"La reja del hotel está abierta. Enriqueta se tropieza con una manguera que alguien ha dejado sin enrollar al pie de la escalera. Pierde más dignidad de la que quisiera, pero nadie la ve. Toca el timbre, se abre una puerta de madera de nogal labrada y bajo el marco se presenta una figura humana. Es la Negra, la auténtica, con sus ojos pintados con kohl y la mirada dura, de piedra", escribe María Gainza en La luz negra, su último libro (Ed. Anagrama). Y nos enfrenta a un mundo del arte sin aires presuntuosos, y con personajes y escenarios tan fantásticos como reales: una vieja estafadora del Banco Ciudad, un hotel reducto de la bohemia de Buenos Aires en los años 60 y la Negra, su protagonista, que sortea la novela como una suerte de espectro sin reclamar un nombre más preciso, pero que los lectores más avezados la reconocen en Renée Cuellar. La artista fue pareja de Oscar Masotta, y tras exhibir en 1965, nunca más fue vista. Simplemente, se convirtió en mito.
En el mercado del arte, las estafas y el robo constituyen un mundo tan grande como invisible. En 15 años se recuperaron 12.277 obras robadas en Argentina, aunque solo hay denunciadas 4.800
Es así como Gainza, escritora y crítica de arte, intenta desandar el misterio. Ahora, más allá de la ficción y de esa prosa irónica que congenia con un universo descripto sin concesiones románticas, pero dotado de un aire hipnótico, la historia también nos enfrenta con otra realidad del arte que no es ni más ni menos que el problema de lo falso.
Van algunos datos: el expresidente de la casa de subasta Sotheby’s, Alfred Taubman, fue condenado por la Corte Federal de Estados Unidos, acusado de arreglar antes de los remates con su presunto competidor de Christie’s, Anthony Tennant, las comisiones que debían pagar los vendedores. La estafa se valuó en unos US$400 millones. A comienzos de este año, un pequeño museo al sur de Francia tuvo que reconocer que la mitad de sus obras eran falsas. ¿Cómo lo descubrieron? Según el relato de los medios locales, un especialista en Historia del Arte encontró que en las pinturas de Étienne Terrus –el artista a quien estaba mayormente dedicado el museo– aparecían edificios que fueron construidos después de su muerte.
Las grandes preguntas
En Argentina, las cifras exponen uno de los principales problemas de esta trama, cuyos protagonistas suelen contar con la indulgencia de los sectores de poder y logran pasar desapercibidos. Por ejemplo, durante los últimos 15 años se pudieron recuperar 12.277 obras de arte robadas. Sin embargo, hasta el día de hoy solo hay denunciadas 4.800 piezas. Las estafas y el robo de arte constituyen un mundo tan grande como invisible. Gainza lo resume de manera brillante en tres preguntas: ¿Hasta qué medida una buena falsificación no puede considerarse como un original si da tanto placer como la verdadera obra? ¿Es lo falso, entonces, más verdadero que lo auténtico? Y, acaso, ¿no es el mercado el verdadero escándalo?
¿Hasta qué medida una buena falsificación no puede considerarse como un original si da tanto placer como la verdadera obra? ¿Es lo falso, entonces, más verdadero que lo auténtico?
–Ahh… son las grandes preguntas.
Ariel Fridman lanza una pequeña risa. Solo necesita unos segundos para ilustrar estas dudas con una anécdota.
–En el año ’92 estaba realizando una pasantía en el Museo Nacional de Arte de Cataluña. El museo, en realidad, estaba cerrado por reformas, así que yo aprovechaba los recreos para recorrerlo. No sabés lo que es tener semejante museo todo para vos… Tiene la mayor colección de arte medieval del mundo. Y entonces me puse a ver los altares de madera. Me dio curiosidad ver qué había detrás. La madera parecía vieja, pero si uno veía la pintura en los bordes, estaba muy pareja. Me llamó la atención… El asunto explotó a los días. Eran del siglo XIX, no eran medievales. Pero todo quedó entre los pasillos del museo.
El artista invisible
Además de fotógrafo y artista, Ariel tiene un oficio donde lo verdadero discute con lo falso todo el tiempo. Es restaurador. Lo heredó de su padre, el pintor Liber Fridman. "El viejo venía de la generación precientífica, de lo artesanal. Era una época en la que los restauradores trabajaban con fórmulas secretas –desliza con algo de suspenso–. Me acuerdo de que a veces venía y me preguntaba: "¿Cómo se hace el barniz dammar?". Y si yo le respondía bien, ahí se iba contento… Pensá que en ese entonces recién en Italia había aparecido el primer libro que buscaba darle cierto estatuto científico a la restauración.
–¿Y qué decía?
–No hacer pasar el trabajo por un original.
–El fin no es entonces que no se descubra…
–Es un tema difícil. Pero si el trabajo tiene mucha carga subjetiva, se corre el riesgo de perder la obra. Y ese es un daño irreversible.
Ariel habla pausado y con una amabilidad que parece inquebrantable. A sus espaldas, sobre una enorme mesa, hay tendida una lona pintada con aerosol rojo y azul. Cuenta que es una obra de Clorindo Testa, además de ser su último encargo: tiene que reparar unas marcas que solo se advierten después de mirar la pintura un buen tiempo.
–Por ejemplo, en los 70 –sigue–, le pidieron a Berni que restaurase su mural de Galerías Pacífico. Y, claro, lo que termina haciendo no es una restauración, sino un Berni modelo 74. Hizo lo que hace un gran artista, una obra nueva. Mi papá se enojó mucho… Eran grandes amigos, pero estaba totalmente en contra. No se hablaron por un par de años.
En los 70, le pidieron a Berni que restaurase su mural de Galerías Pacífico. No hizo una restauración, sino un Berni modelo 74. Mi papá se enojó mucho. Eran amigos y no se hablaron por un par de años.
Por mandato del destino o pura casualidad, Ariel recibiría muchos años después el mismo encargo. En los 90, la reapertura de las Galerías puso, nuevamente en boca de todos, la espectacular obra de Berni, Castagnino, Urruchúa y Spilimbergo. Pocos conocen, sin embargo, que los frescos de la cúpula no eran los únicos. Por capricho o desidia, durante la transformación, el gobierno extrajo las lunetas construidas en las cuatro entradas del edificio, las embaló y las abandonó en un depósito de Barracas, donde años después sufrieron un incendio bajo el mismo designio trágico.
La artista Pilar Vigil, compañera de Ariel y socia en las tareas de restauración, recuerda bien cuando vieron por primera vez aquel desastre. Doce toneladas de concreto cubiertas por friselina y capas de papel. En total, el trabajo de restaurarlas les llevó 11 meses. Para despegar el papel, primero debían volver a pegar la pintura a la pared. El vapor y una paciencia a prueba de balas hicieron el resto. Hasta que por fin apareció el dibujo: era un Spilimbergo.
–Es como una especie de laborterapia –se ríe Pilar.
–La tolerancia sería un buen atributo…
–Ante todo, el restaurador tiene que ser modesto, respetar la obra y al artista. Hay una regla bastante básica…
–¿Cuál?
–El restaurador no se tiene que ver.
–En nuestro país, ¿existe alguien a quien sea imposible engañar, que diga sin error si una obra es auténtica o falsa?
–Omar Cáceres. Tenés que hablar con Omar Cáceres.
Corre 1984. Omar Cáceres está a sus anchas. La nueva gestión del banco le ha devuelto su cargo como responsable del departamento de arte, y con ello llegó el primer encargo: una tasación para un trámite de sucesión en zona norte. La tarea supuso la misma rutina de siempre, limpiar la mansión de punta a punta haciendo un inventario de todos los bienes de valor, a no ser por un detalle. Al terminar su trabajo aquella tarde, el señor H, que se había convertido en el interlocutor de la familia, le ofreció un té. Omar aceptó, acomodándose en un pequeño sillón.
De pronto, toca el marco de un cuadro escondido tras el mueble.
–¿Y esto? –pregunta.
–Simplemente se cayó y nadie lo volvió a colgar. Si quiere, lléveselo –le respondió.
Omar no aceptó, pero miró la firma: Jules Breton. No conocía al artista. Se puso a investigar. La primera información que encontró fue vaga; al parecer, Breton era un pintor del realismo francés del siglo 19 con bastante trascendencia.
A la semana recibió un llamado del señor H. Lo habían contactado de una galería con una oferta por la obra: US$7.000. Omar intuye, le dice que no acepte. Una semana después, la familia recibe la propuesta de otro marchand: US$12.000 dólares. "Algo está pasando", piensa. A los pocos días, llega a la casa otro galerista. Esta vez el número es cuatro veces mayor.
Cáceres se apura con las averiguaciones. Pasan entonces algunas semanas hasta que, inesperadamente, da con el catálogo de una subasta de artistas franceses. Y ahí está. A doble página aparece La mujer de la sombrilla. Valor de la obra: US$400.000.
Omar corre a un teléfono público y cita a la familia en una confitería. Los espera con un café y el catálogo sobre la mesa. Jamás olvidará la escena que sucede unos minutos después. El señor H ve el arrugado folleto y se queda paralizado, en silencio. Su esposa se lo arrebata de las manos y rompe en un grito:
–¿Viste que te dije? Sos un pelotudo.
Hacía tan solo unos días le habían vendido la obra a un coleccionista por US$50.000.
Omar piensa. Entonces ve la fecha del catálogo que tenían enfrente. El remate sería en Sotheby’s en 15 días. "La mujer de la sombrilla" estaba publicada como parte del lote que saldría a la venta. Tenían poco tiempo para encontrar al estafador y recuperar la pintura.
Perito en arte
Suena el teléfono. Atiende una voz simpática y sin edad.
–Ay, pero querida, justo. ¿Sabés con quién estoy hablando en este momento? Con Juanito Laguna –lanza una carcajada–. El mismo, querida, ¿podés creer? Venite cuando quieras.
Tardaría poco en entender aquella conversación. Omar Cáceres es de esas personas que pueden citar en una sola oración a Kadafi, Berni, Videla y la lambada, y hacer que tenga sentido, o bien disparar una cantidad de historias, que es directamente proporcional a la posibilidad de comprobarlas, aunque uno siempre las termina creyendo por una razón: sencillamente resulta mucho más divertido.
En el ’76, empezaron a abrir galerías y comenzaron las estafas. Se cerró la carrera dentro del Banco Municipal y los peritajes se entregaron a la sociedad de galeristas. ¡A la sociedad de galeristas!
–Acá llegamos por casualidad –comienza señalando el enorme patio común bordeado de pérgolas, mientras intenta apartar a una perra que, al igual que él, parece llevar algunos años, pero mantiene una vitalidad insobornable–. En ese banco, el Flaco escribió "Muchacha ojos de papel" –continúa, ya dentro del departamento de techos altos del conglomerado de ladrillos a la vista, al lado del cementerio de Chacarita, conocido como el Barrio Parque Los Andes. La pieza es pequeña y está llena de cuadros. Teodoro Bourse Herrera, Carlos Agüero, Juan Corbacho… Las firmas son tan diversas como los estilos. Cáceres ha optado por seguir con la biografía de Spinetta. Para ese entonces, ya sé que deberé resignar mi curiosidad por lo de Juanito Laguna a un simple recuerdo; cualquier desvío puede significar menos tiempo para el tema que nos ha reunido y que no es otro que su oficio. Cáceres es lo que actualmente se denomina expertise o perito en arte, es decir, la persona especializada en valuar obras y definir su originalidad. Aunque cuando aprendió el trabajo en el entonces Banco Municipal, hoy Banco Ciudad, lo llamaban perito tasador.
–Fue una carrera de muchos años. Uno aprendía desde el estudio de los soportes, las resinas y los materiales, la elaboración de los pigmentos… Hoy es distinto, te sacan un espectrómetro Raman y listo. Muchas cosas son distintas, al mundo del arte lo hicieron pomada…
–¿Por qué?
–La prostitución arrancó en el ’76. Cualquiera empezó a abrir una galería y ahí empezaron las estafas. Imaginate, se cerró la carrera dentro del banco y los peritajes se los entregaron a la sociedad de galeristas. ¡A la sociedad de galeristas!
Por cada cuadro que compraba el martillero, mandaba a hacer tres copias que luego vendía a las provincias. Como contaba con el certificado de autenticidad que le daba el banco en las subastas, nadie lo descubría.
Y entonces aparece La cueva. Aunque el nombre por sí solo le otorga la épica suficiente, la descripción de Cáceres hará el resto. Según relata, funcionaba en una galería cercana al edificio de subastas del banco. La entrada no ofrecía sospechas, era igual a esos pasillos grises que aparecen tras esas enormes bocas que hoy luchan por sobrevivir en las principales avenidas comerciales de la ciudad, salvo por un detalle: apenas se empezaba a cruzar con los locales de los compradores de oro, podía comenzar a sentir el olor a trementina. De acuerdo con Cáceres, allí funcionaron a fines de los 90 varios tallercitos de falsificadores que tuvieron, por ejemplo, al pintor Bruno Venier entre una de sus principales víctimas.
–¿Y lo del martillero, lo escuchaste alguna vez?
–No…
–Fue brillante. Cada vez que salía un remate en el banco, era el que compraba lo más caro, y a mucho mejor precio. Claro, después entendimos por qué. Por cada cuadro que compraba, mandaba a hacer tres copias, que luego vendía a las provincias. Como contaba con el certificado de autenticidad que le daba el banco en las subastas, nadie lo descubría.
–¿Y la estafa a la familia H cómo terminó?
–Ah, esa… Esa es otra historia.
La historia de la Señora H
La señora H mira el reloj. Son las nueve de la noche. Desde hace algunos días adoptó una pequeña costumbre: al caer la tarde se reúne con los miembros de la familia para esperar el llamado de su marido, que lleva adelante la negociación en Nueva York. La tarea que le encomendaron antes de partir fue bien clara: volver a Buenos Aires con la pintura en sus manos o una cifra cercana al valor real de la obra.
Cáceres sigue de cerca el plan. Podría decirse que ha sido su autor intelectual. Cuando descubrieron al presunto impostor, llevó tranquilidad a la familia. Como suele pasar en la venta de arte, no habían intercambiado ningún recibo o documento que certificara la operación, y la gente de Sotheby’s no iba a querer quedar envuelta en medio de un escándalo, con una obra que ya había sido publicada en un catálogo oficial.
Suena el teléfono. La señora H atiende, asiente con la cabeza y corta.
Nada. La obra seguía en Sotheby’s. Al parecer, el marchand defendía sus argumentos y no habían podido avanzar. De no llegar a un acuerdo, la pintura quedaría en caución judicial.
Llega el día de la subasta. Las partes se reúnen a las 8 de la mañana en la casa de remates. Como es habitual, comienzan a recibirse las primeras propuestas. Una naviera ofrece US$750.000 por el cuadro. Nada. Siguen sin ponerse de acuerdo y la pintura sigue sin dueño. Una nueva oferta, US$950.000. Sigue la discusión.
De pronto, suena el teléfono. El desenlace finalmente deja a todos contentos. Unas horas después, el señor H sube a un avión con su parte: más de un millón de dólares en el bolsillo.
Policía del arte
Marcelo El Haibe es como una suerte de "policía del arte". El más conocido, si se quiere, en nuestro país.
Todo comenzó en 1998. Llevaba algunos años de carrera en la Federal. Lo habían destinado a tareas administrativas y como tenía un título en Derecho, le pidieron que representara a la institución en unas jornadas que se iban a celebrar en el país con el Consejo Internacional de Museos. "Pero si en mi vida pisé uno", fue la respuesta que le dio a su jefe.
Sin embargo, se puso a investigar y algo atrapó su atención: no había absolutamente nada. Ni registros ni archivos, nada. Apenas uno o dos libros sobre el tema.
El Haibe construyó un registro de obras robadas. Es clave para impedir su comercialización. La lista se publicó en 2002 con 60 objetos, hoy figuran más de 4.500 obras con pedido de secuestro.
Para entonces habían pasado 18 años del robo más grande de obras de arte en Argentina: el golpe que en la Navidad de 1980 se llevó 16 cuadros de la colección Santamarina del Museo Nacional de Bellas Artes. El caso sirve para ilustrar el desenlace que suelen tener las estafas en esta materia: la mayoría de las obras al día de hoy no fueron recuperadas.
Fue así como El Haibe decidió construir un registro de obras robadas.La lista se publicó en 2002 con 60 objetos, pero se fue engrosando con los años, al igual que los métodos de investigación. Hoy, El Haibe está al frente de la oficina de Protección del Patrimonio Cultural, que depende de Interpol, con más de 30 personas en el equipo, y en la base figuran más de 4.500 obras con pedido de secuestro.
–La clave está en impedir la comercialización de esos cuadros– dice con total certeza.
–¿Y cómo se logra?
–Simplemente, publicándolos.
–¿Alguna vez certificó alguna obra que luego resultó falsa? –le pregunto a Cáceres al final de la charla.
–Una vez tuve problemas con un Berni. Su hijo puso en duda la originalidad del cuadro. Finalmente, la investigación determinó que era auténtico. Yo nunca tuve dudas…
–¿Por qué?
Cáceres se detiene por un segundo. Luego contesta.
–Por la firma… Cuando me preguntan, siempre cuento lo mismo. Cuando era chico, mi viejo me escribía desde Mercedes. La caligrafía me quedó grabada. Con Berni me pasó lo mismo, esa letra no me la olvido más.
Algunas pistas
Las técnicas para descubrir si una obra es falsa son tantas como las chances de que esa obra no sea verdadera. Algunos de los consejos que brindan los manuales:
- Con el paso de los años, la red de finas grietas de las pinturas antiguas alcanza un patrón único e irrepetible. Los museos mantienen un registro histórico de los mapas topográficos de las obras.
- Algunos de los grandes maestros que preferían pintar sobre paneles de madera, como Rembrandt y Holbein, ofrecen una ventaja: por el patrón de los anillos de la madera sobre la que se hizo la pintura, puede saberse la edad del árbol del cual provino. La técnica se llama dendrocronología.
- El período que va de 1945 a 1963 fue el de mayor cantidad de ensayos con elementos atómicos que empaparon todo el planeta, incluido el suelo donde crece la linaza utilizada para fabricar el aceite que llevan las pinturas modernas. Algunos especialistas llegan a buscar isótopos radiactivos para analizar las obras realizadas entre esas fechas.