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Su pelo entre rojizo y anaranjado es un símbolo que la distingue, Kiki Suarez resalta en cualquier lugar, no solo por su condición de extranjera en una zona de fuertes raíces originarias, sino por una personalidad chispeante que la mantiene activa a los 72 años.
Desde el pueblo que eligió como hogar, en la galería de arte KikiMundo en Chiapas México, accede a una entrevista virtual. Mira a cámara y se maneja con soltura, aunque cuenta que se está quedando ciega. Cuando le preguntan quién es o qué hace, se define como una anarquista amorosa. “No de las que queman negocios y todo eso”, ríe, sino de las que creen en la descentralización del poder, pero en democracia. “Que cada persona aporte, porque todos somos diferentes y parecidos, y la variación de ideas, razas, culturas es muy enriquecedora”.
Mujer. Alemana. Artista. Escritora. Psicoterapeuta. Como facilitadora, tiene la capacidad de crear espacios para el encuentro humano, grupos que se reúnen de manera presencial, o a través de las pantallas, en distintos puntos del planeta. Es artista aunque sienta que llegó al arte por una puerta lateral, cuando recién llegada a México, se sentía sola y las palabras no le alcanzaban porque el idioma español era un murmullo incomprensible.
Arañas y víboras
Siempre se sintió rara. Diferente. Había nacido sietemesina, seis años después de que se terminara la Segunda Guerra Mundial. La pusieron en una incubadora y su madre no la pudo tocar hasta completar su desarrollo. En sus memorias repartidas entre sus libros publicados, cuenta que se caía y se golpeaba con facilidad. “Tengo un problema en la vista, retinitis pigmentosa o pigmentaria, que es hereditaria”.
Recién le dieron el diagnóstico, ató cabos y entendió que no todos los niños tenían tantas heridas como ella, tampoco sus hijos, que no era normal su torpeza. “Nos bañaban solo una vez a la semana, porque no había agua caliente. En la tina yo lloraba, siempre tenía las rodillas lastimadas con sangre y pus”.
Recuerda que era miedosa y fantaseaba con la muerte.
—Pensaba que una araña me iba a picar, y solo hay una araña venenosa en Alemania. Una víbora, solo una. En toda mi vida no he visto ninguna, pero yo era así desde muy chiquita, muy miedosa, siempre con el pánico de que me iba a perder en el mundo.
Aunque nunca pasó hambre, todavía estaba muy fresca la historia de sus abuelos. Eso también lo escribió, tal vez para exorcizar el pasado. Uno de ellos había perdido su fortuna durante la Gran Depresión y abandonó a su familia. Otro luchó en dos guerras y fue un refugiado. Sus abuelas sufrieron bombardeos. Y tuvo abuelos campesinos muy pobres. Kiki creció en Hamburgo, durante la reconstrucción y el auge de la Alemania Occidental. Pero nunca dejó de sentir culpa por los crímenes de los nazis. Siempre quiso emigrar, le costaba, incluso, decir de dónde era, pero con los años y la perspectiva pudo reconciliarse con su origen.
—Fue terrible lo que pasó en Alemania, pero hay tantas crueldades por todo el mundo. Entonces creo que simplemente los seres humanos tenemos un lado bello, con mucha luz, y tenemos un lado muy oscuro. Creo que también esta culpa me ha dado un regalo porque siempre desde chiquita he buscado ya esta cosa de unir personas, de escribirme cartas con niños en otros países, luego viajar. Siempre he buscado crear algo de paz, creo que un poco lo heredé de mi padre, que estuvo en la guerra y la odiaba.
Su padre era un hombre de negocios. Kiki recuerda que le decía: “la vida es muy corta, deberíamos abrazarnos, y amarnos, porque en vez de disfrutar el corto tiempo que tenemos, hacemos mil pleitos, y conflictos, y guerras”. Su madre era una mujer muy bella, pero con un problema de bipolaridad que a veces la tiraba durante un mes en la cama y otras la hacía parecer despreocupada y feliz. Su vida social era intensa pero nada pudo impedir que tres veces intentara suicidarse.
Dentro de la inestabilidad que era su hogar, creció con ataques de pánico y comenzó a encerrarse en su habitación por semanas. “Realmente estaba yo bien loquita, y pensaba mucho en el suicidio, pero como temía mucho a la muerte, pues eso me salvó”. Tal vez fuera el motivo para estudiar psicología y psicoterapia: tratar de comprender a su madre y a ella misma.
Aventurera y enamorada con el libro “México por 5 dólares al día”
Era hippie, como gran parte de las jóvenes que crecieron durante los 70. Aunque había sido educada en el catolicismo en un pueblo de luteranos, pronto perdió la fe. Necesitaba respuestas y lo que ni Dios ni la doctrina le decían, lo encontró en libros de filósofos rusos y existencialistas. Hasta que llegó Osho, el budismo, y algo parecido al camino que estaba buscando.
—Él sabía muy bien hablar de todas estas cosas profundas, complicadas, de la fe o de la filosofía budista en palabras sencillas, occidentales, que se entendían. Entonces yo era seguidora y traducía sus newsletters, así como publicaciones del inglés al alemán, y me gustaba mucho.
Ya había terminado los estudios y quería viajar a la India, su familia estaba preocupada porque parecía que Kiki dejaría todo y se haría Hare Krishna. Con el corazón roto por un desamor, era el momento ideal para hacer un viaje iniciático y desplegar sus alas. Una amiga le dijo que antes de la India estaba México y los libros de Carlos Castaneda que hablaban sobre el camino del guerrero y la transformación del ser.
Odiaba el sol por sus ojos débiles, siempre buscaba nubes y oscuridad. Tampoco le gustaban los hombres latinos pero le dijo que sí a la amiga y salieron con sus mochilas, y con el libro de “México por cinco dólares al día” como guía. Casi no hablaban español, pero la aventura se abría a sus pies.
Habían atravesado parte de México, y desde Oaxaca tenían planeado pasar a Guatemala, pero aquella noche llovía y hacía frío. Kiki estaba enferma del estómago así que eligieron quedarse en San Cristóbal, la ciudad más antigua después de la conquista.
Hay algo mágico en San Cristóbal de las Casas. Hoy es una ciudad turística, un pueblo denominado “mágico” por su historia y su arquitectura colonial. Todo aquel que llega siente su energía y a muchos les cuesta irse, otros deciden quedarse a vivir. Kiki no sabía que a ella le pasaría eso. Pero días después conoció a Gabriel, el que hoy es su esposo.
—Lo conocí, nos fuimos a la cama, al mes estaba embarazada, y a los cuatro meses nos casamos. Una locura, que a otros les hubiera dicho, ¡cuidado!
Él tenía una discoteca, ahí se produjo el flechazo. Aquella primera noche no dejaron de hablar hasta la madrugada y Kiki sintió que había una conexión profunda. Pero al otro día él le dijo que no podía estar más de una semana con una mujer. Eran épocas de amor libre, ella pensó que si aparecía otra mujer eso le dolería, “tomo mi mochila y sigo mi viaje, voy a Guatemala, hasta Argentina, a ver qué voy a hacer”, le avisó.
Pero la otra mujer nunca apareció y ya embarazada le tocó lidiar con la belleza salvaje de México pero también con eso que había elegido, que le dejaba una sensación de soledad, porque su enamorado seguía con la discoteca y era “Gabriel Fiestas” en un pueblo con noches de sustancias y estímulos. Sin embargo la conexión entre ellos era tan fuerte que eso los ayudó a superar los obstáculos, ya se sentían familia. A 46 años de aquel encuentro, tres hijos y mil historias compartidas, lo importante es el respeto por el otro y las energías que se complementan. Claro que hubo conflictos, en una de las crisis vivieron durante tres años separados. Pero después de volver de un viaje a Alemania, más empoderada, supo que era el momento de hablar y sanar, nunca dejaron de quererse.
—Nunca sentí un abismo cultural, nos entendemos bien, aunque somos en muchas cosas muy diferentes. Cuando conoces a alguien, no solo en el amor, también en la amistad, a veces sientes que esta persona la conoces desde siempre, o hasta pensamos en reencarnación.
Gabriel es fotógrafo, buzo, empresario y chef. Él es el que cocina, porque Kiki dice que en eso es un desastre, aunque lo desmientan las delicias de la cocina alemana que cada tanto comparte en las redes.
Cuando empezó a pintar y tuvo éxito, la invitaron de otros países para exponer, entonces él se ocupaba de los niños. Siempre la alentó a hacer lo que ella quisiera, también a iniciar el consultorio en donde hoy atiende a sus pacientes. Con un negocio, la galería y un restaurante, ambos tienen sus propios espacios. “Nunca me ha frenado, y creo que yo a él tampoco, creo que esto tal vez es una parte del secreto, de que uno no se vuelve obstáculo para el desarrollo del otro”.
El arte como terapia y lo no planeado del destino
Fue una tarde de esas solitarias en que la depresión se apoderaba de sus ganas, cuando Kiki Suarez decidió pintar. Agarró una cartulina y unos pinceles. “Así en mi estilo muy naíf, pinté un chavo en un árbol, con una casa, una serpiente, y durante el par de horas que pinté, pues se me fue la tristeza”. Gabriel la incentivó a seguir. Y todo se fue entrelazando, una conocida le enseñó cómo era la reproducción de imágenes en cobre y unos amigos de Estados Unidos se llevaron algunos de sus cuadros al norte y enseguida se vendieron. Sin proponérselo, Kiki se encontró habitando la piel de la artista. Desde 1979 en la galería KikiMundo está su historia en las paredes y siempre hay espacio para albergar a otros artistas.
—Si tú me preguntas, yo no creo en el destino, pero cuando repienso mi vida y te lo platico así, digo, es como un destino, porque muchas cosas me cayeron sin que yo las haya planeado.
Pudo integrarse a la sociedad chiapaneca de a poco, sobre todo cuando llegó al pueblo más gente con inquietudes similares, y al iniciar una escuela Waldorf con otros padres, para brindar una educación más abierta a sus hijos. Hasta pudo recibir a sus propios padres desde Alemania y verlos disfrutar de la cultura mexicana. Ganó amigos y hoy la gente la reconoce por las calles. Sobre el fin del milenio pasado volvió a la psicología, con una maestría en terapia Gestalt y retomó su primera vocación. Aunque en una etapa tuvo que recurrir a los antidepresivos y los agradece, sabe que la terapia puede ser una herramienta para ayudar a otras personas.
—Me gusta mucho, es como la escucha activa, pero en la terapia Gestalt hay ciertos ejercicios que ayudan también, ciertos ejercicios de viajes mentales, y luego también un poco incluyo cosas de meditación. Hoy trabajo también con escritura, lo llaman terapias narrativas. Creo que realmente casi todas las terapias, si no son corporales, son algo narrativas, pero lo que me fascina mucho son los grupos.
Hace más de veinte años empezó con un grupo de duelo, y cuando le diagnosticaron su problema en la vista, abrió otro para vincularse con gente que tuviera algún tipo de discapacidad. Inició uno de autoayuda con temas de abuso sexual, otro de “cuidando a cuidadores”, y uno sobre cáncer. Hay tres reglas: “lo que platicamos aquí, se queda aquí; no juzgo y el tercero es no doy consejos. Y esto, en mi experiencia, es lo más difícil”.
Aun con la crisis y la violencia que hoy sufre México, aun con la depresión y la muerte de seres queridos, Kiki está consciente de llevar una existencia que cuenta y pinta con sus propios colores.
—Con esto de que los grupos son gratis puedo también unir todos los caminos de la vida, ¿sabes? Llegan indígenas, llegan viajeros de muchos países, mientras que hablen español les pueden compartir a todo este caleidoscopio de seres humanos, me encanta.
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