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Ese día, como tantos otros, estaba destinado a ser uno cualquiera, con la rutina de las jornadas laborales y los compromisos profesionales. Hasta que ella entró al consultorio. Se presentaron: él profesional, casado y con dos hijos. Ella era simplemente Mary, estaba recién recibida, era soltera y llegaba del interior de la provincia, como tantos otros jóvenes en aquella ciudad.
Pasaron los días. Se convirtieron en compañeros de trabajo y, como él acostumbraba, se dedicó a observarla, estudiarla y analizarla. “No me dice nada”, concluyó después de varios meses de escrutinio. “Una más para mí, uno más para ella”. En ese entonces, él sentía que la distancia entre ellos era abismal. Aunque mantenían contacto, ella se mantenía ocupada en sus actividades y él, en las suyas. “Recuerdo que hablábamos mucho. Nos contábamos casi todo, éramos transparentes. Y su sonrisa.... esa sonrisa me fue atrapando”.
“Me gustaba hacerla reír”
Los hechos importantes de la vida de Mary fueron llegando a Pablo como una cascada, simple y clara. Sin saber con certeza el motivo, pronto se transformó en su confidente: estaba sola y su familia lejos e indiferente. Valoró su valentía, pues había enfrentado a su padre, que no estaba de acuerdo con su casamiento con un chico muy simple para ella que era profesional. “Esos años fueron duros para mí también. La situación económica, los hijos, el matrimonio. Todo se hacía difícil de sostener. Pero siempre estaba Mary y su sonrisa. Me gustaba hacerla reír, compartíamos cosas y me escuchaba”.
Luego Mary se casó. Tiempo después se convirtió en mamá. Estaban en todo momento juntos. Participaban de las actividades y eventos importantes que hacían a la construcción de sus familias, sus matrimonios y sus hogares, prioridades en la vida de los dos. “Mientras, la vida nos miraba con ironía. Nunca sabré cuando ni por qué, pero comencé implacable, la búsqueda interminable de sus ojos, de su risa y luego de su boca. Y de a poco me fue diciendo sí a cada intento de seducción, a cada propuesta cálida e imprudente. Bendigo ese juego peligroso con el que gané el premio deseado: la mujer de mi vida”.
“Era un juego de niños que nos daba vértigo”
Todo comenzó cuando, de forma inconsciente, Pablo cambió su amistad por la conquista de la mujer que le fascinaba. “Entre sonrisas y su complicidad, entre mis palabras lindas y la oportunidad del ladrón, mis besos formales fueron desde su mejilla hacia sus labios. Era un juego de niños, grandes, responsables pero embriagados de una fantasía que latía en la picardía”.
Y el momento llegó, en una esquina, dentro del auto. “Hasta mañana”, le dijo y finalmente sus labios se rozaron suavemente como para no separase más. “El vértigo fue sublime, quedamos sin palabras. Como un salto al vacío nuestros corazones sintieron el temblor y quedaron inquietos para siempre”.
Esa calle de gran rambla donde se habían besado por primera vez se convirtió en su refugio. “Nuestra primera vez fue en mi casa. Durante esos días yo iba a estar solo. Ella dudó, pero a la hora que habíamos pactado, sonó el timbre: era ella. Recuerdo desde momentos simples hasta instantes inolvidables, como cuando salimos de una fiesta de cumpleaños de una compañera de trabajo. Quedamos en parar los autos en tal calle. Y esa noche, cuando empezaron las caricias y la pasión, ella deslizó su mano dentro de mi pantalón y yo hice lo mismo con el suyo. El sexo empezó a ser algo nuevo para mí, lo sentía de otra manera. A pesar de las mujeres que habían pasado por mi vida, ella me cambió la forma de hacerlo: como el mejor hombre, el mejor amante, el más enamorado, el sexo por amor y desde el amor”.
“Yo soy el culpable”
La ciudad de Buenos Aires fue tiempo después el destino de lapsos fugaces, desde que subían al micro en la terminal y luego en el hotel donde pasaban las horas increíbles. La calle Florida los dejaba caminar con timidez tomados de la mano, pero siempre con el miedo de que la presencia fatal de un conocido los delatara. “Así conocí la paz que ninguna mujer pudo darle a mi espíritu. Así fui encontrando a mi compañera de vida”.
Pero las rosas se hicieron piedras, las caricias heridas, las dudas ganaron sus batallas y cambiaron las palabras por distancia. ¿Qué somos?, preguntaba ella insistentemente. Per él no podía, no sabía o simplemente no quería responderle. El tiempo y la distancia hicieron estragos y sus caminos ya no volvieron a cruzarse. “Yo soy el culpable de este amor sin rumbo, quizás porque busqué lo que no debía, donde no correspondía. ¿Este es el precio que debo pagar por amar sin reglas?”.
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