La Argentina es un país rico en cine criminal. No "policial", porque la mejor tradición de nuestra cinematografía trabaja menos sobre la resolución del caso o la aprehensión de un delincuente que sobre el marco social y la psicología del personaje. Somos un país noir, en ese sentido. Pero en los años 40 y 50, la ficción criminal primaba sobre la reconstrucción de casos, mientras que, desde los años 80 en adelante, la base del cine criminal fue la versión en la pantalla de casos reales que –no es aquí el lugar para analizarlo– se transformaron en parte de nuestro espectáculo cotidiano. En los 80 y 90, las cosas son menos cine que periodismo amarillo. Pero, por suerte, la renovación estética y formal que comenzó a mediados de los 90 nos dio cineastas con un discurso propio que entienden el cine como un arte que debe comunicarse con el espectador y, al mismo tiempo, como un medio de expresión personal. Entre ellos, uno de los más libres y radicales es Luis Ortega. Ortega tiene una debilidad por los márgenes y los marginales, pero no en el sentido de romantizarlos ni de otorgarles una gracia moral especial, sino en ver cómo en ellos se encuentra cierta gracia perdida, cierto acervo atávico que es la contracara humana que tratamos de ocultar.
Pues bien, Luis Ortega ha filmado El Ángel, film basado en la carrera criminal de Carlos Robledo Puch, el mayor asesino serial de la historia argentina. Un pibe de menos de 20 años con 11 homicidios y una miríada de asaltos violentos detrás. Un chico de cara angelical, de modos femeninos, de sexualidad ambigua y un psicópata total, la ausencia absoluta de empatía. La película trabaja mucho menos la cuerda policial que el costado fantástico y melodramático, la irrupción de ese personaje corrompiendo no solo a la normalísima familia de la que proviene (padre vendedor a domicilio, madre ama de casa, menú de milanesa con puré), sino a la otra, adoptiva, la que lo lleva a la carrera criminal, el reverso con padre adicto, madre promiscua, hijo con afán de ser famoso. Lo interesante de Carlitos es que corrompe incluso lo que ya parece corrupto.
La puesta en escena de la película es de un virtuosismo poco frecuente, pero sobre todo es impecable el uso de la música. El Ángel es, a su manera, una ópera rock donde los inicios del género en Argentina estallan desde la primera secuencia con "El extraño del pelo largo". Hay de todo: Manal, Pappo, Los Gatos, Billy Bond, el pop de Palito Ortega (en una brillante secuencia con el Chino Darín haciendo voice-over) o de Leonardo Favio, o de Heleno. Todo es intenso y vertiginoso, mientras los colores de los incipientes 70, con esas puntas redondeadas en cada mueble y esas fórmicas, estallan al mismo tiempo. De algún modo, El Ángel es la historia de una presencia totalmente amoral y acrítica, una violencia ciega, que se cuela en esa época, que nace sin saberse cómo. Hay un texto al principio del film, dicho en off, en el que Carlitos se describe como un enviado de Dios para ver este mundo. Hay algo de eso: en cierto sentido, la película está muy cerca de Teorema, de Pasolini. Es mucho más esa presencia que viene a sacar desde dentro las taras y los deseos más reprimidos de las personas que un verdadero film sobre un "caso real". No estamos ante Pasajeros de una pesadilla (por suerte).
El Carlitos de la película no comete ni los mismos crímenes ni en el mismo orden que los de la vida real. Pero en cierto momento, frente a un televisor, la vida del personaje se funde en una alucinación. Hay también una idea: Carlitos no vive en el mundo real, sino en uno de sensaciones, de deseos siempre cumplidos. Carlitos es, aquí, algo así como un adolescente del siglo XXI jugando en un entorno virtual, matando porque sí y porque no genera consecuencias, robando porque se puede. Tan fuerte es el punto de vista del personaje, tan extraños y contradictorios son sus deseos y sus emociones, que el espectador no sabe nunca si quererlo o temerlo. Sí, y esto es uno de los grandes logros de esta película totalmente excepcional (en el sentido más literal del término), al punto de quedar sin aliento, sin reacción, cuando el plano final, simétrico, funde a negro y sube la música.
El lector debería saber que El Ángel es una de las mejores películas del año, y una excepción incluso para el cine comercial argentino ("comercial" no es una valoración moral, tampoco). Probablemente porque la conjunción entre tema y director es de una justicia y precisión poco frecuentes: no hay otra persona que pueda filmar esta historia, que pueda darle carne a ese personaje (interpretado de modo increíble por Lorenzo Ferro, debutante, hijo de Rafael Ferro y con una presencia cinematográfica única) con la complejidad que merece y a pura imagen, a pura creación de momentos extraordinarios, a pura invención, a pura simpatía por el diablo.
Agosto y los premios
El Ángel es uno de los estrenos más fuertes de un mes que estará lleno de "tanques" argentinos, todos ellos con posibilidades de ser luego la propuesta argentina a los Oscar. Ahí estarán El amor menos pensado (comedia dirigida por Juan Vera con Ricardo Darín y Mercedes Morán); Mi obra maestra (largo "en solitario" de Gastón Duprat con Guillermo Francella y Luis Brandoni); y La quietud (nueva película de Pablo Trapero con Martina Gusmán y Graciela Borges). Una enorme competencia.
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