Héctor Manca pudo sentir cómo el alma se desprendía de su cuerpo y un miedo intenso se apoderó de él; la muerte lo estaba rozando. Yacía recostado en la cama de un hospital tucumano que no podía brindarle la atención requerida a su deterioro extremo. Sin consultarle a nadie, tomó una decisión: abordar el próximo micro a Buenos Aires para atenderse en un espacio más apto y esperanzador. El calendario marcaba 10 de abril del año 2003.
Aquel día significó un antes y un después en su vida. Se desprendió de los tubos unidos a su cuerpo y se escapó del hospital. Horas más tarde, junto a su hermano y una médica preparada para firmar el certificado de defunción, un Héctor moribundo viajó durante 22 horas a Retiro, lugar al que llegó perdido, casi inconsciente, para luego internarse en el Hospital Italiano, con un diagnóstico hepático que lo había sentenciado, y que solo podía revertirse mediante un trasplante de hígado, producto de una donación.
Al tiempo que Héctor se repetía: "tengo que aguantar por mis hijos", la imagen de la doctora Alejandra Villamil surgió difusa para decirle: "No sé cómo llegaste, pero estás en lista de espera".
Al borde de la muerte
Todo había comenzado por los años 90, tras una cirugía en la cual Héctor había quedado con una sola vena en cada pierna. Fue en el 96, cuando tuvo una hemorragia grave que derivó en una internación y en un diagnóstico inesperado: enfermedad de Wilson. Su hígado no procesaba el cobre de los alimentos, que se iba acumulando.
"La buena noticia que me dieron es que la ciencia había avanzado mucho", rememora Héctor en un tono calmo. "Pero me dijeron que mi vida iba depender de un trasplante. Fue un momento muy duro, porque uno nunca se imagina que para continuar viviendo hay que pasar por eso. Aparte, en el pasado, yo había sufrido toxoplasmosis, perdí la visión de un ojo, y sentía que una vez más la vida me castigaba. La situación me llevó a estar muy mal en lo anímico y en lo físico, producto del daño que ya tenía en el organismo. No fue fácil asimilarlo, pero me dije que tenía que seguir por mis hijos, que en esa época eran chiquitos".
A partir de entonces, la salud de Héctor atravesó un proceso de deterioro drástico y, para muchos, irreversible. Enfermo, débil y atacado en cuerpo entero, durante los siguientes años trató de sobrellevar su estado con diversas medicaciones que afectaban su pasar económico, luego golpeado con mayor fuerza durante la devaluación del 2001:
"Mi medicación principal la podía conseguir únicamente en el exterior y me la hacía traer por Aerolíneas o algún amigo que viajaba", cuenta el tucumano. "Me costaba 300 dólares una cajita que me duraba 15 días, necesitaba 600 dólares al mes. Me dedico a los negocios inmobiliarios y tuve un muy mal pasar. Decidí vender todo anticipando una eventual internación en Buenos Aires".
Fue entonces que arribó aquel 2003, que trajo consigo la descompensación, el ingreso al hospital tucumano y la sentencia de muerte. Héctor, que había reservado sus últimos ahorros para salvar su vida, huyó sin dudarlo del sanatorio y de un final que no estaba dispuesto a aceptar.
La espera
En Buenos Aires, ingresó al hospital con encefalopatía y 115 kilos, que más bien eran litros acumulados en sus riñones, que no le funcionaban. Héctor ya no sabía quién era y los días siguientes transcurrieron en una nebulosa en donde le aplicaban oxígeno y le extraían líquido de su cuerpo. Tuvo erisipela y neumonía, y le dijeron que tal vez tendría que ir a diálisis. Sus emociones estaban desbordadas: "Cuando estaba consciente, me veía en el espejo y no podía creer que ese monstruo era yo. Sinceramente no llegué en las mejores condiciones al trasplante. Tengo algunos documentos de aquellos días donde figuro como paciente premortem".
Los días pasaron y, acompañado de un retrato de sus hijos, Héctor trató de hacer crecer su optimismo. Tenía que seguir por ellos, para volver a verlos y volver a los paisajes de su Tucumán querida y de Tafí Viejo, su lugar en el mundo. "Estar en lista de espera es angustiante, un limbo, un tiempo incierto en el que se define tu vida. Miraba el cielorraso días enteros entre descompensaciones y compensaciones, con una esperanza creciente. Sabía que, en algún lado, alguna familia con corazón de oro, donaría los órganos de su ser querido. Pero también sabía que me sometería a una de las cirugías más complejas de la época".
Una donación para vivir
La emoción que sintió Héctor cuando le anunciaron que había llegado un hígado fue indescriptible, no lo podía creer. A la cirugía entró cantando, al igual que lo había hecho en otras ocasiones complejas, y tal como lo hizo cuando le pusieron la anestesia. Entonó una bella samba, llamada Alma tafiseña: "Recuerdo que cuando salí de la intervención, el anestesista me quiso conocer: era la primera vez que veía a alguien entrar cantando a una cirugía de trasplante. Sin embargo, aparte de cantar, mi mente se había preguntado cómo es vivir después de un trasplante, porque antes mi calidad de vida era muy mala, y no me podía imaginar algo diferente a mis padecimientos conocidos".
La compleja intervención fue exitosa y Héctor tuvo en sus manos una nueva oportunidad para vivir. Su recuperación física y emocional fue lenta, aunque estuvo colmada de instantes tan bellos como inolvidables: "Soy un eterno agradecido al trasplante. Mi cuerpo tuvo que reaprender todo y fue muy linda la experiencia de volver caminar y contar cada vez más baldosas al hacerlo: primero tres, luego siete, después veinte, hasta que ese caminar se transformó en kilómetros, fue maravilloso. Me llevó un año el proceso".
"Gracias a mi donante"
El año 2004, se distinguió por ser aquel que lo vio subir a un cerro y volver a la existencia transformado, pero también por ser el año en el que tuvo que despedirse de su hermano, una muerte que terminó de convencerlo de que debía honrar la vida de formas impensadas en su pasado.
"En esa época me indicaron que ande en bicicleta. Arreglé una vieja de mi hijo, comencé a pedalear tímidamente y, al tiempo, me ofrecí para trabajar ad honorem en el centro de donación de órganos de Tucumán, el CUCAITUC, y me ignoraron", recuerda Héctor. "Fui tres veces, porque no tenía norte y pensé en ayudar como un camino para encontrarlo. Lo cierto es que me sentí despreciado, jamás llamaron, me pregunté por qué y descubrí que Tucumán figuraba último como provincia donante. Entonces decidí comenzar solo con mi movimiento, que es independiente. Hoy Tucumán va primero en donación de órganos y trasplantes, con el compromiso de todos. Me da orgullo aportar mi granito de arena".
Durante los años que siguieron, el tímido pedaleo de Héctor se transformó en kilómetros de bicicleteadas, campeonatos de mountainbike, logros deportivos, charlas motivadoras y maravillosos momentos tantas veces inimaginables para un trasplantado: "Siento que todo esto sucedió gracias a mi donante, que lo valoro de una manera que no puedo describir", dice profundamente emocionado. "Él me está haciendo vivir cosas impensadas, me animó a vivir una calidad de vida sana, de la mano del deporte, que me regaló vivencias increíbles", continúa.
"En mis días agónicos jamás hubiera imaginado que estaría organizando bicicleteadas, o que iba a competir. En las bicicleteadas, llevamos el mensaje de la importancia de donar órganos y, a través de ellas, muestro que es posible tener una gran calidad de vida luego del trasplante. En una de ellas partimos desde Tucumán hasta el Cabildo en Buenos Aires, y en la otra, desde mi provincia hasta Villavicencio. Atravesamos el interior demostrando que comienza una nueva vida; muchas personas no tienen la oportunidad de hablar con alguien trasplantado, y es emocionante poder darles ánimo y ver el aliento de tantos pacientes en lista de espera", afirma conmovido Héctor, entre silencios.
"Algo maravilloso fue cuando pasé por la provincia de Santa Fe, porque de allí viene mi donante, fue alucinante. Este hígado que llevo mientras pedaleo es de una persona que vivió ahí y no dejo de emocionarme al saber que un alma solidaria me permitió a mí tener una segunda vida, transformada".
Valorar la vida, donar vida
Hoy Héctor, un hombre de 57 años que logró ser el único trasplantado en hacer dos veces el Trasmontaña y que representó a la Argentina en el Mundial de atletas trasplantados en Sudáfrica en el 2013, agradece y honra cada día su renacimiento.
"Siempre digo que lo peor que me pasó en la vida es estar en una lista de espera, y lo mejor que me pasó es haber sido trasplantado. Y con certeza afirmo que el trasplante es la decisión correcta. En mi caso, no solo recuperé mi vida, sino una calidad de vida increíble luego del deterioro de la enfermedad de Wilson", reflexiona. "No tengo palabras para describir el cambio que significó. Tengo osteoporosis, no veo de un ojo y mis riñones quedaron debilitados, pero, aun así, en todos estos años mis días fueron plenos. Llevo una dieta balanceada, me levanto a las 7 y me acuesto a las 11 y no paro de hacer cosas y disfrutar de la vida, junto a mi novia Marisel Espíndola, también ciclista, que me cuida mucho y valora que me cuide mucho".
"En el pasado, cuando estaba en lista de espera, sentí muchos momentos de soledad y desarraigo. Hoy, gracias a la tecnología, podemos estar cerca de los pacientes que están en lista de espera. Es emocionante recibir los llamados en los que me cuentan que han recibido sus órganos. Desde mi iniciativa, estamos acá para alentar y animar cuando se quiere desistir. Quiero transmitir fe y esperanza a todos los que atraviesan situaciones similares, decirles que es posible sobrellevar el mal momento de la espera y tener una nueva vida. Tengo 17 años de trasplantado y 16 años de campaña, entre amigos, sin el apoyo del Estado, sacando toda la garra tal vez de forma rústica, folclórica, para ayudar y decir con fuerza que donar órganos es donar vida", concluye emocionado.
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