“Es el paraíso”. El “Yeti argentino”: hizo 40 campañas en la Antártida, casi no conoce el verano porteño y sueña con glaciares
“La gente me pregunta: ‘¿No te aburrís de hacer todos los años lo mismo?’ ¿Cómo te vas a aburrir de manejar en moto encima del hielo de un glaciar?”, dice Carlos “El Mono” Bellisio
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Lo que más va a extrañar de la Antártida es su rutina mañanera. A eso de las 7, Carlos “el mono” Bellisio salía de su casa, una especie de container color ladrillo ubicado en la base Brown, y se sentaba a contemplar el reflejo perfecto de los glaciares que le devolvía el Mar Antártico. Ese silencio total, único, solo era perturbado ocasionalmente por la ruptura de un bloque de hielo o el chapoteo de un pingüino.
“Allá te sentís en un planeta distinto. Sin importar cuantas veces vayas, nunca te acostumbrás, nunca te cansás de mirar porque es un paraíso”, dice hoy desde su departamento, a pasos de una avenida, en Saavedra. De las paredes de su living cuelgan grandes fotografías de glaciares, todas de su autoría.
Bellisio hizo 40 campañas antárticas en las últimas cuatro décadas. Es por eso que casi no conoce el verano porteño, sus calores ni sus mosquitos. En ese tiempo, pasó tan solo tres o cuatro navidades junto a su familia. Y es que, salvo años excepcionales, él solía despedirse de Buenos Aires a principios de diciembre para volver recién a mediados de abril. Durante esas temporadas conoció gran parte de las bases argentinas, además de varias chinas, coreanas, polacas, chilenas y uruguayas. Y en el ínterin se convirtió en testigo involuntario del cambio climático.
Podría haberse retirado de sus temporadas de trabajo en el Continente Blanco hace años, pero recién ahora, con 66, decidió finalmente poner punto final a sus viajes. “Es por un tema físico. Si estuviera más joven volvería”, asegura.
-¿Te genera nostalgia saber que quizás nunca vuelvas más a la Antártida?
-Sí, muchísima. Especialmente en esta época, que es en la que típicamente me tendría que ir a hacer todos los estudios médicos previos a viajar. Yo sé que mis compañeros se los están haciendo, y yo no.
Cuando habla de sus compañeros, se refiere a científicos veinteañeros -el mayor de los que hacen temporada en la base Brown tiene 31-, a quienes él les enseñó cómo es la vida antártica: desde cómo pescar con redes especiales hasta cómo divertirse en medio de un páramo de hielo.
Bellisio llegó a la base Brown por primera vez en 1976. Tenía 19 años, acababa de terminar el secundario. Cuando le dijo a su padre que quería comenzar a trabajar, él lo llevó al Instituto Antártico Argentino. “Mi papá era ictiólogo, especialista en peces, del Mar Argentino y la Antártida. Había hecho como 15 campañas. Yo crecí viendo las fotografías fantásticas que él había sacado de la Antártida en blanco y negro. Siempre lo admiré, pero nunca había soñado con ir para allá, jamás. Era como ir a la luna para mí”, recuerda.
Logró ser aceptado como ayudante de investigación y ese verano partió por primera vez al sur. En esa época había dos formas de viajar: por Hércules, como se sigue haciendo al día de hoy, hasta Base Marambio, o como tripulante de un barco de carga, el antiguo Bahía Aguirre, que los llevaba desde Buenos Aires hasta alguna base antártica.
-Si hoy tuviera que hacer de nuevo ese viaje en barco, creo que me agarra un ataque de locura. Pero en esa época, como yo era joven, pendejo, para mí era espectacular. Eran 26 días de viaje, porque paraba en todas las bases y hacía descarga, y cada descarga eran dos, tres o cuatro días. Estabas casi un mes sin hacer nada: no había TV ni radio. Leías o charlabas, pero en un barco de cuarta, con lauchas y cucarachas por todos lados. Nos bañábamos una vez por semana, y cada uno tenía cinco minutos de agua, que salía hirviendo o helada según como rolara el barco -cuenta, entre risas-. Para mí era todo gracioso, una aventura.
Bellisio no recuerda su primera impresión del lugar. Dice que en esa época seguramente no valoraba el paisaje como empezó a hacerlo después. Pero sí recuerda que apenas llegó a Base Brown comenzó a imaginar lo mucho que se iba a divertir ahí en los tres meses de estadía. Su trabajo en un principio era variado: básicamente ayudaba a los científicos en la recolección de muestras de diferentes especies.
Cuando volvió a Buenos Aires, pensó que quizás nunca regresaría a la Antártida. Era posible, muy probable, que no lo volvieran a convocar para otra temporada. Pero año tras año lo volvían a contratar. “Al cuarto año empecé a sentir que si no iba me iba a la Antártida, me iba a volver loco. Era como una droga: llegaba agosto y yo ya tenía que prepararme para salir, con los cajones, la carga, todo. Para esa época ya me dedicaba pura y exclusivamente a los peces, igual que mi padre”.
-Tantos meses viviendo en un clima tan hostil, ¿no te aburrías?
-No, es como si te dijera que podés ir todos los veranos con todo pago a Disneylandia. Estar allá es otro mundo, un cable a tierra donde no manejás dinero, no escuchás noticias. Te despejás de todo. No es como irte a un spa porque trabajás, pero trabajás de lo que te gusta. Salíamos todos los días en el bote con los muchachos e íbamos cantando: “Las olas y el viento sucundum sucundum...Y el frío polar, shala lala lala”. Entonces la pasás bien. Es decir, trabajamos divirtiéndonos. Allá me apodaron “Mono” porque hacía monadas y todos se reían.
-Pero me imagino que no es una experiencia que todos disfrutan.
-No, porque hay gente que tiene hijos chiquititos y extraña. La pasan mal. Cuando viene Navidad y Año Nuevo hay gente que se les nota en la cara el bajón. Yo tengo una hija, por supuesto que la extrañaba, pero lo supe llevar bien, gracias a Dios. La podía llamar por radio. Después vinieron los mails.
Durante la campaña 1983-1984, Bellisio conoció a quien sería su mujer y la madre de su hija. Ella era técnica oceánica. Se conocieron arriba del Irízar, durante un viaje a la Base Belgrano. “Me enamoré en cuanto la vi”, recuerda. Pocos años después se volvieron a cruzar, comenzaron a salir y al tiempo se casaron. Solo compartieron una campaña más, la última que hizo ella, y luego él siguió viajando cada verano por su cuenta.
De abril a diciembre, al igual que su padre, trabajaba analizando las muestras capturadas durante el verano en el laboratorio del Museo de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia. Padre e hijo trabajaban en el mismo laboratorio durante el año, pero nunca coincidieron en la Antártica ya que el padre dejó de ir cuando el hijo hizo su primer viaje.
De Huracanes a orcas: los peligros de la vida antártica
Bellisio pasó la mayor parte de sus campañas en la Base Carlini, donde el clima era significativamente menos agradable que en Brown. “Como está cerca del Drake, donde corren los vientos más fuertes del planeta, el clima es muy malo. Normalmente, en una semana, quizás tenés cuatro días de viento y salís solo tres días a trabajar, porque hay una norma que te dice que solo podés salir en el bote si hay viento de hasta 20 nudos. Pero han habido días de 80, 90 nudos...”, cuenta.
Allí, a bordo de un barco de 40 metros, vivió un huracán. “Estábamos cruzando el pasaje de Drake y empezó a haber ráfagas de 150 kilómetros por hora, olas de 20, 25 metros de altura, o sea como un departamento de unos siete pisos. El barco subía, bajaba, le pasaban las olas por encima. Así estuvimos cuatro días. Pensamos que moríamos todos. Hubo tipos que se volvieron recontra locos. Roberto, mi mejor amigo, y yo decidimos no tomar conciencia de lo que estaba pensando. Estaba todo tirado. Imposible comer, imaginate. Cuando llegamos a Ushuaia, me acuerdo que fuimos con mi amigo a la Iglesia a dar gracias por estar vivos, y cuando entramos estaba todo el barco ahí, arrodillado”, recuerda.
-¿Cómo pasaban el tiempo libre allá?
-Ahora hay televisión. Al principio no había. Entonces los pasatiempos eran jugar a las cartas y leer. Yo soy fanático de Stephen King. Me leí muchos libros de terror. Después, llegaron los videos a la base. Proyectaban programas de televisión grabados y capítulos de El Zorro en blanco y negro. Era la única diversión. Igual, tenés tanto trabajo que cuando llega la noche, te acostás y estás muerto. Al principio, en Carlini eramos 23 o 24 personas en el verano, todos hombres. Ahora hay muchas mujeres y son muchos más en la base: en verano somos unos 80 y se quedan 25 a invernar, más o menos.
Trabajando, arriba del bote, Bellisio se ha cruzado con elefantes marinos, pingüinos, ballenas y orcas. Recuerda una ocasión en especial con una orca:
-No me lo voy a olvidar nunca en la vida, fue fantástico. Estábamos en el bote y uno de los chicos señala al lado mío y dice: ‘¿Qué es eso?’. Entonces miro a mi lado y veo una aleta altísima. ‘Una orca’, le digo. Prendimos el motor y salimos al mango. El bote iba con la trompa levantada. Dicen que la orca no ataca al hombre, pero ves un bicho gigante, de unos 8 metros de largo, y te sentís un corchito. Entonces llegamos a una isla y, con el julepe que teníamos, nos subimos con el bote y todo. Rompimos el motor. La orca se quedó media hora dando vueltas alrededor de la islita. Después se fue y nos vinieron a buscar. Eso fue lo más espectacular. Estabamos re asustados, pero después me quedé pensando: “Wow, qué aventura”.
-Me imagino que en estos 40 años también debes haber visto los efectos del cambio climático.
-Mal, mal. Sobre todo en Carlini, que es donde más seguido fui. Frente a la base hay un glaciar enorme. Para llegar a la base, nosotros aterrizábamos en un avión tipo aeroplano con ruedas y patines arriba de ese glaciar, y después bajamos en moto, dos kilómetros arriba del hielo, hasta la base. Esto ya no se puede hacer porque todo ese glaciar blanco que había hoy tiene manchones oscuros. Arriba donde aterrizaba el avión, ya se ve todo oscuro y la nieve que hay es muy blanda.
El verano pasado Bellisio hizo su viaje de despedida a la Antártida. Pidió que lo enviaran a Base Brown porque es su lugar preferido. Cuando llegó, sus compañeros lo sorprendieron con una placa. Habían bautizado al laboratorio de la base Carlos “Mono” Bellisio. “La placa dice: ‘Por tu calidad humana’, y para mí eso vale un montón. Es orgullo, viste. A veces me da un poco de vergüenza contarlo. Fue una linda sorpresa”, cuenta.
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