También llamados chasiretes o pasalengua, los fotógrafos minuteros retrataron a quienes no tenían los medios económicos para asistir a un estudio hasta bien avanzados los años 60.
Fueron muchos, pero la inmensa mayoría quedó en el anonimato. El oficio de fotógrafo de plaza, el "minutero" –que entregaba la foto en minutos– estaba regulado por el digesto municipal: indicaba que debía ejercer de saco o guardapolvo y siempre en el espacio verde asignado (no en la calle), y que debía pagar sus impuestos en la Dirección General de Rentas. Los fotógrafos estaban agrupados en los incisos que reunían a organilleros y dibujantes. Otras reglas le cabían a maniseros y calesiteros.
Lo suyo era apostarse en un rincón estratégico, montar el trípode con la cámara caja-laboratorio, desplegar algunas muestras, y tratar de captar la atención de parejas de novios, conscriptos, abuelas con nietos, empleadas domésticas el día del retiro. Aquellos que quisieran inmortalizar el momento por unos pocos pesos: esos eran los potenciales clientes.
La fotografía minutera se caracterizó siempre por ser más económica y menos formal que la de estudio. Era un acto espontáneo, sin cita y con el marco natural que ofrecían canteros, árboles, fuentes y monumentos. Los primeros minuteros del siglo XIX –muy escasos, por cierto– utilizaban el ferrotipo: uno de los tres sistemas sin negativo de la fotografía, junto al daguerrotipo y el ambrotiopo, y el más económico de ellos. Consistía en una placa pequña de hojalata pintada negro y emulsionada, que una vez revelada, ofrecía una imagen oscura y de escaso contraste. Se montaba en un cartón simple, habitualmente impreso con leyendas breves y genéricas que omitían el nombre del fotógrafo. Tenían la leyenda "retratos al minuto", aunque en realidad demoraban bastante más que uno (por lo general, todo el proceso podía llevar más de diez).
Después emplearon negativos de vidrio de 9 x 12 cm. Ya en el siglo XX, se pasaron al sistema negativo-positivo en papel. Compraban una cámara alemana, la desguazaban y la re-armaban en una cámara de cajón que era, a su vez, un laboratorio. En lugar de película, utilizaban papel negativo en el chasis –de ahí venía el otro apodo de "chasiretes"–, lo revelaban, lavaban y fijaban allí mismo, y luego repetían el proceso a la inversa, positivándolo. Algunos también las coloreaban, lo que suponía un costo extra. Del papel-negativo podían hacerse más de una copia, pero siempre en el mismo tamaño. No había posibilidad de solicitar ampliaciones, como en los estudios, y tampoco se conservaba el negativo: era un retrato instantáneo. Y para siempre. En muchas familias, cuyos ancestros no tenían grandes recursos económicos, ese "Recuerdo del Zoológico" de los años 30 o 40 –o similar–, puede ser atesorado como única.
¡Sonrían!
Mario Tesler rescata en su obra Un personaje porteño: el fotógrafo de plaza el testimonio del gallego José Loureiro que, en un domingo de sol de los años 20 y 30, tomaba más de 50 fotos en la fuente de Lola Mora, en la Costanera. Así como ese era un punto de paseo tradicional, había en todo el país, varios parques y plazas que resultaban espacios reconocidos donde ser retratado. En Buenos Aires, el Jardín Zoológico, la Plaza del Congreso, Plaza Italia. En Rosario, el Parque Independencia. La Basílica de Luján era otro clásico.
A diferencia de Mar del Plata, donde los fotógrafos trabajan "al voleo", aquí las tomas se hacían sobre seguro. Quien posaba ante la cámara del minutero había establecido un contrato tácito de compra, más allá de cómo saliera la toma. En las ramblas, en cambio, la copia ya estaba hecha, y si no era adquirida, se tiraba. Los minuteros, a diferencia de sus colegas playeros, que eran decenas, funcionaban como amos y señores de su territorio. Parecían parafrasear la novela de Scalabrini Ortiz: "el hombre que está solo y espera".
Por otro lado, al no estar obligados por disposición municipal –como en la ciudad balnearia– a entregar las fotos con firma y fecha, rara vez aparece una foto minutera con firma. Existen excepciones como Pedro Borelli, uno de los pocos fotógrafos del Zoológico que aprovechó el reverso de sus cartones para anunciar que atendía "órdenes a domicilio". Lógicamente, esa fue una de las actividades complementarias más frecuentes. Sobre todo entre los años 50, 60 y 70, cuando los estudios de fotografía social más tradicionales cerraron, y las clases con poder adquisitivo ya contaban con su propia cámara, el fotógrafo de plaza intentó cubrir ese espacio con los clientes de menos recursos que aún no tenían acceso a ella, ofreciéndose para retratar niños a domicilio y fiestas infantiles.
Los Tinnirello
Uno de los pocos minuteros que llegó hasta nuestros días con nombre y apellido fue Felipe Tinnirello. Con sus fotos firmadas y su historia, parece querer hacerle justicia al anonimato de los demás. Hubo tres generaciones de minuteros Tinnirello en Rosario. El primero fue Felipe (1873-1929), que llegó de Sicilia en 1890. Se casó en 1895 con Josefa Pendino y tuvieron 15 hijos. Ocho de los nueve varones fueron fotógrafos. Rodolfo era viajante de comercio, Esteban jefe de óptica y fotografía de la droguería Del Águila y Juan reportero gráfico. Los otros seis se repartían distintas áreas del gran parque Independencia: Pascual y Felipe (h) en el Rosedal, José y Pablo en Montañita, Santiago y Carlos en el Palomar. Allí se sumó Raúl, hijo de Carlos, que tiene 85 años y llegó a cumplir 50 años de minutero. "Siempre en el Palomar de Rosario", dice con orgullo. Su abuelo, sus tíos, su papá y él, no fueron los únicos fotógrafos del Parque. En otro sector operaba su tío segundo, Héctor Amorelli, hijo de Antonio Amorelli –también fotógrafo– y de Ángela Tinnirello, hermana de Felipe–, de modo que Carlos y Héctor eran primos. En el censo de 1895, sin embargo, tanto Felipe como Antonio figuran como zapateros. La de fotógrafo no solía ser, sobre todo a principios del siglo XX, una profesión tan rentable como para vivir únicamente de ella y los fotógrafos solían tener que apelar a otras tareas simultáneamente.
Raúl Tinnirello le comentó en una entrevista al investigador Luis Priamo, también santafesino, que su abuelo comenzó saliendo por los pueblos para tomar fotografías durante las fiestas patronales, hacia 1918, o aún antes. Era una costumbre que se relaciona, de alguna forma, con las giras de los fotógrafos pioneros –empezando por Christiano Junior y continuando con otros santafesinos, como Schlie–, cuando anunciaban su presencia en los diarios y montaban un estudio pasajero que duraba, por lo general, pocas semanas. Ellos, en cambio, no tenían ocasión de poner avisos, sino que aprovechaban la concurrencia de esos dos o tres días para tomar la mayor cantidad de fotos posibles. Iban en tren hasta donde había vías, alquilaban un carro con caballos e improvisaban un telón con algún fondo pintado en la plaza del pueblo.
Los fotógrafos minuteros de comienzos del siglo XX fueron, sobre todo, italianos. A ellos se sumaron inmigrantes armenios y gitanos. Algunos llevaban un pony, o una llama, para retratar a los niños.
Pasalenguas siglo XXI
En ocasiones, el caballito no era de verdad, sino de madera o de cartón, como el que utilizó el fotógrafo minutero español Ángel Cordero Gracia, que trabajó en los jardines del Palacio de la Lonja, entre 1925 y 1978. Su caballito mereció, en 1991, una estatua de bronce que demuestra el cariño que el público le tomó a este personaje público de Zaragoza.
En efecto, los minuteros no fueron una cuestión local. En el mundo occidental hay un renovado interés por el trabajo de estos fotógrafos. Se los conoce con otros nombres, como foto agüita, pasalenguas, y, en portugués, lambe-lambe. Estos términos hacen referencia a que era común pasarle la lengua al vidrio, o el papel, para saber cuál era el lado de la emulsión.
En los últimos años han surgido varios proyectos que ponen de manifiesto esta tendencia: páginas de Facebook que las reúnen por tema, viajeros que recorren el mundo tomando fotos minuteras como hace cien años, videos en youtube sobre cómo armar una cámara ese tipo y algunos libros que rescatan la memoria de los pocos profesionales que trascendieron el olvido. En Brasil fueron declarados parte del patrimonio de "cultura inmaterial" en Belo Horizonte y Río de Janeiro. En España hay, además, una asociación que reúne a 30 fotógrafos minuteros modernos, orgullosos de estar resucitando un oficio que, en plena era digital, contaba casi con el certificado de defunción.
Una de sus grandes batallas es obtener permiso de las autoridades para trabajar sin que la policía les exija retirarse del espacio público por ejercer la "venta ambulante". Algunos visten a los clientes con ropa de época y les proponen que el revelado y la copia sean con químicos, a la vieja usanza, en un verdadero proceso vintage. Así como volvieron las barberías, con un servicio personalizado y toda una cultura acerca del cuidado y el corte de barba y el bigote, los minuteros de este siglo defienden a capa y espada la escala de grises de sus tomas que, según dicen, no tendrá jamás la selfie de un smartphone.
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