirigido por Jon Favreau, realmente logra que el hiperrealismo de la animación computacional (porque eso es lo que hay en lugar de dibujos: animación de otro tipo) cuaje perfecto con el espíritu del libro. Los relatos originales tienen épica y crueldad; el dibujo animado de múltiple mercado era más bien humorístico, y aunque a Kipling no le faltaba humor, no era esa su intención. Pero el uso de las computadoras permitió encontrar un punto medio perfecto entre ambas interpretaciones del mismo mundo.
Jon Favreau es un tipo raro. Con una excepción, todas sus películas son tanques. Sin él, el fenómeno Marvel no existiría: de su cabeza salió la primera, hermosa Iron-Man de 2009. Pero también han salido de su galera Zathura, Iron-Man 2, la increíble Elf, y la infravalorada pero hermosa Cowboys & aliens. Además de la excepción, la comedia urbana e independiente Chef, llena de estrellas amigas. Favreau tiene un corazón gigante, y un pulso narrativo que nunca condesciende al sentimentalismo. Disney debió entender que era de su escudería y que ya había trabajado con animalitos digitales y voilà, es el director de El rey león.
Desmitifiquemos El rey león. Más allá de haber sido la primera película animada en entrar en el top ten de recaudación global de todos los tiempos, más allá de la miríada de Oscar, de Elton John y Tim Rice en las canciones y en el (bastante falso) "nos inspiramos en Shakespeare", sigue siendo una película más efectista que efectiva. Es cierto que la primera secuencia, con "The Circle of Life" sigue siendo muy impresionante y emotiva. Pero la combinación de tempo épico y tempo cómico no funciona nunca. Las alusiones "para grandes" al nazismo son bobas y adolece de una resolución un poco apresurada. Vuélvala a ver en frío. Verá que entre la supuestamente traumática muerte de Mufasa y el "hakuna matata" pasan menos de tres minutos. Así, a los saltos, va todo.
La versión hiperrealista con voces famosas (bueno, la original tenía a Jeremy Irons, Whoopie Goldberg, Matthew Broderick y Nathan Lane) necesita del pulso narrativo de Favreau para corregir lo que "en dibujitos" funcionaba porque siempre el excelso arte animado se miró con condescendencia. Los tráilers muestran una copia casi servil, una traducción de estilo de imagen, pero no de narrativa. Pero quizás este sea el único director que pueda encontrarle un tono a la ensalada pop que fue la original y convertir "la nueva" en una película más consistente. De todos modos, la demolición constante de las genialidades animadas sigue adelante por el mismo estudio que permitió rescatar el universo de lo fantástico para la sensibilidad adulta del siglo XX. Allá ellos.