Esa tarde cuando entró la nevada
Fui al bosque apenas me desperté. Me subí al botecito con una canasta y mi tijera de poda chica, y crucé el lago hasta la margen norte, una bahía protegida del viento oeste, donde las plantas crecen en un clima favorecido de las inclemencias y las tormentas. Quería encontrar lianas para para tejer un plato para las tostadas del desayuno. Al regresar, ella ya estaba despierta.
Sus manos lánguidas se extendían hacia sus largos y finos dedos. Las movía con una gracia inexplicable, como un andar de golondrinas. Su gala residía en aquellas manos precisas, apacibles, graduales. Con ellas acariciaba cada actitud de la vida, dispensando una calma delicada y traslúcida que parecía opacar todo lo demás; su forma y causa estaban atendidas siempre por aquel halo de paz y convicción que medía más que sus palabras o su apacible belleza.
Yo estaba en la cocina exprimiendo unas naranjas, observando sus gestos mientras preparaba el té. Tomó la enorme jarra piramidal de vidrio desde su cuello de madera, le agregó un manojo de hojas de cedrón de Cachi, el jugo de dos limones, y de un botellón trasvasó un largo y continuo hilo de miel. Le agregó agua hirviendo hasta la mitad y comenzó a girar en la jarra círculos hasta que la inercia del movimiento la hizo rotar como las agujas del reloj disolviendo la miel y tomando un color verde marfil. Invirtió el movimiento y, luego de unos instantes, el té comenzó centrífugamente a contonear al lado opuesto. Eché sobre la plancha de hierro de la cocina a leña una rama de alcanfor, que comenzó a traspirar su aceite esencial, dándole al ambiente un perfume pulcro y antiguo. Me gustaba hacerlo en invierno, cuando las mañanas muy frías necesitan aunar cariños.
Esa hora y comida del día siempre fue mi preferida, ya que allí, luego de un buen descanso, se enuncia entre sabores la esperanza de otro día para ser feliz. A esa hora, con ella, me gusta escuchar a Maria Callas; Ifigenia en Tauride, Norma o Ne andró lontana de La Wally.
Vestida o desnuda, sus pezones eran los más hermosos. De mañana se traslucían debajo de su finísimo camisón de algodón, anunciando deseo e insinuando los mediodías de retozos de pastos y sol en las partes mas altas de las turberas al reparo del bosque. Allí tantas veces quedábamos dormidos como lo hacen los animales andinos en echaderas de tibieza y cobijo.
Pero aquel día fue diferente; desde el ventanal parecía anunciarse la primera nieve. El cielo muy gris hacia la cordillera y unos grados bajos cero proveían la calma climática de grandes nevadas, las que comienzan muy despacio y se quedan varios días. Aquellos símbolos tormentosos siempre me remiten a la niñez y a calidez de la vieja casona de madera donde vivíamos sobre el lago, enfrentada al oeste con sus grandes tempestades heladas.
Antes de salir en el bote había encendido la enorme cocina de hierro a leña y dispuesto dentro del horno un zapallo inglés. Me encanta cocinarlos enteros, quedan como confitados con concentración de gusto y dulzura.
Piqué unas cebollas muy grandes blancas y las dispuse dentro de un caldero en el rescoldo de brasas de la chimenea. Cuando ya estaban tiernas sin dorarse, le agregué dos cabezas de ajo picadas, un litro de vino albariño, otro de caldo y la pulpa del zapallo para hacer una sopa que comimos, con tostadas muy crocantes.
Esa tarde, cuando entro la nevada, supe que estábamos listos para otro largo invierno.
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