Esos nobles vestidos de vidrio: decantadores y copas son mi debilidad
Un año nuevo. Otro de muchos, aunados en delicias en los rasgos de mis manos. Ellas siempre me gustaron, robustas y también femeninas. Cargadas de vida e ilusiones. Con ellas construí cada día de mis días; siempre presentes y generosas, iluminaron los gestos y enunciados de mi hacer.
Un decantador de cristal grande, soplado en Murano, Venecia, muy fino, con ondulaciones que van desde la angostura vertedora del cuello hasta su enorme y delicado asiento. Parece una maja desnuda voluptuosa y desvergonzada de sublime e irreverente juventud. Lo enjuagué en sus lavadas transparencias varias veces debajo de la canilla y lo dejé mojado en la vieja mesa de lapacho sobre una servilleta de hilo blanca, esperando el momento para decantar el albariño. Tengo una debilidad por los vidrios y cristales que agasajan vinos y alcoholes; siento que ellos son los vestidos o trajes que subliman cada gota vertida para beber, saborear, olfatear. Decantadores y copas diseñadas y sopladas para la gloria de beber.
Abrí mis manos delante de los ojos, estaban tostadas por el sol y con todo tipo de marcas del tiempo. Entre los dedos, a la distancia, en el fondo del salón, se veía la enorme ventana redonda rodeada por sendos ficus pandurata, crecidos sobre dos magnas macetas negras por hierros cocidos entre sí como tutores, una extensa corona verde selvática. Me di cuenta de que comenzaba a anochecer. El cielo tenía una primera pincelada auspiciosa. La gran ventana circular con tres metros de diámetro la había diseñado después de una foto de Jean-Luc Godard en París, parado -quizás en el museo Pompidou- frente a una ventana similar, con la ciudad a sus pies, tiznes de blanco y negro, piedra París, azoteas y techos de casas coronadas en la distancia de la perspectiva por mansardas circulares de oráculos, fantasmas y embrujos. Mi París.
Pero estaba en Uruguay, en mi casa de Garzón, el pueblo donde no pasa el tiempo. Allí las calles les pertenecen a las gallinas, familias de pavos y tropas de ovejas. Encendí todas las velas de la mesa que abraza la palmera del jardín y dispuse la mesa con cuidado; éramos seis para comer debajo de las extensas hojas de palmas.
En un costado cerca de la mesa armé con precisión mi cocinita salteña y la encendí con unos grandes pedazos de carbón. Estaba dispuesta de tal manera que sin levantarme de mi cabecera podía cocinar extendiendo mis brazos.
De regreso en la cocina decanté tres botellas de albariño de las colinas suavemente dentro del fino botellón ondulado, que dispuse dentro de un balde de vidrio lleno de hielo. El verano merece frescura. En el centro de la mesa, entre las fuentes de limones, puse acostados, con sus títulos hacia arriba, una docena de libros de poesías. Siempre es bueno que con los postres los invitados lean algunas. Yo tenía pensado leer otra vez la última pagina del Ulises de Joyce. Comer, beber y pensar sentados a la mesa.
Durante toda la noche me fui levantando para servir una y otra vez el vino. Ellos pensarían en mi prístina atención, pero no sabían que en realidad solo quería volver a sentir mis manos sobre el ondulado botellón veneciano. Su belleza, contenido y frescor resbaladizo de mojadez era tal que lo busqué tantas veces como fue necesario.
El vino se vertía dentro de las copas como un hilo de besos nocturnos.
La corvina a la parrilla con ajillo, perejil y picores estaba deliciosa con arroz basmati.
Pero fue el botellón que iluminó mi noche con las palabras de Joyce: "Y sí dije sí quiero sí".