El cine argentino tiene mucha mayor variedad y cantidad (aunque la mayor parte del tiempo todo pasa inadvertido) de la que el lugar común promedio suele advertir. Aun cuando se lo suele defenestrar más por prejuicio que por ajuste a la realidad, no está por debajo del cine de ningún otro país en cuanto a calidad: existe la misma proporción de buenas y malas películas que en cualquier parte. Existen los films netamente comerciales y los netamente experimentales, y hay mucho en el centro. Existen los realizadores artesanos dedicados al gran público y existen autores personales que siguen en la suya, en general con películas que siempre vale la pena ver, incluso con altibajos. En ese último estante, desde hace una década tenemos a José Celestino Campusano, un caso rarísimo por estos pagos.
El cine de Campusano combina precisión y anarquía, aunque la última es solo aparente. Aun cuando en ciertas ocasiones da la impresión de que deja de lado la calidad cinematográfica, en esos momentos en los que todo parece más bien salvaje, hay un cerebro conectado a un ojo que busca algo preciso. Incluso si parece desprolijo, ahí siempre hay algo. Sus películas suelen trabajar alrededor de los géneros populares y los traslada –mejor: los traduce– a un territorio fronterizo entre el campo y la ciudad. Muchas (Vikingo, Vil romance, por ejemplo) transcurren en donde se termina el Conurbano bonaerense y comienza el campo, y de allí que se contagien de la ética y la estética del western. Pero también en sus películas hay mucho de melodrama. Sus actores a veces parecen torpes, parecen recitar de memoria y como pueden sus textos, pero si se mira bien se comprenderá que hay algo mucho más cercano a lo que Bresson llamaba el uso de modelos que a la interpretación tradicional. Dicho de otro modo: a Campusano le interesa mucho más que se vea algo (algo evidente, también algo que trasciende el plano) que el camelo de "qué bien que actúa". Si uno quiebra esa barrera (y no es nada difícil porque además es un gran narrador que sabe llevar a su espectador de la nariz, a veces a pura violencia, a veces a pura emoción, muchas otras por ambos caminos a la vez) se va a encontrar con un auténtico cineasta popular en el sentido más amplio de esa palabra tan mal usada.
Su estreno de julio es El azote, que pasó por el Festival de Mar del Plata. El territorio ya no es el Conurbano marginal, o al menos no el de Buenos Aires: estamos en Bariloche y también en un territorio de frontera alrededor de lo urbano. Hay un duelo entre varios personajes: un asistente social que parece cualquier cosa menos un asistente social, que además carga con el peso de una madre inválida y las frustraciones fruto de un entorno áspero y un trabajo sin salida, y dos menores: uno en la cárcel, demasiado destruido por la vida, y otro, un niño violento al que nadie acepta. En el medio, tierra de nadie como toda frontera –esa palabra otra vez– entre la civilización y la barbarie. Es cierto: en este film Campusano deja hablar demasiado a sus criaturas si se compara con otros títulos. Pero también es cierto que el mejor apunte social surge cuando hay puro movimiento, cuando se dice poco y la acción (a veces mínima) o la mirada (siempre significativa) articulan el espacio. Por otro lado, el realizador entiende como pocos la idea de la puesta en escena: que cada cosa que haya en el plano cumpla una función precisa, que la imagen no quede en el montaje por lo linda que es, sino por su pertinencia narrativa y emocional. Así, el Bariloche marginal, alejado del glamoroso recorrido del turista, aparece de lejos, contrastado con las montañas indiferentes al drama. No otra cosa, salvando las distancias, es lo que hacía John Ford, otro cineasta que dedicó gran parte de su obra a pensar la disyuntiva entre civilización y barbarie. La fuerza de esos planos donde al pie de lo sublime vive lo marginal, el descarte de las ciudades, y el andar en ropas oscuras de un protagonista que juega a contrapelo de su aspecto, es notable. Incluso cuando el diálogo parece ser demasiado explícito, hay un detalle en la imagen que lo enriquece.
Campusano no es un "maestro" en el sentido más tradicional del término. Sus películas tienen algo de provisorio, de borrador urgente. Su productora se llama Cinebruto y no es broma: se trata de films "brutos" en el sentido en el que una joya aún no fue cortada para el engarce. Pero eso corresponde a una ética: la del realismo y el instante. La vida es una aventura; y también cualquier otra cosa, menos prolija.
Salvaje Nueva York
En 2017, Campusano anduvo por Nueva York –en realidad, por sus suburbios, como corresponde– para narrar la historia de una familia de clase media involucrada con la inmigración. Lo interesante –y pudimos ver el asunto en el último Bafici– de Brooklyn Experience consiste en que se trata de una película realizada para sistemas inmersivos de 360°, es decir, sumerge al espectador en la experiencia y le permite elegir cómo ver, desde qué punto de vista acceder a la trama. Puro realismo y puro afán de experimentar de un director siempre fuera del centro.