Estambul en 24 horas, un asalto a los sentidos imposible de olvidar
Una cronista recorrió esta ciudad emplazada entre Europa y Asia, y conoció el Gran Bazar de 60 cuadras cubiertas, donde deslumbran las alfombras y la vajilla de cerámica
Recibí una invitación de Turkish Airlines o, más bien, un desafío: ¿se puede conocer Estambul en un solo día? Había una única forma de saberlo, así que un martes subí a uno de sus aviones para dirigirme al Viejo Continente.
El viaje duró 16 horas con una pequeña escala en San Pablo. La mayor parte del trayecto la hicimos con la luz del día y arribé a la ciudad más grande de Turquía por la noche, pero ya de un miércoles que se despedía. ¿Temperatura? Dos grados. Algo así como 25 menos desde la última vez que había estado en tierra. Directo al hotel, hice el check in y me fui a dormir, o eso intenté las primeras dos horas y monedas, hasta que el jet lag dijo "presente". Me esperaba un día largo y emocionante.
Jueves en Estambul y arranco con un desayuno diferente: pasas, higos y nueces, huevos revueltos, me animo al jugo de cereza y, necesario por el frío, un té turco que me lo sirven en una pequeña taza curvada de vidrio, sin asas y en un platito hondo del mismo material, como se acostumbra. El sabor resulta intenso y reconfortante. Ya son las 8 de la mañana, me abrigo hasta el extremo y subo a la combi que me llevará de un lugar al otro para esta recorrida exprés por esta ciudad que cuenta con dos particularidades: se la puede dividir por su parte antigua y su parte moderna o por su parte en Europa y su otra parte en Asia. Mi objetivo es conocer los principales puntos de la parte europea y quedará pendiente (ojalá que para un futuro muy cercano y más veraniego) recorrer la parte asiática.
La primera parada es en la parte moderna de Estambul: la plaza Taksim, en donde me asombra verla rodeada por tanto asfalto. Este lugar es un clásico punto de encuentro, donde se suceden muchas celebraciones locales pero también manifestaciones, en muchos casos, realmente violentas. Bajo para caminarla y al lado, en la avenida Istiklal (una de las más famosas de Estambul), compro un simit, un pan circular típico del lugar y que disfruto a modo de tentempié. Subo a la camioneta y en el camino veo a lo lejos la Torre Galata y después el puente que lleva el mismo nombre.
Diez de la mañana y ya estoy en la parte antigua y realmente parece otra ciudad. Edificios altos y angostos, uno pegado al otro, ventanas de madera, muchos colores, calles empedradas, tranvías. Una imagen cargada y aun así sumamente prolija.
Llego a la Cisterna Basílica, que hoy es un museo pero que antes se ocupaba de proveer agua al Gran Palacio de Constantinopla y a otros edificios importantes. Al ingresar, percibo la lógica humedad del lugar, pero me sorprende la melodía que regala el agua mientras exóticos peces nadan por doquier.
Las luces tenues que iluminan perfectamente distintas áreas, las columnas de diversas obras arquitectónicas que fueron traídas especialmente para esta cisterna y que ahora son presentadas con un orden geométrico y, como cereza del postre, las dos cabezas de Medusa haciendo de soporte de otras dos columnas, hacen que en este lugar la paz y la quietud se perciban al instante. A pocas cuadras y siendo casi las once, me presento ante el Palacio Topkapi, en donde vivieron 32 sultanes del Imperio Otomano. Lógicamente, este inmenso lugar con muchas cocinas, los clásicos harenes y hasta un trono del tamaño de un colchón king size, guarda la mayor colección de vajilla, armas, diamantes y manuscritos de esa época. Es muy fácil volar con la imaginación y recrear escenas en donde estas piezas, rodeadas hoy por firmes vidrios a modo de protección, hace muchos años cumplían funciones completamente distintas. Esas piezas son testigos de un pasado lejano y tienen la virtud de regalarnos sus historias en el presente.
Mediodía, el momento de almorzar y descubrir los sabores de la cocina turca. El restaurante elegido es Sultanahmet Köftecisi y me recibe con pan, una ensalada, trocitos de carne, varios ajíes y arroz. Para beber: yogur y de postre, rmik Helvasi, una especie de flan de sésamo con almíbar. Me sorprende gratamente por su sabor y textura.
Sigo con mi recorrido. Dos y media de la tarde y la mezquita Azul y Santa Sofía (construidas una frente a la otra, con mil años de diferencia) me esperan. Para ingresar a la primera me tuve que descalzar y taparme con un velo (mi bufanda tuvo que cumplir ese rol). Es reconocida -y personalmente lo confirmo- como uno de los monumentos más impresionantes del mundo y como la última gran mezquita del período clásico otomano.
De ahí, cruzo a Santa Sofía, que se trata de una iglesia reconstruida por el emperador bizantino Justiniano I, que luego fue convertida en mezquita. Al ingresar a este lugar sagrado, se puede observar cómo conviven leyendas venerando a Alá con imágenes de Jesús y la Virgen María, por ejemplo.
Al salir, me sorprende uno de los cinco cantos árabes diarios que convocan a los fieles del islam a venerar a Dios y a Mahoma. Lo escucho a través de uno de los varios altoparlantes que se encuentran por toda esta ciudad, donde la mayoría de la población es musulmana.
Siguiente posta. Camino 10 minutos hacia el Gran Bazar, sin dejar de pispear desde lejos el Hipódromo de Constantinopla, que en las eras bizantina y otomana se usó para actividades deportivas y culturales, y que hoy se presenta como un museo al aire libre con monumentos, regalos de otros países en otros tiempos.
Cinco y media y empiezo a recorrer este enorme bazar de casi 60 cuadras cubiertas y 1200 locales en busca de todo tipo de tesoros culturales como las tan bien ponderadas alfombras turcas, vajilla de cerámica pintada (y muy cargada en su decoración, bellísima), pashminas, pantalones y camisolas turcas, bijouterie de oro y plata, un sinfín de especias, té en polvo o hebras, café y delicias turcas, conocidas como Lokum, que es un dulce tradicional gelatinoso. Ahí, nada de pagar sin antes regatear el precio. Una tradición.
Son casi las ocho de la noche. Hace rato que oscureció. Llegó mi última parada: cenar en Asitane, un finísimo restaurante especializado en comida otomana, donde disfruto los sabores agridulces típicos de esta cocina a través de una cálida sopa de almendras y una especie de cazuela de pollo aromatizada con canela y, por supuesto, bebiendo un rico vino turco. Antes de irme, tomo del mostrador un caramelo de canela y me pongo colonia de limón, como se acostumbra también.
Ahora sí, de vuelta en el hotel. Ya en mi habitación, miro por la ventana y en silencio me despido de esta ciudad con una mezcla de agobio, alegría y cierta melancolía. Fue un día distinto. Ordeno un poco mi valija. Pijama y a la cama. Me duermo al instante, el cansancio lo amerita. Mañana volveré a casa. Pero distinta.