La directora de la icónica Punto límite revisita un hecho histórico: “el verano caliente del 67”, un enfrentamiento por discriminación racial que terminó con 43 muertos.
En julio de 1967, la policía de Detroit entró a un club sin licencia pensando que iba a detener a un par de tipos. Adentro había 82 afroamericanos celebrando el regreso de Vietnam de dos soldados. La policía se quiso llevar a todos. Afuera apareció una multitud. Eso llevó a un enfrentamiento. De allí en más hubo saqueos, incendios, prepotencia policial, desastres. El “verano caliente del 67” se volvió un mito, justo en esos momentos en que Estados Unidos, totalmente dividido por Vietnam, aún sacudido por el asesinato de J. F. Kennedy y con la población negra peleando por los derechos civiles, se había vuelto un polvorín. Bastaba una chispa y esa chispa estuvo en ese club, esa noche, ese día. Hubo finalmente tropas del ejército. Murieron 43 personas. 33 negros. De esos 33, 24 por balas policiales. Los daños llegaron a los US$ 45 millones de entonces, 10 veces más –o más– hoy. Y miles de heridos y arrestados. La olla a presión había sobrepasado un punto límite.
La historia no parece repetirse, sino reaparecer cada tanto. Rodney King, por ejemplo. O Michael Brown. Uno puede decir que no entiende la enorme presión por la corrección política que aparece en cuanto espectáculo o demostración nos llega de Estados Unidos, pero lo cierto es que el racismo –vean qué sucedió hace nada en Charlottesville– no es algo que se haya curado. Hay allí una olla a presión que parece resuelta, siempre, de modo artificial. Y además hay, en esa sociedad, enfermos de violencia. Seamos justos: los hay en todas las sociedades. Pero los estadounidenses tienen cierta tendencia al drama (que no viene del cine, sino a la inversa: lo nutrió) que vuelve cada evento algo espectacular, literalmente. Quien mejor ha comprendido esto es la realizadora Kathryn Bigelow, mujer de armas y cámaras tomar.
Bigelow es especialista en cine de acción, quizás una de las mejores. Tras su debut con el raro western de vampiros Near Dark, creó varias películas geniales como la icónica Punto límite, con guión y producción de su entonces marido James Cameron. El mismo al que le ganaría el Oscar a la dirección en 2010, cuando él estaba nominado por Avatar y ella por Vivir al límite. Ganó, se convirtió en la primera directora en hacerlo, y además se llevó el Oscar principal. Su carrera, con ese film, había dado un giro: comenzó a colaborar con el periodista Mark Boal, alguien que cree menos en el cine como medio de expresión que como medio de comunicación. Con él coescribió La hora más oscura, sobre la cacería y la muerte de Bin Laden, una obra maestra. Y ahora, Detroit, zona de conflicto, sobre aquel cálido verano.
Pero más allá de la parte política –Boal es bastante petardista a la hora de hablar–, Bigelow tiene un tema: cómo la violencia se vuelve una especie de adicción, cómo algunas personas, o algunas sociedades, viven al límite de la aniquilación porque no pueden hacer otra cosa. Están obsesionados con la violencia y es, quizás, lo único que los acerca a suplir algo así como una experiencia religiosa. Como Bodhi –el gran Patrick Swayze– en Punto límite (film ya político donde los ladrones llevaban máscaras de los presidentes de Estados Unidos), como el enajenado oficinista, interpretado por Ron Silver, que se vuelve asesino en serio al encontrar el arma de una policía en Testigo fatal. Como el desarmador de bombas que interpreta Jeremy Renner en Vivir al límite, que tras su ronda de misiones tremendas en Irak no soporta la vida cotidiana con hija y casa en el bosque y decide volver a la adrenalina casi suicida. O como la cazadora de Bin Laden que interpreta Jessica Chastain en La hora más oscura, una persona que pasa toda su juventud, más de una década, obsesionada con ese fantasma. Hay algo de enfermedad del siglo XX y XXI en estos personajes, un vacío que supera con creces el contexto que, también, se transmite en cada película.
En Detroit apuesta por un relato coral y, de paso, por pensar no a un personaje como obsesionado al nivel de adicción con la violencia y el peligro mortal, sino a toda una sociedad incapaz de comunicarse, incapaz de otra reacción diferente de la de la fuerza bruta. Aunque el film opta por mostrar historias reales, aunque acusa claramente a la policía y al Estado de haber sido responsables del desastre, hay algo más que la simple ilustración periodística. La pregunta es sobre el rechazo visceral por el otro, por el estado de furia, por la necesidad catártica –y, a veces, fatal– de una sociedad que carece de otras alternativas. Bigelow sigue analizando, como una entomóloga de acero, el insecto de la violencia, esa droga, ahora en versión masiva.
Más Oscar
No es raro que Detroit se estrene en la última parte del año. Es un film que pelea por los Oscar, como los dos últimos de la directora. Ya ha sido alabado por la crítica de Estados Unidos, y todos señalan como un mérito que tenga menos melodrama que autenticidad. Probablemente, Bigelow logre una tercera nominación como directora, y la película sea de las que tengan la posibilidad de levantar estatuillas. Veremos si merecidamente o no.
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