Cuando a Ana María Pellico Bosch, enfermera jubilada, la llamaron para reincorporarse para ayudar en medio de la pandemia en España no lo dudó. "Si me tengo que morir que sea con las botas puestas" respondió a la negativa de sus hijos. Es que Ana es considerada paciente de riesgo no solo por sus 69 años, sino también por tener una insuficiencia cardíaca leve y moderada de la aorta; y además fuma. "Para que te voy a engañar, al principio dices ¿esto es lo que tengo que hacer? Sí, y tengo que ayudar, pero te queda la duda de si te contagiarás o no. Pero si puedo salvar a veinte, treinta o cuarenta personas, si me enfermo pues que sea lo que Dios quiera y, así, te pones en manos de Dios. Mis hijos se enfadaron muchísimo conmigo porque dijeron que era un suicidio, pero a mí me parece que es mi deber y es lo que tengo que hacer en este momento. Cuando nacemos tenemos el día del nacimiento y el día después ya está dispuesto que nos vamos a morir, si me tengo que morir en esta pandemia lo voy a hacer me incorpore o no me incorpore", le explicó Ana a sus siete hijos.
El coronavirus en España visto desde adentro
Ana trabajó en un hotel hospitalizado que armó el Hospital El Escorial para atender a pacientes leves de COVID-19, si alguno empeora entonces llaman a una ambulancia que lo traslada al hospital. Los casos en España bajaron y a los primeros empleados que mandaron a sus casas fueron a los jubilados porque tienen mayores riesgos de enfermarse. "España está mucho mejor, hemos bajado de 800 muertos diarios a 400 y ha bajado el colapso de las urgencias e intensivos, no teníamos respiradores para todos y ahora sí, entonces si te pones malo te van a atender un poco mejor a pesar de que ha habido muchísimos sanitarios que se han infectado, algunos se han muerto y muchos están en cuarentena", explica.
Pero hasta hace poco la pasaron mal: "En un momento tienes que tomar decisiones,si tienes cinco respiradores y hay ocho personas que lo necesitan y unos han vivido 80 años y otro tiene 40 años, lógicamente te tiras por el de 40. Eso es lo más horrible de todo lo que hemos pasado. Yo gracias a Dios no he tenido que decidirlo pero tengo una ahijada mía que es médica y está en urgencias y sí lo ha tenido que decidir y cuando me lo contaba lloraba, me decía que lo peor que ha hecho en su vida es tener que decidir una cosa así", describe Ana, detallando la cruda realidad que se vive cuando el sistema de salud se ve colapsado.
Para ir a trabajar se ponía siempre la misma ropa y los mismos zapatos. Llegaba al hospital e iba al vestuario que era una zona limpia, se ponía los suecos y uniforme de enfermera. "Toda esa ropa la viertes en una bolsa que es biodegradable que se mete tal cual en la lavadora y desaparece la bolsa adentro y me volvía a poner mi ropa de calle. Al llegar a casa la dejaba colgada afuera para que se airee porque como no estuvo en zona sucia nos decían que no era necesario lavarla", explica Ana de los nuevos protocolos que tuvo que aprender y adoptar en el día a día. Por ejemplo, para quitar el uniforme le enseñaron el paso por paso a cumplir: primero la mampara de la cabeza, después los anteojos, con un guante muy largo te sacas la ropa con mucho cuidado de no contaminarte a vos mismo, que no te toque la piel y todo eso se tira a la basura, excepto lo que usan en la cabeza que al ser de plástico se esteriliza con un producto especial. "Lo único que pasas un calor que te mueres, es achicharrante, lo que te pones en la cabeza es tremendo, es que te ahogas, entonces es muy incómodo", describe.
Ana le llamaba "vestir de astronauta" y eso se lo ponía cuando tenía que hacer algo directo con el paciente como por ejemplo limpiar un vómito. Pero cuando tenía un rato libre y se iba a las habitaciones a hablar con los pacientes se ponía dos batas normales, "no la otra que es especial que es plastificada y cuando te salta un líquido no traspasa; me ponía dos guantes, una mascarilla y un gorro de papel y me quedaba a lo mejor 20 minutos con el paciente a una distancia prudencial y cuando salía me lo quitaba. Lo que más necesitan los pacientes es hablar, contarte sus angustias, lo que les pasa. Están tan solos, la soledad es lo peor que ha tenido esta enfermedad", cuenta.
Ansiedad y cansancio: las dos caras de la enfermedad
El estado de ánimo varía según el carácter de cada persona, sin embargo, Ana encuentra un punto en común a todos los pacientes: la ansiedad producida por no saber cuándo volverán a sus casas, la duda de si van a empeorar porque, explica: "Esto tiene un pico y a los 7 o 10 días puede ser que te de ese pico, la neumonía y entrar en una situación mala, como nos ha pasado con alguno".
También relata que los pacientes ayudan acercándose a la puerta para buscar su medicación o el vaso de agua que pidieron para que los enfermeros no tengan que entrar a la habitación.
Admite que si bien los médicos se encuentran cansados de una manera física, en cuanto a lo psicológico están todos muy bien, tienen buen ánimo y están pendientes uno de otros: "Cuando estás ahí y te llama un paciente te pones nerviosa. Y algunas veces no haces las cosas como debes. Si hay alguien apurado le puedes decir que no vaya sin el guante o sin lo otro. Nos ayudamos, ellos a nosotros y nosotros a ellos", cuenta Ana que, además, confiesa que "ha sido un placer el poder ayudar. Ha sido agotador, yo tengo 69 años y se notan, no tienes el mismo cuerpo para actuar que cuando eres más joven pero es una felicidad tal la que te da el poder ayudar a los demás que te lo compensa todo, merece la pena".
Una vida al servicio de los demás
Ana nació en Madrid y desde chica andaba con su botiquín y tenía clara su vocación. Estudió enfermería en la Universidad Complutense de Madrid y se especializó en cuidados intensivos.
Cuenta que a su madre le encantaba la idea, " creo que había sido su sueño durante toda su vida. A mi padre no le gustaba porque en aquella época, según él, ser enfermera era como ser la sirvienta del médico. Yo le decía que éramos dos personas distintas y dos trabajos distintos, pero bueno, eso era lo que él decía. Para colmo de males mi hermana estudió periodismo pero cuando terminó no le gustó nada e hizo enfermería. A mí cuando me preguntaron porque no quería estudiar medicina respondí: es que no quiero ser médico, yo quiero ser enfermera, estar con el enfermo".
Antes de empezar a estudiar la carrera le gustaba cirugía pero cuando hizo las prácticas y pasó por el quirófano decidió que haría lo que fuera, menos eso. "El paciente llega medio atontado, se va dormido, ni habla ni lo ves, no me gustó nada. Luego pasé por nefrología que me enloqueció; por reanimación y me encantó, entonces pedí pasar a intensivos. Trabajar con ellos es una maravilla. Cuando entra un paciente medio muerto y luego lo ves salir por su "propio pie" es más maravilloso. Se puede ayudar mucho en un momento tan difícil para ellos. Es lo más duro y lo que psicológicamente agota, cuenta Ana al hablar de lo que la atrapó en su trabajo en terapia intensiva.
Lo difícil es cuando un paciente muere. Todos la afectan, pero más aún cuando llevan mucho tiempo internados como aquel joven piloto que tuvo un infarto y estuvo internado dos meses. Su esposa, de tanto ir y venir, se hizo amiga de Ana y le mandaba fotos de los hijos. Cuando le iban a dar el alta volvió a tener un infarto y murió. "Fue tan horrible que nos quedamos machacados, me quedé muy mal y tuve que ir a mi casa tres días de baja. Manejas tus sentimientos como puedes, intentas aprender que en el hospital cuando vas te pones el uniforme de hospital y dejas los problemas de casa en casa. Y cuando vas a tu casa dejas los problemas del hospital en el hospital y te haces madre, esposa y ama de casa, si no te vuelves loca", recuerda Ana de sus días de trabajo.
La profesión y la maternidad
Ana tiene siete hijos, cuando iba por el quinto sintió que no podía más y pidió una excedencia, (una licencia laboral) por 10 años. Reconoce que en verdad nunca dejó de trabajar porque tenía un hijo hiperactivo que se caía y se pasaba el día cociéndolo además de ayudar a familiares y amigos. A la vuelta de su casa vivía la madre de una íntima amiga que tenía cáncer terminal, el médico la veía cada 4 días y le daba las indicaciones a Ana que se encargaba de los cuidados paliativos. "Eso lo he hecho dos o tres veces con otras madres, así que dejar la profesión como tal nunca la dejé", dice Ana con emoción.
Cuando después de esos 10 años se reincorporó al hospital pasó por distintos servicios para aprender cómo funcionaban las máquinas nuevas. "Yo pedí que me pongan en extracciones porque había pinchado esos últimos años pero no era lo mismo. A los diez días me dijeron ´mira guapa pinchas muy bien, te puedes ir a otro lado´. Fui rotando, la formación la tienes pero te falta la actualidad", explica.
Cuando se incorporó trabajaba los fines de semana. El hijo menor tenía 10 años y la mayor 19 años y se podían quedar con su marido. En esa época vivían en la sierra, los mayores estaban en Madrid y su marido iba a trabajar temprano, entonces Ana pidió el turno noche, llegaba a su casa a las 8.30h y llevaba a los hijos al colegio: "Me daba tiempo para todo pero acabé muerta, no pude aguantarlo y me dio un hipotiroidismo tremendo, estuve malísimo", recuerda.
Al mirar atrás se siente orgullosa de haber podido compaginar la maternidad con su profesión. En época de pandemia no se lleva los aplausos para ella, mira a sus hijos y los describe como los auténticos héroes: "tienen que tele trabajar, hacer la limpieza de la casa, apoyar y ayudar con los deberes de los niños, están como locos, estos son los verdaderos héroes, los padres con muchos hijos", concluye.
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