Andrés Cota Hiriart convivió con algunas de las especies más peligrosas de la naturaleza y en su nueva publicación relata la impresionante relación que se puede forjar entre los humanos y los animales
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Desde escorpiones a camaleones, serpientes y hasta un cocodrilo. Estos animales, y muchos otros, poblaban el “museo viviente” en el que creció Andrés Cota Hiriart. El zoólogo y naturalista mexicano relata en su libro “Fieras Familiares” sus divertidas peripecias con los animales que marcaron su vida, tanto en su niñez como en sus viajes de exploración por el mundo.
El escritor cuenta cómo acabó mordido por su propia pitón, recibió alacranes por San Valentín, fue perseguido por un macho alfa de león marino en las Islas Galápagos y cómo es posible, con una estrategia sorprendente, sobrevivir el ataque de una anaconda.
El libro es también una reflexión profunda sobre la actual crisis de extinción masiva y un llamado a la acción para todos nosotros, “los monos parlantes adoradores del plástico”.
—¿Cómo fue que te nació esa pasión por los animales, y especialmente por los reptiles?
—Le sucede a mucha gente que tiene este tipo de pasión por la naturaleza y en específico, por las serpientes, que uno un poco ya nace así. Desde que tengo memoria ya me gustaban mucho. Encontré una cierta experiencia estética en la naturaleza en general y en los reptiles y anfibios en particular.
Mi mamá y mi papá, que son médicos fisiólogos, no necesariamente me lo incentivaron, pero no me lo censuraron. Hay muchos niños o niñas a los cuales les pueden censurar ese llamado.
—Es maravilloso como tu madre, con infinita paciencia, te permitía tener en tu casa desde alacranes a pitones y hasta un cocodrilo llamado Lupe.
—Ahora que estoy pensando en mi mamá, le achaco un poco la responsabilidad a ella porque -y eso no lo pudo elegir- era alérgica a los perros y a los gatos. Entonces este llamado por la naturaleza no pudo encontrar refugio en las mascotas convencionales, y además nunca tuve hermanos, soy hijo único.
Cuando mi madre hizo el doctorado en Estados Unidos nos mudamos a un sitio en un bosque, en la costa de Massachussetts. Yo tenía más o menos 3 años y medio. Hay quien dice que infancia es destino. Cuando regresamos a la Ciudad de México, pues ya no podías quitar al niño lo que traía a rastras, era un niño salvaje, y además me rodeé de todos estos organismos con los que yo comulgaba, siempre los consideré como miembros de la familia.
Por eso un poco el título del libro es “Fieras Familiares”, que es una alusión a “Mi familia y otros animales” de Gerald Durrell, un libro que para mí fue muy formativo. Es ver a los humanos y a los animales no humanos con el mismo nivel de cariño.
—Introduciéndonos en tu “museo viviente”, háblanos del primero de tus personajes, el ajolote.
—El ajolote fue de los primeros animales con los que conviví cuando volví a México. Hay que decir “los ajolotes” porque aunque en los medios especialmente internacionales el que destaca es el ajolote de Xochimilco, que le llaman el axolotl, hay otras 17 especies y todas están en peligro de extinción hoy en día.
—¿Y por qué los llamas “niños eternos”?
—A veces digo que es como si un humano se quedara en estado fetal. Es una larva de Salamandra que en unas cuantas especies aquí en México no realiza la metamorfosis. Eso se llama neotenia, se quedan como larvas eternas, con caracteres infantiles eternamente.
Por eso se antoja decir que es la llave de la eterna juventud, pero creo que es más una larva que llega a vieja, como un infante perenne, como un infante gigante.
—Parece una paradoja, como dices en el libro, que el ajolote es común pero no en su mundo normal. ¿Podrías explicarnos esto?
—Hay quien dice que el ajolote hoy en día está en todas partes menos donde debería de estar. Está hasta en los billetes, en campañas políticas, en camisetas, hay criaderos de ajolotes en laboratorios, museos, casas particulares, pero en su hábitat natural, en libertad, quedan muy pocos.
Entonces esa es una paradoja total del Antropoceno que se repite con cada vez más especies. Hay un término que se usa que es “extinto en el medio silvestre”, como si existiera otra opción. A veces no se entiende que los organismos de una especie no son la especie, un ajolote en una pecera no es la especie ajolote, porque la especie es una serie de todas las interacciones que hace con otros organismos y el nicho que ocupa en particular en su ambiente.
—En el libro dices que más que de “Antropoceno” deberíamos hablar de “Capitaloceno”.
—Francisco Serrato es el autor que habla de Capitaloceno, porque no todas las comunidades humanas tienen una interacción tan deteriorante con el ecosistema. Entonces decir Antropoceno es un poco injusto, no son todos los humanos.
La esencia del capitalismo es convertir a la naturaleza en recursos, le decimos así, “recursos naturales”, como si fuera una mercancía. La naturaleza claramente es parte de ese motor en que la ganancia inmediata es el único fin que se busca.
—Otro personaje que seguramente muchos recordarán al leer tu libro es la Güera Rodríguez, tu pitón albina. ¿Cómo acabaste con una pitón de cuatro metros enroscada en tu brazo cuando eras adolescente?
—Yo deliberadamente decidí contar las historias de mis tropiezos zoológicos porque me parece que encierran narrativamente algo más rico. Pero también al convivir con este tipo de organismos durante muchos años está casi asegurado tarde o temprano algún tipo de tropiezo. En este caso, con la Güera Rodríguez, fue claramente una situación que se achaca a un descuido de mi parte.
Hay que tener muy clara la interacción que vas a hacer con el organismo para que no se preste a confusiones. Y yo le di de comer y al mismo tiempo me puse a hacer otra cosa en su terrario.
Y entonces el organismo confundió estímulos, puse la rata, pero vio mi movimiento y se precipitó sobre mí como para comer. Es muy distinto que un animal o una serpiente te muerda en defensa propia, es como un golpe, como que te rechaza, a que se te venga encima pensando que eres la merienda.
—¿Y por qué ese nombre, la Güera Rodríguez?
—Como queda claro en el libro, mi mamá es un personaje central, que siempre me apoyó mucho. Ella tenía una ingerencia muy clara sobre los nombres de los animales, y casi todos los órdenes albinos que tuvimos tenían nombre, porque el hermano mayor de mi mamá, mi tío Humberto, era albino.
La Güera Rodríguez recibió ese mote porque en México güero es rubio, pero además la Güera Rodríguez fue una de las primeras feministas mexicanas y mi mamá fue muy feminista. Mi tía Berta, su hermana, estaba muy metida en el movimiento feminista de los 60. A mí me educaron puras mujeres, creo que eso fue lo que me salvó un poco, mujeres y reptiles.
—En la segunda parte de tu libro, “museo viviente en libertad”, ya graduado de la universidad viajas a muchos rincones del mundo a ver animales en su medio silvestre. Háblanos de tu encuentro con el Solitario Jorge, la tortuga célebre de Galápagos que murió en 2012. ¿Qué te despierta hoy en día pensar en ella?
—Lo que me despierta hoy es algo triste. Se le consideraba entonces el animal más raro del mundo, en el sentido de que no había ningún otro de su tipo y era la última tortuga de su especie. Si bien en su momento el Solitario Jorge era como algo insólito, ahora cada vez es más común.
Tenemos algo similar con los rinocerontes blancos del norte de África, quedaban tres y ahora dos. Y así hay muchos ejemplos. Como las vaquitas marinas aquí en México, que son marsopas enanas, de las que quedan como 12. ¿Qué posibilidad tienen a largo plazo?
Entonces creo que el Solitario Jorge no funcionó como lección, como la moraleja que en su momento parecía cuando se decía “esto nunca más va a pasar”, “nunca más vamos a tener uno solo de su especie”. Cada vez es más común.
—Decías que no aprendimos la lección, la moraleja. Esto me lleva a preguntarte por tu viaje a Borneo. ¿Cómo fue tu encuentro con los orangutanes?
—Lo que sucede, creo yo, al tener un contacto cercano con cualquiera de nuestros parientes vivos más cercanos, que son los orangutanes, gorilas y chimpancés, es que hay esta noción de que cuando clavas la mirada en ellos se revela lo humano de ese primate y creo que es al revés.
Lo que se revela es lo primate que somos nosotros, o sea, los changos que somos. Hay mucha gente a la que no le gusta confrontar eso. Arrastramos los grilletes de religiones que intentaron durante siglos convencernos de lo contrario, pero somos una especie de animal más en el planeta.
Generalmente la gente ve estos organismos en los zoológicos y pierden, obviamente, toda dimensión. Un pobre primate en el zoológico es como ver a un humano en la cárcel. Los orangutanes están conscientes de su cautiverio, son perfectamente conscientes de que están presos.
Yo siempre he dicho que esto de los zoológicos de mostrar cómo los “greatest hits” (los grandes éxitos) a los leones y osos polares en un país de donde no son, es completamente descontextualizado. Hoy en día los zoológicos deberían mostrarte la fauna del lugar de donde eres, que es la que deberías aprender a apreciar y a conservar.
—En el libro hablas de un “cataclismo desgarrador” en el hábitat de los orangutanes.
—Es francamente desesperado, porque Indonesia, y Borneo y Sumatra en particular, que son las únicas islas donde hay orangutanes, vivieron uno de los peores ecocidios de los que se tiene registro, si no el peor. En los años 80, Borneo era la isla más de biodiversa del planeta, pero siguieron cuatro décadas de tala indiscriminada, y por muchos años la mayor parte de la madera del mundo occidental provenía de allí.
Y luego de esa tala se introdujo la palma para obtener el famoso aceite de palma. Es un franco despropósito cambiar el lugar más biodiverso del mundo por el precursor de lápiz labial, galletas, jabón y otros productos de tocador. Buena parte de este aceite de palma y de esta suplantación del medio natural por monocultivos responde a la presión de los mercados occidentales.
Hay un montón de productos globales que contienen aceite de palma. El ejemplo clásico es el huevo Kinder, que tiene un juguetito adentro, que todos los infantes quieren. O la Nutella. La población de orangutanes se desplomó en un 80% durante las últimas dos décadas, queda un quinto de lo que había hace poco. Y es muy triste porque es el humano de la selva. Eso significa su nombre, hombre de la selva, porque es una especie muy cercana.
Tienen muchos rasgos culturales. Usan herramientas, tienen cultura, medicina, herbolaria, cuando se lastiman se untan plantas que tienen cualidades analgésicas. Nos sorprende esto a veces a los humanos pero debería ser lo que tomamos como normal. Nos sigue sorprendiendo que los animales sean inteligentes cuando ya deberíamos dar por sentado que lo son.
—Cuando salió en 2019 el informe de la ONU sobre un millón de especies en peligro de extinción fue titular en todos los medios. Pero la situación no cambió mucho. Lo mismo sucede con el cambio climático, a pesar de los estudios cada vez más contundentes.¿Cómo comunicar de manera efectiva la grave crisis de biodiversidad?
—No lo sé. Sé que lo que no funcionó es reprochar a la humanidad sus excesos, no sirve de nada. Es como decirle a un adolescente que el alcohol le va a hacer daño. El reproche no sirvió, el alarmismo tampoco porque la gente no siente esa alarma todavía. Pero tarde o temprano la vamos a ver.
O sea, ya las crisis climáticas empiezan a tocar a la puerta de muchos lugares y la gente se sorprende, como los incendios en Australia y en California, pero ya se les dijo. Yo en el libro intento el humor para aproximarme a temas muy escabrosos. No maquillar las cosas, decirlas, pero intentando una aproximación distinta que es un poco el humor y un poco la apreciación estética, cierta alusión poética.
Yo, como muchos biólogos, no compartimos una visión antropocentrista de que los humanos son lo más importante. Somos una rama chiquita, por ahí perdida, en el árbol de la vida. ero el argumento que veo ahora están usando muchos autores y puede funcionar es volver al discurso antropocéntrico, y decirle a la gente, esto que está pasando, esta extinción masiva, va a tener consecuencias en tu calidad de vida.
O sea, si no te vas a preocupar de lo que está sucediendo por el puro ecosistema, por la pura biodiversidad, empiézate a preocupar porque esto que estamos haciendo es como quemar tu casa, es como quitarle tornillos a la mesa sobre la que estas apoyado y de pronto la mesa se te va a caer.
Definitivamente esto va a traer consecuencias muy drásticas para la humanidad. Ya las está trayendo, pero en las próximas dos o tres décadas van a ser muy, muy abismales. Vamos a tener crisis fuertísimas de refugiados climáticos y lo que es muy triste con la biodiversidad es que una vez que la pierdes ya no la puedes volver a poner ahí.
Hay una idea falsa por ejemplo de que la reforestación es hacer bosques y esto es completamente falso. La reforestación son monocultivos de árboles, son granjas de árboles, rehacer un bosque lleva siglos y eso es lo que creo que a veces no dimensionamos.
Por eso hay que darle la vuelta hacia la gente. Hay que cuestionarse si eso que creemos que es calidad de vida justifica, ya no sacrificar el medio ambiente sino sacrificar las siguientes generaciones de humanos. Nos estamos despeñando de cabeza por el precipicio y llevamos las manos atadas al celular.
—Pensando en las generaciones del futuro, en el libro hablas de la llegada a tu vida de un ser “más difícil de cuidar que 200 camaleones”, tu hija Damiana, que va a cumplir 6 años. ¿Cómo se puede a pesar de la crisis de biodiversidad y la crisis climática mantener la esperanza?
—Es importante decir que es imposible evitar la crisis climática porque es un proceso histórico, o sea, la crisis climática ahorita es la respuesta de procesos históricos de hace 20, 30 años. Pero la crisis climática se puede mitigar, se puede bajar la aceleración.
Hay muchas medidas que son francamente fáciles de tomar, pero que son muy poco populistas. Si todos los gobiernos del mundo las tomaran habría un cambio muy significativo. Una de esas medidas es que todo envase sea retornable, punto. Si tú haces todos los envases retornables, pues le estás quitando una presión de plástico al mundo.
O que ningún libro ya venga envuelto en celofán. Ninguno. Se acabó esa moda de que las cosas tienen que venir envueltas en plástico.
—¿Y a nivel de la crisis de biodiversidad? Porque imagino que la gente que lee tu libro o esta entrevista se pregunta, ¿y yo qué puedo hacer para ayudar?
—Creo que el primer peldaño es no ignorarla, es enterarse de lo que pasa. Mucha gente, así esté en los periódicos, siente que son cosas que pasan lejos, no dimensionan que la crisis de pérdida de especies, la extinción masiva, está a 100 kilómetros de donde estén en el mundo. Allí hay una especie en peligro de extinción.
También enterarse de quién esté peleando por algo de conservación y apoyar a esos grupos y hacer presión política. Todo gobierno debería tener una campaña ambiental integrada a su discurso para ganar. Si no la tiene, le debería costar. Y es importantísimo empezar a tener pensamiento crítico. O sea, no irse con las fintas, simulaciones, de las empresas.
Por ejemplo, la solución a la movilidad humana no es cambiar los automóviles por otros eléctricos, que ahora es lo que dicen todos. Suplantar la planta vehicular por coches eléctricos no va a ayudar en nada. Generar electricidad, la hagas como la hagas, es un deterioro ambiental. La solución ahí es transporte público y bicicleta.
Los padres y madres también pueden contribuir. Pueden dejar ese discurso de que hay que matar a cualquier insecto, aunque no esté haciendo nada. Y en español hace falta desarrollar mucho más la literatura ligada a la naturaleza, los nature writers que existen en inglés. En nuestro idioma aún hay pocos y son necesarios para crear conciencia y pensamiento crítico.
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